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El Señor básquet

Fue uno de los más persistentes luchadores del deporte argentino. La Liga Nacional de Básquet le debe su existencia y su desarrollo. Y también la generación dorada.

Por Marcelo Dettoni
| 18 de marzo de 2019

Es difícil abarcar el recorrido por la vida de León Najnudel, el “Padre de la Liga Nacional”, el hombre que hizo del básquet un deporte masivo, federal, competitivo, que dejó jirones de su salud en el intento de llevar este hermoso juego al interior, dejar de lado eso de que “Dios está en todas partes pero atiende en Buenos Aires”. Porque el básquet era así, había que pasar por el torneo de la Federación de Capital Federal para trascender, no había chances para un chico de Corrientes o de Chubut si no pasaba por Obras, Ferro o Lanús.

 

Najnudel, cuyas iniciales (LN) coinciden con las de la Liga Nacional que siempre soñó, algo que su entrañable amigo Osvaldo Orcasitas, a quien los más veteranos recordarán por sus iniciales (O.R.O.) con las que firmaba en la revista El Gráfico, decía que no era casualidad, siempre estuvo convencido de que había que abrir el juego, que el interior era rico en jugadores, historia, pasión, que sólo necesitaba la oportunidad. Y él, que había pasado por España durante su carrera de entrenador (ganó la Copa del Rey de 1983 con el Zaragoza) y había visto la organización de ese básquet que había arrancado con la federalización en 1957, estaba dispuesto a luchar por conseguir algo similar en la Argentina.

 

“Fue el apóstol de una religión llamada básquetbol. Vivió predicando para engrandecerlo. Se adelantó a su medio. Veía siempre más allá con el don de los sabios y no se quedaba en la anécdota de un partido, sino que su preocupación profundizaba en los temas esenciales de la organización y de las estructuras. Pensaba para todos”, escribió Orcasitas cuando le tocó, seguramente con lágrimas en los ojos, escribir la necrológica de la muerte de su amigo, un triste 22 de abril de 1998, cuando León terminó perdiendo la batalla contra la leucemia.

 

Excelente definición de un hombre que dio todo por su deporte, que luchó a brazo partido con las anquilosadas estructuras de entonces, que se reflejaban luego cuando la Selección Argentina debía salir al exterior. El resultado era siempre el mismo, segundos de Brasil en Sudamérica y muy lejos del resto en mundiales y juegos olímpicos. “Para mejorar, los mejores deben jugar con los mejores, no sirve el Campeonato Argentino, con un par de selecciones como la de Capital y la de Provincia de Buenos Aires, que le sacan 40 puntos al resto”, pontificaba ante la negativa cerrada de los clubes porteños de competir en una Liga Nacional que los sacara de la comodidad.

 

Las respuestas era siempre las mismas: “La Liga Nacional será un gastadero de plata”, “Hay que viajar mucho”, “Nosotros en Capital tenemos un torneo muy fuerte, no necesitamos otro”. Uno de sus principales opositores era el ingeniero Mancini, presidente de Obras Sanitarias, el club más importante del ámbito capitalino junto con Ferro y padre de la modelo famosa por calzarse jeans desafiando las leyes de la física. Allí también se dio otro clásico, porque Najnudel ya había dirigido al equipo de Caballito, que fue uno de sus impulsores y participó de entrada en la Liga. En cambio a Obras, orgulloso campeón en 1978 de la copa Williams Jones (el Mundial de Clubes de entonces), tardaría muchos años en ingresar a la competencia.

 

León aceptaba que “no jugará el que quiera, sino el que pueda”, pero el combo incluía incipientes ideas sobre marketing y comercialización, el ingreso de derechos de televisación y la venta de entradas, porque el interior estaba ávido por llegar a las grandes marquesinas del básquet.

 

Recorrió el país de punta a punta acompañado por Orcasitas, quien lo bancó a muerte con sus notas en El Gráfico. Iba con diversos mapas en los que mostraba cómo quería regionalizar la competencia y una pirámide que a esta altura es famosa para la gente del básquet, con la que representaba la estructura de la competencia: con una élite más pequeña, una segunda instancia (el Torneo Nacional de Ascenso) más ancha, y un tercer nivel (Regionales) más amplio aún en su base. Visitaba clubes, sociedades de fomento y hasta parroquias si era necesario para contar su idea y recolectar apoyos.

 

El viernes 30 de abril de 1983, por impulso del “Chungo” Butta, el presidente de Echagüe, se realizó en Paraná la primera reunión de clubes para tratar de organizar la Liga Nacional. A su término se aprobó la Declaración de Paraná, explicando los postulados que se perseguían. Allí se escribió: “Que el perfeccionamiento de la competencia interna redundará en una elevación del máximo objetivo buscado: el mayor nivel de la Selección Nacional”. Fue el puntapié inicial de una bola de nieve que ya no se detendría más, aunque deberían pasar dos años para que la Liga se hiciera realidad. Su obsesión era evitar casos como el de Héctor Campana, la figurita joven en ascenso de los ’80, quien había dejado su Córdoba natal para jugar justamente en Obras. “Si existiera la Liga Nacional, el Pichi jugaría para algún club de su provincia, no tendría que sufrir el desarraigo, haría fuerte el básquet en Córdoba”. Profético León: llegó la Liga y Campana se cansó de ganar con Atenas de Córdoba, junto a una generación sensacional que incluyó a Marcelo y Mario MIlanesio, Germán Filloy, el malogrado Palito Cerutti y luego Fabricio Oberto, entre otros grandes que hicieron delirar a la Docta como hijos pródigos.

