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Amazonas, el poder contra los pueblos originarios

Por redacción
| 26 de abril de 2019

Estoy aquí desde pequeño y nunca vi nada igual. Cada día cortan más árboles”, lamentó Tatji Arara un cacique indígena de 41 años, que asegura que la deforestación en la Amazonía brasileña aumentó desde que el presidente de ultraderecha, Jair Bolsonaro, llegó al poder el 1º de enero.

 

Con el fusil al hombro y el gesto triste, carga enormes troncos en un tajo abierto en la selva por traficantes de madera del estado de Pará, en el corazón de la Amazonía brasileña, donde se multiplican los conflictos por la tierra.

 

El mandatario dijo, alto y claro durante su campaña, que no entregaría “ni un centímetro más” de tierras para reservas indígenas. Según la ONG Imazon, la deforestación en la Amazonía aumentó 54% en enero de 2019 -el primer mes de gobierno de Bolsonaro- respecto al mismo mes de 2018. Y Pará concentra el 37% de las áreas devastadas.

 

A pesar de que el territorio arara, donde viven cerca de 300 indígenas en un área equivalente a 264.000 canchas de fútbol, es considerado inviolable desde su demarcación oficial en 1991.

 

“Bolsonaro puso muchas culebras en la cabeza del pueblo. Muchos dicen que ahora que ganó, va a tomar la tierra de los indígenas, pero no lo vamos a permitir”, afirma Tatji Arara, vestido con una bermuda y una camiseta del Flamengo, el club de fútbol más popular de Brasil.

 

“Si las extracciones ilegales de madera continúan, nuestros guerreros dicen que pueden llegar con sus arcos y flechas y puede haber muertos. El indígena puede morir protegiendo el territorio, pero también puede matar”, sostiene.

 

En una carta enviada en febrero a la fiscalía local, los arara afirmaron que los ancianos de la tribu estudiaban la posibilidad de “hacer justicia con sus propias manos”, evocando un ritual ancestral que consiste en fabricar una suerte de flauta, denominada tididi, “con el cráneo de los invasores”.

 

Las tierras arara están en Altamira, un municipio más grande que Portugal, de unos 110.000 habitantes. Las comunidades ancestrales se han visto fuertemente afectadas por la faraónica hidroeléctrica de Belo Monte, que será la tercera más grande del mundo cuando concluyan las obras a fin de año.

 

Decenas de personas fueron desplazadas y el ecosistema local se vio afectado.Fue también en Altamira que el régimen militar (1964-85) inauguró en 1970 la carretera Transamazónica. Inconclusa, esta ruta que buscaba atravesar “el pulmón del planeta” de extremo a extremo dejó una cicatriz de más de 4.000 kilómetros a través en la jungla.

 

La placa que conmemora la inauguración fue instalada junto a un verdadero monumento a la deforestación: la base de un enorme árbol talado de castaño de Brasil (Bertholletia Excelsa). Este árbol, uno de los más imponentes de la floresta, produce castañas y su recolección es una de las principales fuentes de ingreso de Tatji Arara.

 

A partir de la Transamazónica, aun sin asfaltar y convertida en un camino de tierra roja, los traficantes de madera se adentraron varios kilómetros en la selva.

 

Equipados de maquinaria pesada, devastan la vegetación a su paso y ni siquiera se apuran a llevar su botín, porque a menudo esperan que los troncos sean cortados para llevárselos discretamente otro día.

 

“Dicen que esta tierra no tiene dueño, que el indígena es burro y no entienda nada, porque quiere tener mucha tierra y no cultiva soja”, cuenta Tatji Arara. En Brasil, las 566 tierras indígenas delimitadas representan más del 13% de la inmensa superficie del territorio nacional. El derecho de los pueblos ancestrales a la tierra fue reconocido por la Constitución de 1988.

 

La ley prohíbe cualquier actividad que amenace el modo de vida tradicional de las poblaciones, principalmente la explotación minera y la tala de árboles.

 

Pero el ministro de Minas y Energía, Bento Albuquerque, dio a entender a inicios de marzo -durante un encuentro con inversionistas del sector minero en Canadá- que el gobierno de Bolsonaro podría poner fin a esas restricciones, que, según él, “favorecen las actividades ilegales”.

 

Alguien definió a Altamira como una ciudad anegada por la sangre y las lágrimas. Es el efecto de la violencia del poder, contra los pueblos originarios.

 

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