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Por las calles de la Nada

Cooltura recorrió las calles de la infancia del cantante de los Abuelos de la Nada. Su casa, su baldío y su club en la mirada actual de los vecinos.

Por Mariano Medina
| 26 de marzo de 2018

Un pibe de unos cinco años corretea detrás de la pelota ante la atenta mirada de su madre en la plaza ubicada en Gervasio Méndez e Hipólito Yrigoyen, en la localidad bonaerense de Munro. Hace sesenta años ese lugar era un baldío que frecuentaban los chicos para hacer disparates. Uno de ellos era un flaquito revoltoso y ruludo, que con su irreverente personalidad se metió a los vecinos en el bolsillo: Miguel Ángel Peralta, conocido como Miguel Abuelo, fue un personaje del partido de Vicente López.

 

Casi nadie del barrio, y de la localidad, sabe que este singular artista vivió en la zona. Abuelo nació en el hospital Tornú, de Villa Ortúzar el 21 de marzo de 1946, pero forjó su rebeldía en las calles de Munro, en el club Colegiales, en los siete colegios de los que fue expulsado. Su madre Virginia se enfermó de tuberculosis cuando nació el pequeño, que fue trasladado al reformatorio Roca. Pero a los siete volvió con ella y su hermana Norma a la casa de Italia 4406, a apenas dos cuadras de ese lugar.

 

 

Miguel fue un cantante bailarín, un paladín de la libertad, poeta, trovador, actor, buen compañero y egoísta. Fue muchas cosas y nada a la vez. Su inicio artístico fue un día de 1956 ante la cotidianeidad de los vecinos. Este chico y sus amigos invitaron a todos los de la zona al terreno de Gervasio Méndez e Hipólito Yrigoyen. Todos quedaron sorprendidos ante el circo preparado con arpilleras y cajones de frutas, ordenados a modo de butacas. Su madre y hermana, con risa, se asombraron de esa fiesta.

 

El primer turno del espectáculo fue para Miguel y un perro del barrio que el pequeño intentó hacer cruzar en un aro de fuego. El can, asustado, se resistió. Tomó coraje y lo intentó, pero se asustó ante el estruendoso aplauso del público y aprovechó la confusión para huir. Terminó sentado y dando la patita ante la carcajada de la gente.

 

Luego “El Calabrés” masticó hojas de afeitar y Miguel caminó con las palmas de su mano. Su compinche, mayor en edad, tomó un buche de querosén mientras Miguel lo esperaba con una antorcha en su mano. El trago fue largo y el soplido salió sin fuerza. El acto final concluyó con las arpilleras prendidas fuegos y un caos generalizado. Se hizo famoso, pasó a ser el chico más querido y más odiados por todos.

 

Hizo de todo para ganarse unos pesos: vendió sandías en La Lucila, Olivos y Munro. Virginia le cortó “el negocio” y lo obligó a estudiar, algo que nunca concluyó. Ya de mayor asistió como oyente a las clases de la Facultad de Filosofía y Letras, que le dio más herramientas a sus poesías.

 

Años más tarde, ese terreno vacío que sirvió de musa para el chico fue conocido en el barrio como “La Parola”, porque esas tres manzanas que lo componían, pertenecían a esa persona, conocida misteriosamente con ese nombre. Luego de fallecer la propietaria se convirtió en un lugar para todos los ciudadanos, que estaba lleno de sapos, mugre y pibes que querían jugar como Diego Maradona. Los mismos futbolistas amateurs debían cortar el pasto para encantarse con la pelota. A veces, la Municipalidad de Vicente López se encargaba de cortar los yuyos. Es enorme, tres veces más grande que la plaza Pringles de la ciudad de San Luis.

 

La laguna que se formaba por el desnivel ahora es un parque de paseo para los chicos, que está repleto de banquitos para que los abuelos puedan observar las pioladas de los pibes.

 

También era el lugar de la chatarrera, cerrado con custodia, donde se guardaban los autos que secuestraba la policía y los que levantaba la grúa por la calle. Hace 20 años fue trasladada hacia otro sector del partido bonaerense.

 

Detrás de esa zona, la presidencia de Mauricio Macri creó un “pozo” de descarga para las lluvias torrenciales. El paseo propone cuidadas veredas, luminarias y bancos, que tienen la función de recibir el agua cuando las tormentas amenazan a Vicente López. La solución surgió tras un inundamiento tres años atrás.

 

Ya no quedan rastros del baldío. La cancha de los pibes se traslado al edificio del club Sociedad de Fomento José Hernández. Tobogán, subibajas y otros juegos adornan una prolija plaza enrejada donde los adolescentes y las madres con nenes pequeños van a pasar las tardes en los días calurosos. A partir de 1985 comenzó a perderse los rastros de una quinta que ofrecía árboles frutales a los traviesos niños.

 

 


 

Un adolescente Miguel Abuelo despuntaba su exaltante juventud con los guantes de boxeo, ya que andaba “bastante violento”. Practicaba el deporte primero en el club Santa Paula de Florida y luego en el Club Colegiales, que ahora milita en la Primera B Metropolitana, y que estaba a tres cuadras de su casa. Ya era un veinteañero hasta que colgó los guantes definitivamente.

 

“Con mi madre estábamos muy disgustadas porque se iba con uno de esos boxeadores de barrio, medio borrachos, que le insistían que peleara. Por suerte le duró poco porque una vez fue a pelear a un lugar y le dieron una paliza tremenda y de ahí no volvió más al club”, recordó su hermana hace unos años en una entrevista. “La Ñata” era el terror de los chicos. La esposa del encargado del buffet de Colegiales les robaba la pelota cuando de la plaza caía en su casa. Las escondía. Pícara, jamás las pinchó porque sabía que esos balones pertenecían al club. Los nenes esperaban a que las pelotas sobrepasen las tribunas de la cancha y se las llevaban como trofeos, hasta que la heladera del barrio las regresaba.

 

La vivienda, ubicada en Italia Gervasio Méndez y pintada de un prolijo gris, está en venta. En el barrio que limita con Florida Oeste hay silencio estampa, pero es evidente que su último dueño la abandonó.

 

A cinco casas de esa esquina, estaba el famoso bicicletero del barrio, don Quintino, quizás el personaje más importante para los chicos. “Ahora no hay ninguna zona tranquila en Buenos Aires, pero en los ochenta esto era un paraíso. En el verano nos pasábamos hasta las doce de la noche jugando en la calle, ya sea en la plaza, haciendo partidos o dando vueltas en bicicleta”, recordó Fernando Arrieta, un vecino de 42 años y que se crio a metros de la casa de Miguel Abuelo, aunque nunca supo de esa historia.

 

Los cines Astral y Regina, y la heladería Sorrento eran los placeres de los jóvenes en el centro de Munro, en la avenida Mitre, famosa en la época por ofrecer ropa de marca de segunda selección y a precios imbatibles.

 

La noticia de su enfermedad no circuló en los medios porque estaban ocupados de otros escándalos como la muerte de Alberto “El Negro” Olmedo y el caso Monzón. En enero ya tenía 41° grados de fiebre y comenzaron a aparecerle manchas en el cuerpo, él minimizaba todo y el Decadrón no surtía efecto.

 

Portador de HIV, aunque nunca lo supo, el destino quiso que muriese a quince cuadras de donde vivió sus primeras rebeldías, a las 15:39 del 26 de marzo de 1988. Fue en la Clínica Independencia de Munro. Tenía 42 años. Allí quedó el himno de su corazón.

 

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