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La exploradora del Valle

Fue investigadora autodidacta y pionera. Trajinó el noreste de la provincia en busca de huellas del hombre primitivo, del folclore y de las aves.

Por Gustavo Luna
| 12 de abril de 2018

Dora Ochoa era una muchacha de espíritu inquieto, que no se saciaba con lo que había aprendido en el magisterio en Villa Mercedes. Los interrogantes, los dichos y las creencias de los chicos a los que enseñaba en las escuelas rurales del Valle del Conlara, y las leyendas y canciones populares que los padres de esos niños repetían no hicieron más que profundizar las preguntas que ella ya traía. Sobre las aves que poblaban de cantos sus mañanas en Concarán; y sobre los rastros que la región conservaba de los antepasados, ya fuera en forma de pinturas rupestres en las sierras, o de refranes, cantos y leyendas que aún sonaban en el habla de los pueblos del noreste.

 

Ella tenía muchas preguntas y encontraba pocas respuestas. Escarbaba en los libros que podía conseguir en su Concarán natal, hace casi cien años, cuando la descomunal biblioteca virtual de la internet, con acceso remoto, era como un sueño loco que ni mentes como la de Julio Verne habían preconcebido.

 

La escasa bibliografía que llegaba a su pueblo no registraba a su valle. No había en esas páginas una descripción de los pájaros autóctonos de la región, una reseña del folclore nativo de esas tierras, ni referencias sobre los rastros que el hombre primitivo había dejado en las sierras. Estaba casi todo por hacer. Y Dora se propuso encarar la tarea. Fue pionera.

 

Las aves, los rastros de los antepasados y el folclore de la región son los tres grandes ejes en los que vertebró su obra de investigadora en gran medida autodidacta, la que justificó que hoy se la valore como una de las mujeres valiosas que contribuyeron al acervo cultural de San Luis. En 1991, poco antes de morir, el gobierno provincial la honró con el título de “Tesoro viviente de la cultura sanluiseña”. Murió el 11 de julio de ese año.

 

Publicó “Folklore del Valle de Concarán” (1966), premiado con una distinción del Fondo Nacional de las Artes, “Cantares históricos de la tradición puntana” (1970), “Catilandia, Cuentos para niños” (1975), “Villancicos en la voz de la tierra” (1979), “Animalitos del Señor” (1982), “Contribución al estudio de las aves de San Luis”, “Contribución al estudio del arte rupestre de las Sierras Centrales de San Luis” (1980).

 

Había nacido el 2 de febrero de 1908, en ese Concarán del que nunca emigró, pese a que salió de la provincia y del país para exponer sus conocimientos en congresos y cualquier otro encuentro afín, en los que llamó la atención de científicos de todo el continente con sus aportes. Y entabló con ellos un sostenido intercambio de información y conocimientos.

 

El 2 de febrero pasado, al cumplirse ciento diez años del día en que sus ojos inquietos se abrieron a este mundo, ávidos de conocer todo aquello que veía y escuchaba en el Valle, fue homenajeada en la ciudad de San Luis, en el museo provincial de Historia, Bellas Artes y Ciencias Naturales que tiene su nombre, “Dora Ochoa de Masramón”. Con el aditamento de ese apellido se la conoce desde el día que unió su destino al de Enrique Masramón, un farmacéutico que vino de Villa Valeria, Córdoba, en busca de un lugar donde instalar una botica y lo encontró al mismo tiempo que a los ojos de esa morocha menuda, maestra de primaria y profesora de piano.

 

“Junto al árbol de los buenos frutos”

 

Tener dos títulos docentes no le bastó a Dora. Quería conocer más y comprendió que debía volverse investigadora, a pulmón. “Quiso saber, y supo. No se conformó con el tornadizo pregón de la veleta ni deambuló tras el embelequero llamado de la arena volandera. Aprendió junto al árbol de los buenos frutos y apartó su pie y su corazón del fatuo resplandor, de la mentira encumbrada y pulida”, escribió sobre ella el historiador Urbano J. Núñez, al prologar “Catilandia”.

 

“La señora Dora no me contó cómo le nació la inquietud, pero era muy observadora, una mujer extremadamente inteligente que tendría que haber ido a la universidad, pero, por esas cosas de la época en que nació, no pudo hacerlo”, afirma su nuera, Felisa Martínez. “En aquellos años –prosigue– don Pascual, su padre, le dijo ‘maestra normal y hasta acá llegamos’ y se puso a trabajar de maestra, pero era una mente brillante”. El único hermano de Dora, Prudencio, se dedicó a la administración del campo.

 

Felisa no puede aseverar que Dora se haya atrevido a decirle a su padre que quería irse fuera de la provincia, a estudiar Ciencias. Mas presume que si llegó a hacerlo, no le cabía abrigar esperanzas de que la autorizara: “En aquellos años no se discutía mucho la autoridad del padre ¡cómo la iba a dejar ir a estudiar, una señorita sola en la universidad!, en otra provincia, porque en San Luis no había”, dice.