 

“Siempre entendí que nuestros jugadores estaban muy dispersos en todo el país y se quedaban sin poder competir entre los mejores y contra los mejores. No había un estado de necesidad que permitiera su desarrollo al no existir un campeonato estable, único, atractivo y de dimensión nacional que abarcara íntegramente los ocho meses de la temporada. No teníamos cantidad y calidad de competencia”, explicaba un Najnudel mucho más satisfecho desde la página 3 de El Gráfico, cuando la competencia ya estaba en marcha.

 

Tres semanas después del arranque, la revista, eminentemente futbolera, le dio la tapa a la Liga que habían abierto (paradójicamente en el Estadio Obras) San Lorenzo y Argentino de Firmat, con triunfo de los santafesinos por 101-99. Claro, detrás de todo estaba el infatigable Orcasitas. León casi se desmaya cuando vio el espacio que había recibido el básquet…

 

No quedaba otra salida, como fue demostrado en todas partes del mundo: había que crear una competencia elite que realmente interesara al público en cualquier lugar del país y que pudiera servir a los clubes para solventar a sus equipos.

 

Se apunta a dos cosas esenciales: al jugador, permitiéndole su mejoramiento al disponer de un medio exigente, y al público, dándole un espectáculo que lo atrape y obligando a la prensa a brindarle promoción”, insistía Najnudel, como si todavía estuviera en campaña por la Liga.

 

Su humildad está fuera de duda, pero también su carácter volcánico. Ambas cualidades se resumen en esta reflexión de su autoría: “Hay una frase de algunos entrenadores que repudio totalmente: ‘Yo hice a fulano’, dicen, y pretenden demostrar que dieron a luz a un jugador de básquetbol. Es una gran mentira, porque el jugador es hijo de estos tres factores, ordenados según su incidencia: 1) Sus aptitudes potenciales, lo que trae desde la cuna. 2) El medio interno en que se desarrolla. 3) La influencia de su entrenador. Como se ve, y como está inapelablemente comprobado, después de lo innato la importancia de la competencia interna es lo más decisivo para que un chico progrese. Por eso hay que tratar de hacer una competencia interna cada vez más fuerte para permitir su perfeccionamiento. La gran finalidad, el objetivo clave, es el interés que se pretende despertar en una gran masa de chicos para que jueguen al básquetbol”. Como se verá, en cada frase reafirma su convencimiento sobre la necesidad que tenía el deporte de tener una competencia federal.

 

En la Liga dirigió a Sport Club Cañadense (un equipo de pibes en el que se destacaban el Puma Montecchia y Marcelo Nicola), Ferro (fue campeón en 1989), San Andrés, Gimnasia de Comodoro Rivadavia, Boca, Racing (llevó al Chapu Nocioni, al que descubrió en un club de Santo Tomé, Santa Fe) y otra vez Ferro hasta su muerte, cuando ya compartía el mando con Enrique Tolcachier debido a su enfermedad. Voz ronca, cigarrillo permanente, ojos penetrantes, conceptos claros, arranques de ira, reflexiones profundas, entrenamientos imperdibles, siempre monitoreados desde uno de los balcones, detrás del tablero de la entrada, por su amigo Carlos Griguol, por entonces técnico del equipo de fútbol de Ferro.

 

Como todo genio, León también era profético. “Para que todo esto siga su avance, tendremos que emplear una estrategia sin urgencia poniendo en todos los estamentos del básquetbol lo mejor de sí. Y como la Selección Nacional es el reflejo exacto de lo que pasa en el medio, progresivamente también nos daremos cuenta de que iremos recuperando terreno en el ámbito internacional”. Lo dijo en 1985, diecisiete años antes de la explosión de la Generación Dorada en el Mundial de Indianápolis, cuando conquistó el segundo puesto, que sería el preludio del oro olímpico en Atenas 2004. Lástima que él ya no vivía para disfrutar de su obra.

 

 

 

 

Los cafés con un maestro

 

Tuve la oportunidad de conocer y tratar bastante a León Najnudel. Cuando era un joven periodista de la sección Deportes del diario Ámbito Financiero, él arregló con el editor la publicación de una columna semanal sobre distintos aspectos del básquetbol. Como yo había jugado, quedé encargado de controlar el contenido. “No pibe, yo no soy bueno escribiendo. Hagamos una cosa, nos juntamos al mediodía, te cuento de qué quiero hablar y vos tomás nota…”, fue la invitación de Najnudel que me abriría las puertas a un mundo fantástico y a conocer en profundidad al padre de la Liga Nacional.

 

Los martes se hicieron una religión los encuentros en el bar El Dandy, en Thames y Corrientes, enfrente de su departamento del barrio de Villa Crespo. Café de por medio, él desgranaba lo que tenía en mente y yo grababa y escribía de manera frenética. Absorbí todo lo que pude de su genio, aprendí más de básquet que con todos los entrenadores que pasaron por mi vida juntos. Repasó su lucha por la Liga, me enseñó jugadas en ataque estacionado, defensas en zona y personales, me contó anécdotas de técnicos y jugadores. La relación se estrechó tanto que después, en mi trabajo de cobertura de la Liga, tenía acceso libre a su vestuario, a sus secretos, a su canchita gastada de tanto marcador y borrador. Su muerte me pegó muy duro. Sentí que había perdido a un maestro. Porque León fue sobre todas las cosas un docente que trascendió al básquet. Dejó una legión de entrenadores y jugadores que siguieron sus preceptos como un mantra. Todavía se lo extraña, aunque su foto cuelgue, con una sonrisa que no siempre regalaba, en lo más alto del gimnasio Héctor Etchart, de su amado Ferrocarril Oeste.

 

M.D.

 

 

 

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