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Pedro Prudencio Miranda, un hombre heroico

Desarmó 4 bombas MK82 en tiempo récord y, mientras cambiaban la espoleta de una bomba en un C-418, solucionó una falla técnica.

Por Johnny Díaz
| 20 de junio de 2021
Pedro Miranda exhibe la medalla al Valor Heroico en Combate que le entregó la Nación. Foto: Marianela Sánchez/gentileza.

Don Pedro Prudencio Miranda encontró de muy niño su pasión por los aviones. Nació en un hecho fortuito que lo marcó para siempre, ya que hoy es uno de los pocos militares argentinos que lleva en su pecho la Cruz al Heroico Valor en Combate, que entrega la Nación a sus héroes.

 

El domingo pasado, en la primera parte de su historia, hicimos referencia al primero de los tres sucesos en los que fue protagonista y acapararon la atención mundial. Hoy el militar cuenta cómo fueron los otros dos acontecimientos.

 

 

"El 23 de mayo de 1982, de la base de Río Grande había salido en misión una escuadrilla de cuatro aviones Dagger. A su regreso, uno de ellos, piloteado por el capitán de corbeta Carlos Miguel Zubizarreta, tuvo un problema cuando intentaba aterrizar, ya que se le reventó una cubierta. El piloto accionó el portabombas y se eyectó, con tan mala suerte que minutos después perdió la vida. Las bombas quedaron esparcidas en un radio de 30 metros", cuenta Pedro.

 

Miranda estaba en su taller de armamento, hasta ahí llegó el cabo Samuel Charra para contarle sobre el accidente. Minutos después, el teniente Galletti le informó que el capitán Robles, director de vuelos, pedía por su presencia.

 

“Mientras él desarmaba las fichas eléctricas de los cañones, señala que el avión portaba cuatro bombas de 250 kilos cada una y que en diez minutos llegarían cuatro aviones con poco combustible, con el agravante de que ellos no autorizaban su aterrizaje si las bombas estaban en la pista. Había que desarmarlas”, recuerda como si fuera ayer la gesta de Malvinas.

 

 

 

Según Miranda, en ese tiempo había mucha tirantez entre las fuerzas y eran marcadas las diferencias. "El capitán me dijo, 'vos decidís qué hacer'. Era mucho riesgo, con peligro inminente, el tiempo jugaba en contra nuestro. Pero tomé la decisión, eran cuatro vidas que se podían extinguir y la fuerza perdería cuatro aviones. Recuerdo que le dije 'que vengan, yo las desarmo'". Esos aviones llevaban las MK82 de origen estadounidense. No estaban golpeadas, solo sucias con barro y tierra. Fríamente comenzó con el desarme, extrajo el alambre que llevan como seguro y que sirve para terminar de armar la bomba en vuelo cuando el avión la lanza. Así quedan listas para explotar.

 

"Lentamente, con paciencia y con precisión milimétrica, fui desenroscando las espoletas y arrojándolas a unos 30 metros del lugar. Veía que todo el personal militar miraba de lejos, cuando de repente observo que una persona al trote se acerca al lugar del siniestro: era Carlos Guardia, un armero que venía a colaborar. 'No es justo que te juegues la vida por nosotros, nos estás ayudando una barbaridad'", le dijo. Juntos sacaron las restantes mientras los aviones pedían pista para aterrizar. "Fue tremendo. Contarlo es fácil, han pasado los años, el recuerdo es imborrable”, asegura.

 

Por ese hecho, suboficiales de la Armada le entregaron en plena guerra el pin de un exocet que le habían arrojado al portaaviones Invencible, el 31 de marzo de hace 39 años. "Fue el reconocimiento más sincero que recibí, me lo entregaron mis camaradas por haber desarmado las bombas del avión de Zubizarreta”, dice orgulloso Miranda.

 

Con precisión y muy buena memoria, va recordando hechos pocas veces contados. “El 13 de junio, el último día de combate, recibimos una orden fragmentaria a cumplir (orden de combate): tenían que despegar cuatro aviones y atacar a tropas que iban avanzando sobre Puerto Argentino. Pero hubo que cambiarles las espoletas Capa Tres por unas denominadas Capa E (eléctrica), que no tienen forma de ser reguladas, se lanzan directamente y demoran en explotar dos segundos y seis décimas”, narra con asombrosa precisión.

