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Pedro Prudencio Miranda, un hombre heroico

Fue merecedor de la más alta condecoración militar que otorga la República Argentina por su labor como mecánico en la Guerra de Malvinas. Estudió en Villa Mercedes, pero vive en San Luis. Se retiró como suboficial principal.

Por Johnny Díaz
| 13 de junio de 2021
Pedro Prudencio Miranda. "El destino quiso que fuera yo, podría haber sido cualquier otro camarada", reconoce. Foto: Marianela Sánchez.

Pedro Prudencio Miranda marcó a fuego su participación en la Guerra de Malvinas. Su labor como mecánico de la Fuerza Aérea Argentina le permitió recibir la Cruz al Heroico Valor en Combate, la más alta condecoración militar que entrega el país.

 

El 1º de mayo de 1982 desactivó una bomba alojada en la bodega del ELMA (Empresa Líneas Marítimas Argentinas) Formosa, un barco abastecedor de alimentos y pertrechos, acercándose al buque en un bote de goma, con embravecidas olas que hacían peligrar su estabilidad y la vida de sus ocupantes.

 

Y el 23 de mayo desarmó cuatro bombas esparcidas en la pista por el accidente de un A4Q, que aterrizó de emergencia. El piloto, Carlos Zubizarreta, logró eyectarse, pero falleció poco después.

 

Unos días más tarde, el 13 de junio, en la base de Río Grande, mientras un Dagger (C-418) se preparaba para una salida a cargo del capitán Roberto Janett, accidentalmente una de las dos bombas que portaba sufrió un desperfecto técnico producto de una involuntaria maniobra y Miranda logró retirar velozmente la espoleta evitando lo que hubiese sido un gran desastre en la base de esa ciudad. Aquel día estaban todos los aviones cargados, los pilotos en sus asientos y todo el personal de mecánicos. Además, había un polvorín de campaña aproximadamente a unos sesenta metros, la torre de vuelo y la planta de combustible.

 

Esos hechos lo hicieron merecedor de la condecoración militar, algo que lo llena de honor, pero también de inmenso orgullo a todos los sanluiseños.

 

 

 

Lo encontramos en su casa del barrio Las Aguaditas de Pueyrredón, a escasos kilómetros de la capital puntana. El hombre de hierro, de nervios de acero y de mirada fría nos saludó cordialmente con los rigores del protocolo vigente.

 

Miranda, quien nació el 26 de abril de 1952 en Villa Mercedes y tiene dos hermanos (Ramón Clemente y María Yolanda), es un poco reacio a hablar de su vida y de su histórico protagonismo en el conflicto del Atlántico Sur. Nos mostró su casa y el recinto donde tiene todos los recuerdos que atesora con pasión y patriotismo.

 

"No soy de hablar mucho sobre lo que pasó en 1982, pero es una buena oportunidad para refrescar mi memoria, aunque llevo todo en mi mente y en mi corazón", admite.

 

Después de observar y tener en nuestras manos buena parte de sus recuerdos, nos sentamos cómodamente en ese espacio lleno de respeto, tan personal, donde pareciera que el tiempo se detuvo en aquel complicado 1982.

 

 

 

"Fueron tres los hechos por los cuales fui condecorado en la base militar de Villa Reynolds con asiento en Villa Mercedes. Fueron hechos fortuitos que tuve la suerte de poder llevar a cabo con éxito. Podría haber sido cualquiera de mis camaradas, el destino quiso que fuera yo y así fue", recuerda.

 

Miranda nos observa, se cruza de piernas, frota sus manos y mirando vaya a saber dónde relata: "El 1º de mayo, una escuadrilla de aviones argentinos bombardeó por error un barco cargado que nada tenía que ver con el conflicto, dos bombas explotaron en el mar y la restante quedó encajada en la bodega de esa nave. Nosotros estábamos en la base de Río Grande cuando nos notificaron del hecho".

 

Dice que cuando estaba en su lugar de trabajo se acercó el teniente Rubén Galletti trayéndole un recado de su jefe, el comodoro  Carlos Enrique Corino, que pedía un hombre para enviar al golfo San Sebastián, a unos cuatro kilómetros del límite con Chile, para desarmar una bomba que, sin explotar, estaba alojada en las entrañas de la nave.

