17°SAN LUIS - Sabado 20 de Abril de 2024

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La chica del 10 perfecto

Veinte segundos. Ese fue el tiempo que le llevó a Nadia Comaneci cambiar su vida para siempre, y también la de la gimnasia deportiva. Veinte segundos tardó en desarrollar su rutina en las barras asimétricas en los Juegos Olímpicos de Montreal en 1976, con sus 30 kilos dibujando la perfección, enfundados en la, a esta altura, mítica malla blanca con las tres tiras (los países comunistas no usaban otra marca de ropa) con los colores de Rumania. Fue tanta la sorpresa, que primero el tablero marcó un 1,00. ¿Un uno tras semejante rutina?

 

“Qué horror”, dice hoy Comaneci que pensó en ese momento, “lo había hecho peor que en el entrenamiento, pero no tanto…”. Pero no, los jurados no habían sido tan perfectos como ella: en realidad quisieron poner un 10,00. El 10 perfecto, el que la marcaría para siempre, aunque luego llegaran seis 10 más para convertirse en la mejor gimnasta de todos los tiempos.

 

En un costado sonreía Béla Károlyi, su entrenador, que más que eso era su hacedor, el que pulió ese diamante en bruto junto con su esposa Márta desde los 5 años hasta los 14, la edad que tenía cuando sacudió al mundo olímpico en Canadá. A partir de allí pasó a ser el juguete predilecto del dictador Nicolae Ceausescu, quien le regaló una casa, un auto, un sueldo del Estado y todos los honores como heroína nacional. Claro, era una jaula de oro, porque en realidad el régimen la controló en todo momento y la utilizó para su propaganda. Nada que no pasara también en aquellos tiempos en la Unión Soviética, Alemania Oriental, Hungría, Polonia y el resto de los países del este europeo dominados por el comunismo.

 

En Moscú 1980 ganó cuatro medallas (dos oros, dos platas) y se habló de fracaso, de que “la magia se ha esfumado”. Un año después, Nadia dejaba la alta competición agobiada por las presiones. Recién tenía 18 años y todavía no sabía lo que era vivir. El control estatal se volvió más estricto cuando en ese 1981 los Károlyi desertaron a Estados Unidos después de una competición. Ceausescu tenía miedo de que Nadia siguiera sus pasos.

 

Recién pudo hacerlo en 1989, en una huida de película. “Quería ser libre, tomar mis propias decisiones, involucrarme en el movimiento olímpico, vivir la gimnasia desde otro lugar”, contaba años después de haber cruzado la frontera con Hungría de noche, junto a otros cinco desesperados. De allí pasó a Austria y finalmente a los Estados Unidos, donde hoy sigue viviendo en Oklahoma City junto a su marido Bart Conner, un medallista olímpico en Los Ángeles ’84, y su hijo Dylan.

 

Trata de no hablar de su vida anterior, a la que denomina “el pasado”, prefiere mostrarse feliz con su condición de ex estrella que ayuda a quienes quieren llegar al pedestal que alguna vez ocupó sin proponérselo. “Mi vida fue complicada, no interesante, al menos para mí, quizá para otra gente sí. Aprendí muchas cosas y sobreviví a otras”, dice con una sonrisa perenne, la que recuperó tras su huida de la Rumania que le dio todo, menos la libertad.

 

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