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Dos profesiones de riesgo, entre la milicia y los bomberos

Natalia Soledad Altamira Whitechurch, una mujer con vocación de servicio.  La bombera voluntaria y militar tiene un corazón en llamas que se aviva con la necesidad de ayudar.

Por Astrid Moreno García
| 27 de diciembre de 2020
Siempre lista. Natalia Altamira Whitechurch posa junto a una de las camionetas del cuartel de El Volcán. Foto: Nicolás Varvara.

El camino desde la capital de San Luis a la localidad de El Volcán es rápido y rodeado de verde. O al menos así lo era antes de los incendios. Sin embargo, luego de que la provincia se convirtiera en la representación del infierno, el manto de fauna lleno de vida que cubría los 18 kilómetros entre ambos centros urbanos se transformó en un entramado de grises.

 

A mitad de camino, al pasar por la localidad de Juana Koslay, la sierra se vuelve negra y aquellos picos, que en este momento lucen como fósforos gigantes recién apagados, hace apenas unos meses estaban al rojo vivo e iluminaban el cielo como si un partido de fútbol en el estadio La Pedrera estuviera ocurriendo en plena madrugada.

 

Pero la realidad es mucho peor. Según informó en una entrevista radial el jefe del Programa de Medio Ambiente y Desarrollo Sostenible, Darío Szkalrek, en la provincia se quemaron 125 mil hectáreas en pocos meses.

 

Ahora, el viaje que servía para distenderse de los problemas de la ciudad y respirar aire puro se convirtió en un limbo entre el cielo y el infierno. Cada espacio verde se ve como un potencial foco para un nuevo incendio. Cada planta autóctona “acacia caven”, más conocida como espinillo, luce más seca que de costumbre y por ende, más inflamable. Y realmente pesa saber que 2020 es uno de los años con mayor sequía en la provincia desde 1969.

 

Pero el dato más escalofriante es que el 80 por ciento de los incendios son intencionales. El recorrido es corto, no más de 15 minutos en auto, pero el dolor es grande.

 

El 9 de octubre, tres días después de la primera gran ola de incendios que azotó a la provincia este año, Natalia Soledad Altamira Whitechurch salía del regimiento militar ubicado en la capital y hacía el mismo recorrido de siempre que la lleva al cuartel de Bomberos Voluntarios de El Volcán. Un camino que hace todas las semanas. Tras cinco días de servicio, no pasó por su casa, como tantas otras veces, a cambiar un uniforme por otro. El que tiene al momento del encuentro con El Diario es azul oscuro y dice su nombre en la remera.

 

 

 Orgullo de papá y mamá. En el cuartel de bomberos Pablo y Natalia comparten horas con su hijo Lucas. Foto: Nicolás Varvara.

 

 

“Esta es mi segunda casa, yo siento que estar acá o en mi casa es más o menos lo mismo. Por ahí estoy en servicio, leo mensajes de que hay incendios y estoy esperando que pase la hora para venir volando y aunque sea salir en la segunda dotación. Lo mismo me pasa al revés, las dos cosas van de la mano y son lo más importante de mi vida, fuera de mi familia”, relata Natalia, quien entró al Ejército a los 19 años, en la primera camada de mujeres que aceptó la fuerza argentina para el área armamentista y las especializaciones.

 

Hace 24 años la actual suboficial superior ingresaba al cuartel de Mar del Plata como cadete. “Nunca sentí una diferencia, siempre me trataron igual que a mis camaradas hombres. Yo era la única mujer y nunca encontré una traba, al contrario, me protegieron. Estudiamos primero la Tecnicatura en Electrónica y luego nos orientamos hacia los radares”, detalla Natalia, quien más tarde se convertiría en la primera mujer especializada del país dentro de la milicia.

 

“Mi marido (Pablo López) entró al Ejército conmigo, fuimos mejores amigos dos años, novios y después nos casamos”, recuerda. Ahora tienen dos hijos: Agustina, de 20 años, y Lucas, de 18. Además de la “alegría del año”, Jade, su nieta de apenas unos meses de vida.

 

Luego de recibirse, la pareja se mudó a la localidad de Sierra de los Padres, a 17 kilómetros de Mar del Plata. Allí, Natalia hizo su primer contacto real con el fuego: se inscribió en el cuartel de Bomberos Voluntarios local atraída por una curiosidad que arrastra consigo desde muy pequeña.

 

 

 Natalia es la primera mujer técnica especializada del Ejército Argentino.

 

La especialista en radares nació en suelo puntano, pero a los siete años sus padres se separaron y se fue a vivir junto con su mamá al barrio porteño de Villa Crespo. “A dos cuadras de mi casa había un cuartel de Bomberos. Era chica y mi mamá me hacía llevarles pan dulce los 24 y 31 de diciembre. Si bien quería ser militar, escuchaba las sirenas y me gustaba salir a ver el camión”, rememora, y agrega irónicamente que varios años después sería ella quien estaría del otro lado para recibir una botella de sidra o una bolsita de garrapiñadas en las Fiestas.