 

Miranda le dijo a Galletti que iría él porque era el jefe "y porque no era sencilla la cosa". El teniente le respondió que no, que debía elegir a otro, pero Miranda insistió. El teniente se alejó y volvió para decirle —por orden de Corino— que mandara a un soltero a desactivar la bomba. "Atrás venía el comodoro que me dijo: 'Va un soltero, usted tiene familia, ¿no está casado?'. Disculpe, pero es mi responsabilidad, le respondí. Y me dijo: 'Entonces decida usted, yo no se lo estoy ordenando, pero recuerde una cosa, esa bomba puede ser nuestra'", rememora Miranda.

 

 

 

El suboficial retirado dice que un helicóptero lo pasaría a buscar, por lo que mientras preparó sus herramientas en un pequeño maletín y quedó a la espera. Fue ahí —admite— cuando pensó en su familia, en su esposa y sus hijos: "Tomé una fotografía que siempre me acompañaba, besé las imágenes, le escribí unas frases en media carilla de una hoja y dos o tres renglones a mis hijos que eran unos niños y se la entregué a Miguel Rinaudo, un camarada amigo que vivía a media cuadra de mi casa en Tandil. El 'Gringo' se dio cuenta de que yo no estaba bien y me dio palabras de aliento: 'Dejate de romper las bolas que no te va a pasar nada', recuerdo que me dijo. Soy un convencido de que estas cosas mientras más rápido se hagan, mejor".

 

"Pasó la tarde y llegó la noche, el helicóptero nunca apareció. Sí llegó una camioneta doble cabina, con chofer y médico, todavía no sé para qué porque si la bomba explotaba no quedaban ni las uñas”, dice el veterano de guerra con un fino humor sarcástico.

 

“Partimos raudamente mientras me ofrecían tomar algo para calmar el intenso frío. Anduvimos un buen rato con el peligro que ello implica, éramos blanco fácil pese a la oscuridad. Llegamos a la orilla del mar donde había ambulancias y autobombas, mientras me confundían con un comando. Me subieron a un gomón con olas de más de dos metros de altura. Con una mano me sostenía de donde se pudiera, con la otra agarraba el maletín; la verdad, no se lo deseo a nadie”, recuerda Miranda.

 

Y sigue: "Nunca había desactivado una bomba que hubiera impactado en el blanco y no explotado. Amarramos a un remolcador y nos pusimos en contacto con el Formosa, que tenía 47 o 49 tripulantes. El capitán de ultramar, Juan Gregorio, se negó a la evacuación del barco y el capitán de Corbeta Juan Carlos Iannuzzo me comentó la situación y subí al Formosa. Sobre la plataforma se veía el paracaídas de la bomba".

 

La situación era por demás complicada: más de 50 vidas en peligro, temperatura varios grados bajo cero, mojados, de noche, con poca luz y una bomba de 250 kilos sin estallar. Miranda se pone tenso, sus manos giran una sobre otra, mira fijo y da la impresión que siente aquel momento, que revive con el alma aquella lejana y peligrosa jornada en el mar.

 

"Ambos me acompañaron hasta la puerta de la bodega, bajé solo por una pequeña escalera, hasta que la vi. De inmediato noté que la habían acuñado con bolsas y palos para que no se moviera", relata.

 

El hombre hizo una evaluación de todo. La cola de la bomba había perdido una chapa producto del impacto, en cubierta había restos del paracaídas que utilizó para frenar su caída. Se trataba de un artefacto de origen español, estaban los cárcamos de hierro cortados al ras (dos ganchos que sujetan la bomba al avión). La bomba golpeó en el vértice, rompió la espoleta, fragmentos se introdujeron en el mismo artefacto, otros quedaron sobre la cubierta.

 

La historia dirá que con total frialdad, nervios de acero y bañado de adrenalina un sudor corrió por su frente, miró las fotos de sus hijos, de su esposa y les pidió que lo ayudaran en el desarme. Tomó con firmeza el maletín, sacó sus herramientas y comenzó a analizar el panorama. Su experiencia como armero jugaba a su favor, pero la posición no era de las mejores. Estaba dentro de un barco y no había mucho para pensar.

 

 

Pensé en mi señora y en mis hijos, besé su fotografía y les escribí unas frases que se las entregue a un camarada". Pedro Prudencio Miranda, suboficial principal condecorado con la Cruz al Heroico Valor en Combate.

