19°SAN LUIS - Jueves 28 de Marzo de 2024

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Para nosotros, los futboleros cuarentones, murió el fútbol

Para nosotros, los futboleros nacidos entre los 70' y los 80', el miércoles se terminó el fútbol tal como lo conocíamos. Entre mis amigos, todos cuarentones, la desazón fue generalizada. Los más golpeados prometieron no ver más fútbol, otros aún no quieren creer. En mi caso, lloro con cada publicación que veo, pero el más fanático del grupo, Gonzalo, no lo dudó: “El Diego me hizo más feliz que cualquiera de ustedes, cómo no amarlo y hoy estar destruido”. Y tiene razón, el “Diez” nos dio todo sin pedir nada, nos dio en el 86' la última gran alegría colectiva de este país tan golpeado y fanático del fútbol.     

 

Tres veces lo vi en persona, infinitas en revistas, televisión y celular. A algunas jugadas las recuerdo de memoria y si las vuelvo a ver, aprovecho para encontrar algunos detalles extras: la postura de sus manos, las caras de los rivales o simplemente observar cómo acariciaba la pelota, esa que nunca manchó.

 

En mayo de 1981 yo tenía 5 años; por cuestiones de salud familiar habíamos viajado a Córdoba. Mi viejo, “El Rody’, fanático de Instituto y con sentimientos cercanos a Boca, me llevó al “Chateau Carreras”, hoy estadio “Mario Alberto Kempes”. Jugaba Maradona, no Talleres contra Boca, jugaba él y teníamos que estar. Fuimos a la “techada”, la parte designada para los hinchas de Boca. En mi mente quedó grabada una imagen nítida, imborrable, imperecedera: la entrada al campo de juego de Diego, con la redonda inmaculada. La “12” a mi derecha, en la popular, entonó sus mejores cantos y el amor fue a primera vista.

 

Ese fue mi primer recuerdo futbolero. Poco quedó en mi cabeza del desenlace del partido, que terminó ganando la “T” con un gol de la “Pepona” Reinaldi.

 

Este debut como hincha está entre mis anécdotas más repetidas, no puedo pasar por alto que fui un privilegiado.

 

Tuvieron que pasar 11 años para volver a ver a Maradona de cerca, aunque esta vez hubiera preferido no verlo nunca. El 12 de enero de 1992 murió Juan Gilberto Funes, mi ídolo puntano, tal vez el último al que el mote de ídolo no le queda grande. Miles de sanluiseños lloramos desconsoladamente con la noticia.

 

Fue el domingo 13 cuando se realizó el sepelio. Maradona y su familia, junto a un grupo de futbolistas profesionales, llegaron en dos colectivos a San Luis. Bajaron todos en la antigua Casa de Gobierno, en la plaza Independencia. Desde allí escoltaron el féretro del “Búfalo” hasta el Cementerio del Rosario.

 

Por ese entonces yo vivía en Tacuarí al 600, en la casa de mis abuelos maternos. Exactamente a 4 cuadras del cementerio y a menos de 150 metros de donde pasaba el cortejo fúnebre. Cuando escuché por la radio que ya estaban cerca de la avenida Lafinur, salí corriendo. Busqué algún lugar entre la muchedumbre y logré ganar un ladrillo en la medianera de la casa de don Núñez, justo en la esquina de Tacuarí y Ayacucho. A lo lejos, allá cerca del club Victoria, se veía la procesión, nada silenciosa. A su paso la gente aplaudía, lloraba y gritaba. Mi cabeza explotó entre la angustia de la muerte de Funes y la presencia del más grande de todos los tiempos.

 

Para la tercera y última vez la espera fue más larga, pero valió la pena. En el 2009, José Daniel Valencia tuvo su merecida despedida. Por ese tiempo mi vida transcurría en Córdoba como estudiante y jugador amateur en la B de la Liga cordobesa bajo los colores de Argentino Central, “La Charla”.

 

Talleres homenajeó a uno de sus ídolos en el “Chateau” y hubo una presencia de lujo: estuvo Maradona. Sí, el astro de todos los tiempos se puso la camiseta de la “T” para estar junto a su amigo y compadre (es el padrino de una de sus hijas).

 

Ir a la despedida generó un gasto importante para mí, pero con los malabares de esa zurda mágica en la entrada en calor del “Diez”, todo quedó saldado. Ni qué hablar con el gol exquisito que le hizo de emboquillada al “Chocolate” Baley tras el pase de “Burru”. Quedé debiendo.   

 

Hace 2 días que lo lloro casi sin pausas, como si hubiese sido mi amigo más fiel. Él provocó en mí estos recuerdos imborrables. Me marcó como amante del fútbol y arquero de “La Charla”, allá en el “Chaco Chico” de Alta Córdoba. No hay una noche que no sueñe con una situación: no sé quién de los dos hubiese ganado en un mano a mano. Pero si  la pelota terminaba en el fondo de la red, no me hubiese enojado. La tendría hoy entre mis objetos más valiosos y se la mostraría a mis tres hijos como la pelota con la que el Diego me hizo un gol. Como un tesoro. Idéntico a esos momentos en que lo vi brillar con el “10” en la espalda en el “Chateau” o llorar por su amigo el “Búfalo”, bajo el calor de mi querido San Luis.

 

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