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“Un niño a los 8 años comió la misma cantidad de azúcar que su abuelo de 80”

En dos libros, la periodista denunció el ultraprocesamiento de los alimentos y las mentiras de la información nutricional de los productos. Pollos sin sabor, colorantes y la fenomenal publicidad engañosa que hace que la población no perciba que algo huele mal.

Por Romina Oddone
| 30 de septiembre de 2019
"El mejor alimento que existe en el mundo es la lactancia materna", expresó Barruti.

¿Sabés qué comés cuando comés? ¿Y qué alimentos les das a tus hijos? Eso se preguntó Soledad Barruti, una periodista, investigadora y escritora nacida en Buenos Aires, cuando comenzó, en 2009, la investigación para su primer libro “Mal comidos”, editado por Planeta y publicado en 2013. Allí puso bajo la lupa los métodos de producción agropecuarios del país y de Latinoamérica, asociados a la utilización de agroquímicos, la crueldad hacia los animales y la sobreexplotación de los recursos naturales.

 

Pero la búsqueda por respuestas a qué ponía sobre la mesa de sus hijos no terminó ahí y el año pasado lanzó “Mala leche: el supermercado como emboscada”, que la llevó a descubrir qué se esconde tras el proceso de fabricación de la comida ultraprocesada realizada con solo cuatro elementos: harina, azúcar, colorantes y saborizantes, disfrazada con palabras bonitas que prometen vitaminas, minerales y productos naturales en envases coloridos con personajes de dibujos animados, sumamente atractivos sobre todo para los niños. “Hoy en día un chico a los 8 años comió la misma cantidad de azúcar que su abuelo de 80 y se está enfermando de las mismas cosas. Eso tiene que ver con la acumulación de productos que nosotros les compramos que creemos que son sanos y nutritivos”, afirmó en una charla exclusiva con “Cooltura”.

 

Barruti aboga por una ley en Argentina que señalice claramente los productos excedidos en las sustancias más problemáticas: azúcar, sal y grasas agregadas. Y dice que seguirá luchando por eso.

 

—¿Qué te motivó a realizar tu investigación para escribir “Mal comidos”?

 

—Fue la curiosidad y la información alrededor de los alimentos que estaba recibiendo, que no terminaba de resolver la historia alimentaria de la Argentina y ver qué tipo de comida estaba consumiendo. En mi familia siempre hubo mucho amor por la comida, se cocinó muy bien y también cuando las sospechas alrededor de eso empezaron a aparecer o la defraudación sobre ciertos productos como el pollo que a partir de los 80 empezó a perder el sabor. Allí comenzó a generarse un enigma alrededor de eso en mi vida y, de alguna manera, me acompañó por mucho tiempo. Eso concluyó con una búsqueda profesional y la producción de un montón de investigaciones y entre 2009 y 2010 empecé a leer compulsivamente y abordar todos esos temas de esa investigación que estaba surgiendo, sobre todo en Estados Unidos, que me podía dar respuesta a lo que estaba sucediendo en Argentina. Mi libro fue un poco llenar esos blancos que había bajo la pregunta ¿Por qué se producen esos alimentos de la manera en que se hacen? ¿Cómo es y qué efectos tiene sobre la mesa de todos los días? También me preocupa la injerencia sobre la cultura, la naturaleza y la salud de las personas.

 

 


Todos los marcadores de la humanidad están afectados si se compromete la alimentación.

 

 

—¿Qué fue lo que más te impactó de lo que descubriste acerca de la industria alimenticia? ¿Y qué fue lo que más te horrorizó?

 

—Lo que más me horrorizó, y lo sigue haciendo, es la sistematización del horror, que eso se enseñe en la facultad, a criar animales de manera tan cruenta, a aislar a la naturaleza con venenos como si no hubiera otra manera de producir. Que desde el agronegocio se desestime o minimice el envenenamiento colectivo que se produce en el campo, los alimentos intoxicados; que se marginalice a las personas que producen la comida más importante como las frutas y las verduras, y que  eso sea parte de la humanidad desde hace tanto tiempo. La Argentina es uno de los países que se identifica con el campo, la identidad del país está sufriendo los efectos de ese campo tan tóxico y deshumanizado que tenemos.