 

“En ese momento pasaba poco tiempo en mi casa y mi marido me dijo ‘si para estar con vos tengo que ser bombero, lo voy a hacer’. Compartimos las mismas pasiones, las locuras de uno son las del otro”, explica. A partir de allí las navidades, los cumpleaños y casi la mayor parte de su vida en familia fueron en un cuartel de Bomberos.

 

“Mis hijos eran los dos nenes mimados, eran los sobrinitos de todos, nosotros nos íbamos a los incendios y ellos se quedaban en el cuartel. Se criaron un poco allí adentro”, reconoce.

 

En el 2010 retornó a San Luis, “su lugar en el mundo” y, como era de esperarse, buscó las llamas. Estuvo un tiempo en los Bomberos Voluntarios de El Fortín, en Potrero de los Funes, y luego se mudó a El Volcán. “Escuchaba sonar la sirena desde mi casa y pensaba ‘¿qué hago acá?’. Nos acercamos al cuartel y nos adoptaron hace dos años”, cuenta la mujer de 43 años en un tono firme y seguro, pero suave a la vez, como quien lee un cuento a un niño.

 

El 2 de octubre las localidades de Villa del Carmen, San Francisco, Papagayos, Villa Larca, La Punta y Juana Koslay estaban en llamas. A ellas se les sumaba de forma intermitente El Volcán, que se había incendiado el día anterior y que, durante la guardia de cenizas, algún arbusto que no había sido calcinado por completo volvía, lento pero constante, a prenderse. Mientras tanto, aquellas zonas que no sufrían la voracidad del fuego, fueron abordadas por una bruma rojiza que hacía pensar que el fin del mundo se acercaba.

 

 

 En las sierras. Natalia atada a un arnés, en busca de algún fuego rebelde. Foto: Gentileza.

 

 

“Cerca de las 14 sonó la sirena, me tocó manejar a mí y nos dirigimos a uno de los focos. Llegamos a un camino entre las sierras donde nos rodeaba el fuego. Estaba ahí y pensaba ‘¿paso o no paso?’. Porque uno no va solo, sino que hay cinco personas en el camión, hay que salvar las casas y proteger a los animales”, narra Natalia. Y remata: “Nunca había visto tantos incendios juntos y tan grandes. Era increíble la rapidez con la que se prendía todo. Así que al final esperé a que se calmara un poco y avanzamos”.

 

Natalia y sus compañeros estuvieron entre las sierras, yendo de un foco al otro, por más de 20 horas y, sin embargo, no es nada comparado con los hasta 40 años que tardará el monte en volver a florecer. “No sirvo para estar en mi casa, mi mamá me quiere comprar una máquina de coser para que me quede quieta. Ella se preocupa y llora. Quizá ahora, mientras los chicos más jóvenes suben diez veces el cerro con la mochila hidrante, yo subo cinco. Sé mis limitaciones, pero mientras me dé el cuerpo yo voy a seguir”, explica sobre por qué corre hacia las llamas cada vez que suena la sirena.

 

 

 Nunca había visto incendios tan grandes como los de este año. Pero lo compensó el apoyo de la gente. Natalia Soledad Altamira Whitechurch.

 

La bombera y militar también es estudiante de la Licenciatura en Enfermería, de la Tecnicatura en Emergencias Médicas y la Diplomatura en Psicología de las Emergencias. “No tengo la vida perfecta, porque nadie la tiene, pero mis dos hijos y mi mamá están sanos, tengo una casa y todo lo que necesito y uno tiene que devolver lo bueno al mundo”, describió, sin saber que estaba dando la perfecta definición para la frase “vocación de servicio”, aunque ella niega tener tal cosa.

 

La mujer siempre fue bombera voluntaria y cuando le preguntan por qué nunca se dedicó profesionalmente, responde: “Leo mucho en los diarios que dicen que deberían pagarnos, pero no estoy de acuerdo. Somos voluntarios y en todo el mundo los hay, el tema de un sueldo por ahí perjudica un poco las cosas, acá los que estamos lo hacemos realmente de corazón. Además, somos la prueba de que, a pesar de lo malo que pasa en el país, la gente todavía nos ve como una institución que actúa como corresponde”.

 

Natalia está en una pequeña oficina del cuartel, rodeada de las donaciones que dejaron los vecinos para que, a quienes los cuidan del fuego, no les falte nada. Mira un pizarrón empotrado en una de las paredes. Allí está anotado el personal que trabaja en el cuartel, cuántos están de guardia y escrito con marcador verde al final de la lista hay una oración: “Aspirantes: 10”, uno de ellos es su hijo Lucas. En diciembre se incorporó oficialmente al equipo. 

 

A los dos días de la entrevista, las sirenas del cuartel vuelven a sonar. El poco verde que quedaba de aquel camino en Juana Koslay se está incendiando… Y una bruma rojiza recubre a la provincia.

 

 

 

*Este artículo fue elaborado durante el Taller de Periodismo Narrativo, dictado por Juan Mascardi, y que formó parte del programa Evolución 2020 (organizado por Adepa con apoyo de Facebook Journalism Project)

 

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