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"Aprendimos a no cumplir horario y ser polifuncionales"

Por redacción
| 12 de junio de 2016
Un gran trampolín. Héctor Antonio Pérez disfrutó de su trabajo como linotipista. Del diario saltó a trabajar muchos años en Córdoba.

Al igual que cientos de puntanos, todas las mañanas Antonio Pérez compra El Diario de la República y, entre mate y mate, repasa las últimas noticias de la provincia, el país y el mundo. Pero a diferencia de otros lectores, cuando Antonio transita las páginas, desanda un poco de su propia historia. Es que el hombre de 69 años es sobrino de Hernando Mario Pérez, el fundador de este medio, y se convirtió en uno de los mejores linotipistas de su época.

 


Aunque la primera edición salió a la venta el 2 de mayo de 1966, las tratativas para crear un periódico nuevo comenzaron varios meses antes. A fines de 1965, cuando Antonio era apenas un joven de 18 años y había decidido abandonar sus estudios, sus padres le exigieron que buscara un empleo en el canal de televisión o en el diario que se estaba gestando.

 


“En ese momento no conocía nada de diarios. En San Luis sólo se publicaba el Boletín Oficial y La Opinión, pero uno ni se imaginaba ir a trabajar a un diario. Mis padres me dijeron que fuera a ver si me gustaba”, contó.

 


Los Pérez eran una familia que estaba fuertemente involucrada en el universo de los medios.

 


Rubén Isaías, el padre de Antonio, era periodista y hermano de Mario que en ese entonces ya había inaugurado el primer canal televisivo de San Luis y había puesto en marcha el proyecto de crear la gráfica. “Vinieron muchos profesionales de afuera a armarlo. Venían de Buenos Aires, Santa Fe y otras provincias. De San Luis ingresamos tres nada más. Yo, Carlos Raddi, que después fue linotipista, y Juan Garro, que después fue maquinista. Nosotros empezamos yendo a mirar, ayudando y aprendiendo porque realmente no sabíamos nada”, recordó.

 


El primer jefe de taller, Mario García, quien provenía de Clarín, fue el que le asignó un rol al joven que deambulaba entre las maquinarias y las oficinas de redacción. “Era un hombre que sabía mucho. Me puso a su lado y me enseñó a usar una máquina Ludlow para hacer la tipografía de los títulos del diario”, detalló.

 


Sin embargo, Antonio prefirió dedicarse a jugar al básquet y al poco tiempo de haber comenzado su labor en el taller, viajó a Río Negro para jugar en el club Tiro Federal. Unos meses después regresó porque extrañaba su provincia, su hogar y su trabajo en el diario. Así fue que regresó y aprendió, sin ningún maestro, el difícil oficio de linotipista.

 


El linotipo es una máquina inventada en el siglo XIX que logró mecanizar la impresión de los textos, a través de moldes de letras que permitían crear las oraciones al fundir barras de plomo a 300 grados de temperatura. El dispositivo contaba con un teclado “que tenía como 90 teclas. Ahí teníamos que copiar las notas que nos llevaban los periodistas todos los días”, dijo con seguridad.

 


 De esa manera, las teclas grababan sobre el bloque metálico el texto invertido en relieve que luego se entintaba y se trasladaba al papel.

 


“Era una actividad muy difícil y muy insalubre porque trabajábamos con plomo, la tinta, la luz. Teníamos el crisol muy cerquita, todo el trabajo era en caliente y al plomo no lo podías agarrar, si no estabas acostumbrado, porque te quemaba las manos. Pero era lindo y el que era más rápido y menos errores tenía, se destacaba”, relató Pérez y con cierto orgullo aseguró que fue uno los primeros puntanos que aprendió la labor y que llegó a sobresalir entre sus pares.

 


Tan bien le fue en su oficio, que luego fue llamado por medios gráficos de otras provincias para ocuparse de los linotipos. “Me vinieron a buscar de Neuquén y trabajé en el Diario Sur Argentino, después me llevaron a Córdoba. Trabajé muchos años en La Voz del Interior, el Córdoba y Los Principios".

 


En Córdoba, les enseñaban a usar la linotipo a los presos como una salida laboral para que se reinserten. "Cuando trabajé ahí, fui compañero de muchos que habían estado en la cárcel por cometer delitos. Nosotros acá fuimos autodidactas, aprendimos mirando y con ganas”, sostuvo.

 


Es que en los inicios del diario sanluiseño, un gran número de técnicos llegaron para poner en funcionamiento el emprendimiento. “Al principio había mucho dinero y todos querían venir".

 


"Después vinieron tiempos muy duros. Había momentos que nos pagaban por día con la recaudación, tuvimos que pelearla mucho. Fueron años complicados, pero se aguantaba todo porque habíamos crecido con el diario y lo queríamos mucho. A mí me sirvió de mucho en la vida”, recordó.

 


De ese modo, los empleados tuvimos que aprender a ser polifuncionales y a hacer todos, un poco de cada cosa. "Muchas veces yo llevaba los ejemplares a la terminal para mandarlos a todos los pueblos. Si se atrasaba, me quedaba hasta el último".

 


"Mi papá, que fue jefe de redacción, se iba a las cinco o seis de la mañana y al otro día a las diez volvía porque había que escribir las notas. Se la pasaba adentro porque le gustaba. Es que era un clima muy familiar, siempre buscábamos algo para comer y cenábamos ahí, era muy lindo”, expresó. 

 


Después de cerca de diez años de formar parte de la empresa, Antonio fue tomando otros rumbos, siempre relacionados con las artes gráficas, hasta que en 1978 se mudó a Villa Mercedes con su esposa Teresita, con quien tuvo tres hijas. Trabajó en la Caja Social durante mucho tiempo hasta que el año pasado se jubiló. Desde hace mucho tiempo, es presidente del Club Recreativo Raúl B. Díaz, donde pasa todas sus tardes y mantiene vivas sus ganas de hacer.

 


Cincuenta años después de sus primeras visitas al salón donde arrancó el sueño de don Mario, Antonio sigue siendo un fiel lector de El Diario de la República, el periódico al que dedicó muchas horas de sus días, y sus mejores años.

 



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