 

—¿Qué son los alimentos ultraprocesados? ¿Cómo afectan la salud de las poblaciones?

 

—Son productos hechos con elementos muy básicos como harina, azúcar y aceite, a los que se los decora con colorantes, saborizantes, aromatizantes y texturizantes, que tienen la capacidad de hacernos creer que comemos cosas naturales como por ejemplo, los yogures que afirman que tienen frutas y en realidad son saborizantes y colorantes de frutilla, ingredientes muy baratos y básicos. Es tos avanzan sobre la alimentación de las personas y hacen que lo que antes era un consumo ocasional se vuelva recurrente y hasta en muchos casos en los únicos productos que consume la gente. Eso pasa mucho con los desayunos de los niños que toman un jugo y unas galletitas. También los almuerzos y las cenas donde se comen patitas de pollo con papas noisette o pastas rellenas de jamón y queso. Esas son comidas ultraprocesadas y nos hacen creer que tienen vitaminas y minerales porque se anuncian con “cartelotes” que dicen que son muy nutritivos.

 

—¿Se puede decir que son alimentos que no alimentan?

 

—Es verdad, no alimentan, sino que rellenan y generan problemas en la población como el aumento de enfermedades no transmisibles como diabetes tipo 2, problemas cardiovasculares y distintos tipos de cáncer que se vinculan directamente con esta forma alimentaria. Todos los marcadores de la humanidad están afectados cuando se afecta la alimentación y eso ocurre cuando se cambian los alimentos de verdad por los ultraprocesados.

 

—¿Creés que la gente de marketing, publicidad y de los laboratorios que publicitan, exaltan y producen estos “alimentos” son conscientes de lo que están haciendo?

 

—Creo que dentro de cada una de estas industrias, de cada marca, hay personas más conscientes que otras. Algunas creen que pueden desarrollar alimentos mejores dentro de las marcas y utilizan sus talentos para tratar de hacerlo. Para mí es algo, no difícil, sino imposible, porque las marcas no cocinan, procesan. Y no utilizan alimentos frescos porque son más caros, entonces siempre esas líneas que son de comida de verdad son caras. Un buen ejemplo es lo que sucede con Arcor que produce comida chatarra y de repente aparece con unos snacks, los “Natural Break” que son básicamente frutas secas, tres maníes y dos almendras que cuestan cinco veces más que todas las otras golosinas que hacen porque la comida de verdad, repito, es muy cara. En este contexto hay gente que sí es consciente y está tratando de utilizar ese espacio para hacer las cosas bien, pero para mí no va a llegar a ningún lado. Después hay mucha negación colectiva, como ocurre en todas las áreas de la vida en este momento. La gente está haciendo un trabajo, un negocio, está vendiendo algo todo el tiempo y las mismas personas muchas veces pasan de trabajar en una fábrica de zapatillas, de Nike, a Nestlé y lo que hay ahí es un espíritu de venta y comercial seguramente muy exitoso, muy eficaz, pero que, aplicado a la comida, nos genera bastantes problemas.

 

—¿Qué decisiones políticas creés que hace falta tomar para frenar esta situación?

 

—La Organización Mundial de la Salud (OMS) generó un documento que muestra cómo hay que prevenir, por lo menos las enfermedades no transmisibles causadas por la mala alimentación y brindar información a las personas. Esto empieza por generar políticas públicas para preservar el mejor alimento que existe en el mundo que es la lactancia materna, para garantizarla y apoyarla. La segunda medida sería limitar la publicidad, sobre todo a los niños, de alimentos chatarra; generar entornos escolares libres de productos que hacen mal; hacer rotulados frontales honestos para que las personas puedan identificar rápidamente ciertos ingredientes críticos que hoy en día están invadiendo la dieta, sobre todo el azúcar, la sal agregada, las grasas, eso se completaría con impuestos para gravar los productos más nocivos que son las bebidas azucaradas.