 

“Yo estaba trabajando en el Dagger Charles 418, había cambiado la espoleta de la bomba de atrás, cuando estoy haciendo lo mismo con la segunda, el seguro de la espoleta se me engancha y salta la chaveta, lo único que escuché fue un ruido, pegué un grito increíble y desesperante", sostiene y sentencia: "Creo que Dios nunca estuvo tan cerca mío como en ese momento". Su relato sigue: "Me quedé abajo del ala, le pego un pequeño golpe y empieza a desenroscarse, tiro para atrás y se quiebra, el explosivo queda adentro y la espoleta ardiendo, roza la bomba por la parte de afuera, la arrojo y pega en la punta del ala, no sé de dónde saqué fuerzas, pero volví sobre mis pasos para tirarla lo más lejos posible". Si pasaban décimas de segundos más, la base de Río Grande se hubiera convertido en un verdadero desastre militar, en una tragedia porque a escasos metros estaban los aviones a punto de partir, la planta de combustible aéreo, un polvorín de campaña con más de 600 bombas en línea recta el aeropuerto, más aviones y la torre de control, donde estaban los pilotos.

 

“Los que estaban a mi lado y vivieron de cerca esa situación fueron el capitán Roberto Jannet, hoy brigadier retirado, y el cabo principal Horacio Geuna, de Río Cuarto, que se retiró con el cargo de suboficial mayor", puntualiza.

 

"No tuve miedo —aclara de inmediato—. Estúpido hubiera sido si no actuaba. Y hoy digo que si lo vuelvo a intentar, no sé si sale igual. Fallar hubiera sido la mayor tragedia terrestre, una verdadera catástrofe, no tengo la menor duda”.

 

Antes de que finalizara el conflicto del Atlántico Sur, Miranda voló a la base de Tandil. Habían llegado aviones de Perú con destino a la base de Río Grande. “Los militares peruanos nos tenían que enseñar a colocar los misiles que en ese momento el país no tenía. Regreso el 12 y estoy hasta el 18, ya no había tiempo para nada”, añade con tristeza.

 

 

 

“El 19 de junio en la base de Río Grande estaba lista la primera tanda para volar a nuestros destinos. Ese día el comodoro Carlos Enrique Colino me dijo 'usted no va, está designado para izar la bandera mañana 20'. Le dije 'yo me voy, no tengo más nada que hacer acá'", rememora mientras enjuaga unas caprichosas lágrimas y agrega: “Me sentía muy mal por todo lo que habíamos perdido, me sentí defraudado, yo hice todo lo que estaba a mi alcance, quizá me tragué eso de que íbamos ganando, no lo sé. Desde los doce años tenía la ilusión de integrar la Fuerza Aérea, nunca pensé que nos tocaría entrar en guerra, menos para recuperar las Islas Malvinas y encima que perdiéramos, todo es muy difícil de asimilar”, sostiene entre sollozos.

 

“Subí al avión y despegamos a Tandil, para mí había terminado todo. Sentí una gran defraudación. Recién comencé a hablar de Malvinas en 2003, nunca lo hice con nadie como lo cuento ahora, menos con mi madre que ya falleció, ni con mis hijos que ya son grandes. Ellos se enteraban por lo que leían o les contaban. Nunca escucharon de mi boca todo lo que estoy diciendo. Por un lado, porque sentía que habíamos defraudado. Por el otro, porque sería un estúpido en negar que hubo miedo antes y después de los hechos, todo puede ocurrir en milésimas de segundo, no hay tiempo ni para pensar. El miedo vino después, ahí pensás lo cerca que estuvo de morir tanta gente. Reitero, mis hijos conocen de mi actividad por lo que han leído, jamás lo dije antes”, admite con firmeza.

 

El Ejército y la Armada ya habían condecorado a sus hombres. La Fuerza Aérea se demoró unos años, recién lo hizo entre 1993 y 1994. "Recuerdo que el jefe del grupo técnico, el vicecomodoro Hernán Alberto Daguerre, me llamó a su oficina para mostrarme la nueva ley donde estaba mi condecoración, la Cruz de la Nación Argentina al Heroico Valor en Combate", señala. El acto se hizo en la brigada y asistió la mayoría de su familia, menos su padre que ya había fallecido. A Daguerre, al jefe de la Vª Brigada de Villa Reynolds, comodoro Justo Gustavo Alberto Piuma, y dos suboficiales auxiliares, Roberto Osvaldo Alonso y Héctor Raúl Guerra, les entregaron la medalla Al Valor en Combate.

