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El hombre que pagó el precio por la verdad y la ciencia

El científico italiano adscribió a la tesis de Copérnico de que la tierra no era el centro del universo. Por eso, la iglesia católica lo condenó por herejía. Murió en 1642 y recién en 1992 el Papa le pidió perdón.

Por Gustavo Luna
| 30 de enero de 2019

Es posible que a Galileo Galilei se le caiga una lágrima, desde el lugar en el universo donde esté, al ver el entusiasmo que desata la novedad de que el 2 de julio de este año otra vez se podrá mirar el Sol cuando se esconde en un eclipse, que algunos podrán ver mejor desde lugares como la Villa de Merlo. Y que el fenómeno hasta es aprovechado como un evento turístico. Él empezó a mirarlo sin esperar una ocasión así y a estudiarlo con ojo crítico, y con un telescopio, hace cuatrocientos años. Y él, como nadie, pagó ante la Iglesia Católica el precio del pecado de romper con la teoría ptolemaica del teocentrismo, con la filosofía aristotélica y con el oscurantismo que vedaba la observación y la experimentación, bases de la ciencia moderna.

 

Quienes miran al cielo en busca de lumbreras deberían pensar en ubicar al científico de Pisa en ese firmamento.

 

Nació en la ciudad de la famosa torre inclinada, en 1564, e iba a ser médico, como pretendía su padre, pero abandonó los estudios de medicina y a los 21 años se mudó a Florencia, donde se dedicó a estudiar y a enseñar matemáticas y física. En Venecia, a la que visitaba con cierta frecuencia, conoció a Marina Gamba, con quien nunca se casó, y tuvieron tres hijos, Virginia, Livia y Vincenzo, a los que nunca reconoció.

 

La observación del Sol y sus cambios, iniciada por él, por su archi adversario alemán Christoph Scheiner y por David Fabricius, no solo es fuente de eventos recreativos como mirar un eclipse. Es la base de estudios astronómicos que contribuyen a la previsión de los efectos letales que pueden tener para la vida en la Tierra las reacciones de la estrella cabecera de este sistema planetario.

 

 

 

Un año importante en la vida y obra de Galileo es 1609, cuando llegó a sus manos un telescopio. Se puso a observar la Luna y descubrió montes y valles. Primeros datos que rompen con la afirmación aristotélica, adoptada por la Iglesia, de que el universo estaba formado por cuerpos perfectos, a imagen y semejanza del creador.

 

Gracias a un telescopio desarrollado por él, a partir de mejoras que le hizo a otro, también descubrió las manchas solares, señales que también observó y estudió Scheiner. Sólo que este jesuita alemán, físico y astrónomo, no se animó a darlas a conocer: contrariaban la idea de que el sol era una muestra de la perfección divina.

 

La negativa del alemán a decir la verdad y la voluntad del italiano por demostrarla motivó entre ellos un encono que quedó plasmado en las cartas que se enviaron.

 

En algo coincidían Scheiner y Galileo: ambos creían en Dios y profesaban la religión católica. No obstante, sus descubrimientos y su adscripción a la teoría –en rigor, era una hipótesis entonces– del polaco Nicolás Copérnico de que la Tierra no era el centro del sistema planetario, sino que lo era el Sol, motivaron la ruina para el científico de Pisa.

 

Galileo era un orador brillante, hábil para convencer. Eso también le deparó enemigos, que sostuvieron que sus afirmaciones iban en contra de la Biblia.

 

 

 

Él, fiel creyente cristiano, aseguraba que sus descubrimientos no contradecían la palabra de Dios. Lo afirma por escrito en una carta que le envía a un ex alumno, en 1611. “Las escrituras y la naturaleza son emanaciones de la palabra divina. Creo en la Biblia que habla de las verdades necesarias para la salvación. Pero no puedo creer que el mismo Dios que nos dio los sentidos, el habla, el intelecto pueda dejar de lado su uso para decirnos aquello que podemos aprender por nosotros mismos”, proclama. Y defiende la idea heliocéntrica de Copérnico. Pero la misiva, con pasajes alterados por otras manos, llega a las de un inquisidor. El contexto histórico no ayuda. Aunque es difícil decir cuál es el tiempo propicio para la aparición de los revolucionarios. La Iglesia intenta reponerse de la Reforma Protestante y la consecuente sangría de fieles. El Concilio de Trento, de 1560, había prohibido la libre interpretación de las sagradas escrituras.

 

En las mareas, cree hallar Galileo una prueba del movimiento de la Tierra. Estaba equivocado, pues el flujo y reflujo de las corrientes marinas no tenían que ver con eso, sino con la atracción que ejerce la Luna.

 

Una advertencia, una condena

 

Un escrito de Galileo llegó a manos del inquisidor Roberto Belarmino, el mismo que había juzgado y torturado por hereje a Giordano Bruno, quien terminó quemado en la hoguera.