 

—¿Y qué se hace con lo que llamás “comida de verdad”?

 

—Habría que generar un fuerte impulso y garantizar el acceso a la tierra a los productores que hacen alimentos sanos. También es importante la comercialización directa a los consumidores, al precio justo de sus producciones, garantizar el acceso a las semillas y a la diversidad de recursos que hoy están totalmente gobernados y dominados por el agronegocio cuyo fin no es hacer alimentos, sino commodities. Los que producen la comida son personas que viven en las periferias y los márgenes de este sistema que está siendo totalmente gobernado por las marcas.

 

—¿Por qué quienes toman las decisiones hacen la “vista gorda”?

 

—Quienes deben tomar esas decisiones son legisladores que generalmente trabajan o dependen de estas marcas, que son más poderosas y ricas que nuestros gobiernos. En muchos casos también generan alianzas que hacen que los legisladores terminen trabajando para ellas y no para nosotros. Hay que acompañar campañas políticas hasta garantizar la empleabilidad en ciertos lugares, eso se ve muchísimo en el interior donde nadie va a tomar medidas en contra de empresas que representan el 80 o 60 por ciento del empleo del lugar. También el Estado deja espacios vacíos que fueron ocupados por estas empresas a través de su responsabilidad social empresaria. Van generando por un lado más “empatía” con sus consumidores, pero por el otro se van volviendo más imprescindibles y necesarias y es más difícil ponerles un límite. Entonces esa idea de volver a pensar cómo se debería generar un entorno más justo cargando y gravando con impuestos a las empresas y no dejándolas que distribuyan a su antojo sus “obras de caridad” es otra solución. Necesitamos justicia y no caridad, la caridad empresaria es uno de los principales obstáculos que luego hay para llamarlas al orden y ponerles límites.

 

—¿Cómo se puede revertir este mal?

 

—La información es la primera llave para abrir estos problemas. Creo que hace falta muchísimo periodismo para mostrar dónde están las soluciones, en realidad no hay mucho para inventar, ya está todo hecho. Tenemos las recomendaciones de la OMS, las maneras de producir alimentos sanos, de trabajar adecuadamente con la naturaleza para no matar todo. Eso existe, solo hay que visibilizarlo y darle un espacio para que pueda desplegarse mientras lo otro se va retrotrayendo. Porque lo cierto es que los dos sistemas no pueden convivir, no se puede tener un mundo agroecológico y un agronegocio al mismo tiempo porque es tóxico y utiliza todos nuestros recursos. Si queremos vivir mejor vamos a tener que pensar cómo hacer para desaparecerlo de la faz de la tierra, lo mismo las grandes marcas que van tomando nuestra alimentación, confundiendo a un montón de gente y envenenándola, dejándonos con una humanidad más enferma, menos feliz y más dependiente. La forma de revertirlo está ahí y cada vez se contagia más, esto puede ser absolutamente masivo.

 

 

COMERSE LOS LIBROS

 


Los alimentos y la alimentación son conflictos relevantes de esta época que se mezclan, sin querer, con diversos temas como la corrupción, el delito, la experimentación científica, la especulación financiera, la debilidad del Estado ante las corporaciones, el cambio climático, el desequilibro ecológico y las convulsiones sociales como si fuera una ensalada de muy mal sabor. Todo, mientras Argentina se promociona como “la góndola del mundo”.

 

 


El segundo libro de Soledad desnuda la comida ultraprocesada, muestra los laboratorios en los que se trama, los campos y tambos donde se produce, las fábricas donde se ensambla y los estudios donde se la embellece. Una denuncia contra las grandes marcas que hacen de la comida una experiencia perfecta en cuanto a sabores y presentaciones y se aprovecha de la libertad de sospecha que tiene una comida diseñada especialmente para los niños y la comodidad de sus padres.

 

 

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