 

 

 

En medio de la nota, Pedro Prudencio le rindió homenaje a otro hombre de San Luis, Carlos Omar Ortiz, nacido en Santa Rosa del Conlara, que obtuvo la misma condecoración que él recibió . "Era enfermero, un verdadero valiente, se jugaba la vida en cada salida, se lo recuerda porque cuando arreciaba el bombardeo, él salía a buscar heridos. En una oportunidad, un capitán estaba malherido en las trincheras y con la columna destrozada, Ortiz lo cubrió con su cuerpo cuando caían las bombas. Fue un verdadero valiente que se jubiló como suboficial mayor, falleció hace un par de años en la Villa de Merlo".

 

Al regresar del conflicto bélico, llegó a Villa Mercedes casi de noche. "No nos esperaba nadie, me fui a mi casa, abracé a mi familia y traté de hacer las cosas lo más simple posible. Nosotros no somos un país guerrero. Debemos esperar y recuperar las islas a través del diálogo y que intervengan las Naciones Unidas para tener un voto y que se diga que las Malvinas son argentinas”, considera.

 

Miranda se jubiló como suboficial principal porque en la fuerza empezaron a modificar el sistema de ascensos, no le computaron los años en la Escuela de Aprendices y tampoco cuando estuvo en Buenos Aires. Según ellos, había que ascender por año de servicio militar simple. “Si durante 30 años fui el más antiguo, al final de mi carrera no correspondía que recibiera órdenes de quien yo había tenido bajo mi mando. Eso no se ve en las Fuerzas Armadas que son verticalistas ciento por ciento. Si los integrantes de una misma promoción tienen el mismo promedio de egreso, el más antiguo es quien nació primero. La carrera militar es verticalista, en ese sentido han hecho desastres”, cuestiona.

 

 

 

La historia dirá que el puntano se recibió a los 15 años de Mecánico de Mantenimiento de Aviones con la especialidad de Mecánico de Armamento.

 

Un año después se inscribió en el Centro de Instrucción Profesional para Aeronáutica, hoy Instituto Formación Ezeiza, donde cursó la carrera militar hasta fines de 1968, cuando egresó como cabo.

 

A Tandil fue como cabo principal. Al poco tiempo lo ascendieron a suboficial auxiliar y quedó a cargo del taller de armamento. Tenía dos jefes, uno de ellos nativo de San Luis, Waldo Quiroga, que se quedó a vivir en esa localidad bonaerense.

 

“El primero de abril de 1982 estaba a cargo de la patrulla cuando escucho por radio Colonia de Uruguay que estábamos por recuperar las Malvinas, no lo podía creer, para mí era casi imposible, se me puso la piel de gallina por la euforia que sentí. Al día siguiente me llamó la atención que aterrizaran unos Pucará para cargar combustible, volaban de Reconquista a Comodoro Rivadavia, pero debieron pernoctar en la base por una falla técnica. Comenzaba un movimiento inusual para todos, que desembocaría en la guerra", cuenta con una memoria prodigiosa.

 

“Como todos los días, se hizo la reunión de operaciones con jefes de unidad y jefes de grupo, preparé los listados de la gente y los aviones para salir en caso de urgencia. Todavía no teníamos destino, había que esperar órdenes”, rememora y sigue: “Hablo con el suboficial superior inspector Waldo Quiroga y le pregunto si quería estar al frente de un grupo. Quiroga me respondió que sí en el acto. Le di el uno por respeto, yo quedé en el dos. Así fue como se armaron los grupos técnicos”.

 

“No me gusta contarlo, no me gusta hablar de lo personal, pero los grupos se eligen por afinidad, experiencia y antigüedad. Otro mercedino, el cabo principal Roberto Vargas, amigo y con mucha experiencia, se sumó al grupo; y el cabo principal Ricardo Oliva fue al grupo uno”. Así comenzó todo.

 

 

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