 

 

"La bomba estaba recostada, en su parte media mide 26 centímetros de espesor, en la parte baja, 13, y mucha longitud. Había que trabajar acostado boca abajo, con varios grados bajo cero. Me tiré al piso y con mucha dificultad, comencé. Un frío me recorría la espalda, de a poco fui utilizando destornilladores, alicates, pinzas, transpiraba, sudaba. Con una mano sostenía la linterna, con la otra trabajaba, de a poco fui sacando restos de la espoleta. Por momentos paraba, miraba las fotos de mis hijos y volvía, los minutos no pasaban nunca. Era interminable. Pensé que si explotaba no sufriría nada. Veía que los nervios me traicionaban y volvía a detenerme. Y así hasta que logré sacar el pedazo más grande de la espoleta y el fulminante. Ahí respiré aliviado, estaba bañado en transpiración, me sentía todo mojado. Sí, es verdad, tuve miedo, pero el miedo no me venció. Me volvió el alma al cuerpo, había pasado mucho tiempo, calculo que unos 50 minutos de máxima tensión, la bomba estaba desactivada", cuenta con detalles Miranda.

 

Desactivar la bomba posibilitó que el Formosa se hiciera a la mar. Miranda no sabía si podía informar de ese suceso, pero aconsejó que cuando estuvieran en Buenos Aires, solo personal de la Fuerza Aérea la bajara de su incómoda posición. "Con Gregorio e Iannuzzo volvimos a Río Grande, mi duda era si se podía decir que una bomba nuestra había impactado en una unidad naval de transporte argentino", reconoce.

 

El militar aclara que ellos nunca supieron que había barcos argentinos en la zona y que aviones argentinos, a más de 900 kilómetros por hora y haciendo vuelos rasantes, difícilmente pudieran identificar blancos. Los pilotos iban concentrados, enfocados en la mira telescópica. Pese a todo tuvieron muchísima suerte. No fueron cuatro bombas, fueron tres, el cuarto avión no alcanzó a tirar. Aclara que a esas bombas se las denomina "con explosión retardada" porque usan un pequeño paracaídas que le da lentitud al caer y evita que la onda expansiva alcance al avión que la arroja o al que viene atrás.

 

Su interés por ingresar a la Fuerza Aérea nació cuando estaba en la primaria, un día que fueron militares a visitar la escuela para reclutar interesados en la carrera. "Volví a mi casa loco de felicidad y les dije a mis padres que sería militar. Ramón, mi papá, quería que fuera perito mercantil aprovechando que el Colegio Nacional estaba a un par de cuadras de mi casa", contó.

 

Y agregó: "Vengo de un hogar muy humilde, donde siempre hubo que trabajar, eso hacía que el esfuerzo fuera el doble, mi padre es de Leandro Alem y mi madre de El Sauce (San Martín)".

 

Su primer destino fue la Base Área Material Río Cuarto, que no es una unidad de combate, pero sí el lugar por donde pasan la mayoría de las inspecciones de armamento del país. Allí Miranda estaba cómodo y se perfeccionó en su especialidad. En septiembre del '70 volvió a Villa Reynolds. "Quería trabajar con los aviones, no reniego de lo que aprendí pero prefería los aviones. Era como volver a mi casa, fue espectacular, siempre fui muy agradecido del personal civil de la base y de un suboficial mayor, fueron los que me formaron”, recuerda.

 

“Los soldados hacían el servicio militar a los 20, pero yo a los 17 era cabo. Estuve ahí hasta el '78. Ya sonaba muy fuerte el inminente conflicto con Chile. Entonces, Argentina compró unos Mirage M5 Dagger, de origen francés, que se armaban en Israel".

 

"La Fuerza Aérea decidió enviar personal a ese país para especializarse en armamento, circuitos eléctricos, mecánica y comunicaciones. Como electricista estaba el cabo primero Miguel Rinaudo, de mucha experiencia por haber estado en la base de Moreno en Buenos Aires. Se necesitaban armeros y pidieron uno a Mendoza, otro a Paraná y otro a Villa Reynolds", cuenta.

 

Miranda tiene 69 años y recuerda que cuando surgió el viaje a Israel no lo dudó, fue a un teléfono público en la terminal de ómnibus —vivían en el barrio Colón— y confirmó que sí. "Ya estaba casado y tenía dos hijos", reconoce.

 

"Partimos a Israel el 10 de septiembre del '78, los cursos fueron en castellano, menos el de armamento. El teniente Guillermo Posadas —quien hoy vive en Polonia— nos traducía, había que aprender todo del avión, motorización, electricidad, armamento hidráulico, radio y comunicaciones, éramos un grupo de más de 30 personas, tres oficiales técnicos, el jefe, dos tenientes (Posadas y Mamana) y 6 armeros. Allá se me daba vuelta la cabeza, porque en noviembre había nacido mi hija y yo no la conocía". (Continuará).

 

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