 

Los costos materiales no hubieran sido un problema. Pascual Ochoa tenía campos y una flota de carretas tiradas por caballos que iban de Concarán a Río Cuarto por la costa de los Comechingones, como transporte de mercancías.

 

Dora “se las arregló para estudiar por sí misma”. Y al mismo tiempo, para trabajar de maestra, esposa y madre. Tuvo dos hijos, Roberto –esposo de Felisa Martínez–, que fue oficial de Justicia en Concarán, y Enrique, periodista en San Luis.

 

Enrique, el marido farmacéutico, no participaba en las investigaciones de su esposa, “simplemente la admiraba y la respetaba”, recuerda la nuera. “En la galería de su casa, mi abuela tenía una mesita y una máquina de escribir y pasaba horas escribiendo”, recuerda Gabriel Masramón, el hijo de Roberto y Felisa que hoy vive en esa casona, a la que la familia llama “la quinta”.

 

La calle donde Dora y Enrique levantaron el hogar familiar se llamaba Roque Sáenz Peña. Desde 1996, por iniciativa de la fundación Pircas, tiene el nombre de ella.

 

“Todo lo que era su mundo estaba en la quinta, tenía, tiene piezas de arqueología, muchos morteros, ahí embalsamaba sus aves, tenía sus trabajos, se refugiaba mucho allí. Y en la farmacia de su esposo tenía su escritorio con sus trabajos”, recuerda Felisa.

 

Se instalaba en el escritorio para volcar en documentos el fruto de lo que había encontrado en sus exploraciones, a la luz de lo que aprendía de la lectura de libros y consultas e intercambio con otros científicos.

 

La guía de lujo que tuvo Consens

 

A pie o a lomo de mula. Guiada por baquianos o sola. Dora trajinó el valle y las sierras en busca de rastros. “Todo lo que se hace con amor no es sacrificio”, señala su nuera.

 

Felisa y Gabriel coinciden en que la motivación de la investigadora era tanto la devoción por el conocimiento como por la región a la que pertenecía. “Tenía un amor profundo por la tierra y a fin de cuentas, en la época en que empezó con sus investigaciones, no era fácil, más estando acá en un pueblo con la bibliografía con que contaría, cuando los libros decían que acá había indios con flechitas, nada más. Entonces, dado ese contexto, imagínese, una persona autodidacta, muy inteligente, la cantidad de preguntas sin responder que tendría. Era un espíritu inquieto, transgresor para la época, porque son cosas que una mujer no haría en ese entonces, como ir a lomo de mula a las pinturas rupestres, por caminos de tierra, guiada por baquianos, sola”, resume el nieto.

 

Dora “quería saber quiénes habían estado en estas tierras, cómo eran, qué testimonios dejaron”, recuerda Gabriel, que ostenta un privilegio: en 1979, con 12 años, acompañó a su abuela cuando guió al arqueólogo Mario Consens hacia los aleros en los que ella había descubierto pinturas rupestres, para que el eximio científico uruguayo las relevara. La investigación quedó condensada en los dos tomos de “San Luis, el arte rupestre de sus sierras”, el trabajo sistemático más completo realizado hasta hoy sobre las manifestaciones del hombre primitivo en la provincia.

 

“En los años 60 mi abuela fue a exponer en Perú ¿qué referencias había de las pinturas rupestres en San Luis? Hasta entonces, lo único que se conocía era la investigación de (el antropólogo bonaerense, Alberto) Rex González, en Inti Huasi, y nada más. Ella, con su relevamiento, mostró que aparte de la gruta había pinturas en todo el noreste”, dice Gabriel.

 

Un largavista, una cámara fotográfica Firstflex 35 milímetros, un rifle calibre 12. De ese equipamiento se valía la estudiosa de Concarán para identificar y catalogar los pájaros de la región. Gabriel dice que “aprendió a embalsamar por correo”. Y hoy, muchas de las aves en las que ella aplicó la taxidermia están exhibidas en el museo de su nombre, en San Luis.

 

Publicaba artículos en diarios y revistas, fue socia vitalicia de la Asociación Ornitológica del Plata y se carteaba con el reconocido ornitólogo “Tito” Narosky, que incluyó en sus publicaciones los aportes de Dora, como el avistamiento en tierras puntanas del pato canadiense “anas discors”.

 

De modales delicados, reservada, Dora infundía respeto a su familia, pero no era estirada. “Siempre tengo presente en mi memoria que mi abuela jugaba con nosotros; recuerdo que saltábamos la cuerda en el patio con mamá y mi abuela, ya con casi 70 años, vino a saltar con nosotros”, evocó su nieta Malena, hija de Enrique, en el homenaje del 2 de febrero pasado.

 

La folclorista “Cholita” Carreras de Migliozi la definió como “una mujer de apariencia frágil, muy pequeña, que anduvo por los cerros, por los valles, por los ríos, buscando pictografías, fotografiando”.

 

Felisa, la nuera, cuenta que Dora “tenía un carácter lindo, agradable. Era gentil, absolutamente educada”.  “Era alegre, pero a la vez calladita”, de poco hablar. “Pienso que era así porque estaba tan inmersa en ese mundo de creación y de investigación”, dice.

 

 

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