 

Un comité eclesiástico analizó la postura de Galileo y llegó a la conclusión de que era herética, absurda y errónea en fe. Le advirtieron que no debía hablar del heliocentrismo como una teoría, sino como una mera hipótesis.

 

Esa reprensión motivó que el científico abandonara por un tiempo sus estudios sobre el espacio celeste y los astros.

 

Es por esos años cuando le escribe una carta a una de sus protectoras, la Gran Duquesa de Toscana, Cristina de Lorena, en cuyo ducado estaba enclavada Pisa, la ciudad natal de Galileo.

 

“Descubrí en los cielos muchas cosas no vistas antes de nuestra edad”, le cuenta. Y habla de sus detractores, que cada vez son más y lo atacan “(…) olvidando que la multiplicación de los descubrimientos concurre al progreso de la investigación, al desarrollo y a la consolidación de las ciencias, y no a su debilitamiento o destrucción”.

 

“(…) Esos adversarios tratan de desprestigiarme por todos los medios posibles. Saben que mis estudios de astronomía y de filosofía me han lleva do a afirmar, con relación a la constitución del mundo, que el Sol, sin cambiar de lugar, permanece situado en el centro de la revolución de las órbitas celestes, y que la Tierra gira sobre sí misma y se desplaza en torno del Sol. Advierten además que una posición semejante no sólo destruye los argumentos de Ptolomeo y de Aristóteles, sino que trae consigo consecuencias que permiten comprender, ya sea numerosos efectos naturales, que de otro modo no se sabría cómo explicar, ya ciertos descubrimientos astronómicos recientes, los que contradicen radicalmente el sistema de Ptolomeo y confirman de maravilla el de Copérnico”, le dice a la duquesa. El científico es consciente de la encerrona en que pretenden ponerlo sus enemigos, pese a que él es fervoroso creyente en Dios, porque sabe que “han intentado hacer pública la idea de que tales proposiciones van en contra de las Sagradas Escrituras, y de que por consiguiente son heréticas”.

 

La muerte del papa Gregorio XV y su sucesión en manos de Maffeo Barberini, que asume como Urbano VIII en 1623, parece traer vientos de cambio favorables para Galileo. El nuevo pontífice es amigo y admirador del científico pisano, además de ser culto y de intelecto activo. Pero la brisa benefactora no tardará en convertirse en borrasca.

 

Galilei escribe su célebre obra “Diálogos sobre los dos máximos sistemas del mundo, ptolemaico y copernicano”, que le demandará seis años de trabajo y verá la luz en 1632.

 

 

 

Tres personajes son los que discurren e intercambian razonamientos en “Diálogos…”. Salviati sostiene la postura del autor de que el Sol es el centro del sistema que incluye a este planeta; su amigo Sagredo, inteligente, apoya su posición; y Simplicio, un filósofo aristotélico ridiculizado y humillado en la obra, postula lo contrario: la Tierra es el centro del universo.

 

Galileo la escribió en italiano, y no en latín, con la idea de que pudiera llegar a todos aquellos que supieran leer, que por cierto no eran tantos, pero eran más que aquellos que conocían la lengua madre.

 

El libro fue sometido a la revisión de los inquisidores y en 1632 llegó a manos del papa. Los asesores de Urbano le hicieron creer que el personaje de Simplicio estaba inspirado en él. Y la obra fue prohibida.

 

Galileo fue citado a Roma y acusado de herejía. Si antes, a manos de Belarmino, había logrado sortear una condena, esta vez no correrá la misma suerte. Un tribunal de diez cardenales lo condenó en 1633. El científico de Pisa pidió piedad y abjuró del heliocentrismo. En audiencia, leyó un texto en el que renegó de su teoría sobre el cosmos. Y fue entonces cuando, supuestamente, pronunció su célebre frase “eppur si muove” (“y sin embargo se mueve”). Aunque es casi un hecho que, en esas circunstancias, es imposible que lo haya dicho.

 

Fue condenado a prisión de por vida. Tenía amigos poderosos que intentaron salvarlo y lograron morigerar la condena, para que no fuera a un calabozo, sino que cumpliera arresto domiciliario. Primero, en casa de un embajador en Roma, después, en la del arzobispo en Siena, más tarde en la suya.

 

En su vida de reclusión, el científico de Pisa va a concebir una nueva obra maestra, también en forma de diálogo y con los mismos personajes de la anterior, acerca de sus descubrimientos sobre movimiento y mecánica.

 

Para cuando murió en su casa, en 1642, ya había perdido por completo la visión, el sentido que le había permitido abrirle los ojos al mundo y echar luz sobre la verdad del cosmos.

 

Su libro permaneció incluido en el índex de publicaciones prohibidas hasta 1822.

 

La Iglesia tardó un poco en disculparse con él: recién el 31 de octubre de 1992, el papa Juan Pablo II rehabilitó su figura.

 

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