“El argentino es muy irrespetuoso del dolor ajeno”
Fue la última víctima de la tragedia que recibió el alta, casi dos meses y medio después del incendio. La futura licenciada en trabajo social perdió a su padre y a su hermano en el recital, pero encontró la forma de encarar una nueva vida.
Por: Gabriel Casari.
Llevo las marcas de Cromañón en el cuerpo”, dice Romina Calderón y se toca el pecho casi de manera involuntaria como para señalar una cicatriz, el gesto termina pareciendo una caricia. La joven de 34 años estuvo en San Luis y habló con Cooltura en el hall de una cabaña ubicada en un parque amplio, verde, espacioso. En el complejo que alquiló en Merlo sobra el aire y los pájaros. Sus tres hijas y su pareja chapoteaban en una pileta. Romina habla pausado, segura, pero no puede evitar que con ciertos temas los ojos se cubran de una cortina de lágrimas que no alcanzan a llegar a las mejillas. Su mirada en ese estado es el claro reflejo de otros tiempos en donde el aire se hizo exiguo, en donde las llamas y el humo se llevaron casi todo, en donde los espacios se hicieron insignificantes y en don-de fallecieron su hermano y su papá. Estuvo allí también con su madre, sobrevivieron, pero cree que dentro del edificio del barrio de Once murió y que ahora transita una nueva vida, una segunda vuelta. Estuvo en Cromañón el 30 de diciembre de 2004 y lleva las marcas en el cuerpo, las visibles están expuestas, las invisibles le transitan el alma. Tiene una etiqueta, esas que se ponen a la hora de las particularidades periodísticas, que dice “La última sobreviviente”. En realidad fue la última de los heridos en la tragedia en ser dado de alta. Nada, antes de la charla, hacía suponer lo que reflejan las notas y los relatos de los diarios, esos que indican que estuvo al borde de la muerte durante los 78 días que pasó por dos hospitales. La mitad de la familia murió esa noche, su único hermano y papá. Su madre ingresó en un profundo pozo depresivo y en una lucha interminable por intentar recuperarse de la pérdida de su compañero desde los 14 años, la edad que justamente tenía su hijo cuando también falleció. Su mundo se astilló en segundos. No caben casi metáforas para intentar describir ese vacío.
Muchas veces me pregunto cómo llegué hasta acá. Cuando veo a mis hijas veo un poco de respuesta
Sin embargo, porque en esta historia hay un sin embargo, Romina camina con un aplomo mayúsculo. Ante tanta tragedia, ante tanto dolor y ante la figura de una chica pequeña en términos físicos, pero enorme en lo que respecta a la resiliencia surge una pregunta casi visceral: ¿Cómo se hace?, Romina responde: “Muchas veces me pregunto cómo llegué hasta acá. Cuando veo a mis hijas veo un poco de respuestas. Al año de haber pasado por Cromañón decidí tener una hija con el fin de poder levantar mi familia”. Asegura: “De Cromañón no sobreviví sino que morí adentro y renació mi cuerpo. Mi corazón, mi alma y espíritu se tuvieron que hacer de nuevo. Perdí a mi papá y a mi hermano, pero también en un sentido metafórico a la mamá que tenía. Con 19 años me encontré sola, me mudé de la casa en donde vivía, dejé a mis amigos del barrio en donde crecí, me fui a una habitación en la casa de mi abuela. Mi mamá estaba en un profundo pozo depresivo por las muertes del hijo y de su único novio y esposo de toda la vida”.
Romina explicó que tuvo que empezar a conocerse a sí mis-ma. “Decidí levantar a mi mamá de esa cama buscando vida y me la devolvió mi hija mayor”, aseguró.
—¿Cómo fue el proceso de convivir con el dolor?
—Me llevó mucho tiempo. Me analizo, me reto y me tomo mis tiempo de llorar lo necesario, de mirarme al espejo y seguir. En un tiempo no tenía pareja, bus-qué una relación para tener un hijo. Después de muchos años se lo pude expresar a mi mamá diciéndole que busqué vida para que ella volviera a vivir. La criamos entre las dos hasta que formé pareja de nuevo. Mi mamá se transformó en abuela y se encontró llena de vida, de razones para seguir adelante. No me considero una sobreviviente, ese 30 de diciembre nació otra persona que se sigue descubriendo con el tiempo. Este último aniversario de la tragedia lo sentí con mucha angustia y vacío. Fue la primera vez que fui al santuario (una especie de altar que se montó frente a Cromañón) en 15 años. Fue un proceso largo que tuve que hablar con mucha gente. Me surgen nuevas cuestiones con el paso de los años y siento que las voy surfeando.
Romina tiene 34 años y nació un 24 de marzo de 1985. Tiene tres hijas: Sol, Emma y Ana Luz y vive en Buenos Aires. Llegó a San Luis a descansar pero también a nutrirse de información ya que como parte de la tesis de su Licenciatura en Trabajo Social está investigando sobre el Corredor Humanitario que implementó la provincia y que les dio un nuevo hogar a las familias sirias que lo requirieron.
—¿Qué pasos diste para sobreponerte?
—Siempre digo que lo más importante de una persona es tener metas, proyectos, objetivos. Por suerte tengo un compañero que piensa como yo y todo el tiempo está proyectando cosas a futuro. No es casual que yo haya elegido la carrera que estoy estudiando (Licenciatura en Trabajo Social), si todo sale bien me recibo este año. Es una profesión que elegí cuando tenía 18 años pero que en ese momento, cuando era más chica, cinco años de cursada parecían una eternidad. Con todo lo que pasó no quedan dudas que esto me estaba llamando. Es más, crea-ron la universidad a 10 cuadras de mi casa, abrieron esa carrera que ahora me ayuda un montón a manejar situaciones que vivo.
—¿Hablás con tus hijas de lo sucedido?
—Cuando eran más chicas preguntaban por mis cicatrices. Tenían muchas preguntas. Cuando fueron creciendo les fui explicando algunas cosas que me pasaron, porqué no tenían un abuelo o un tío. Saben los nombres, charlan de ellos como si los conocieran, están muy presentes en nuestra vida, yo soy la cara de mi papá y al ver fotos de su abuelo reconocen a su mamá en él. Trato que mis hijas vean que mamá pudo salir adelante, que tiene razones para seguir y luchar, que si mamá pudo ellas también. Trato de vivir la vida sabiendo que no conocemos cómo va terminar el cuento, que vamos armándonos el camino pero que en el medio los cascotes caen de no se sabe dónde. No sé qué va a pasar dentro de una hora y eso me lo enseñó también esta masacre.
—¿Qué sensación te dan las otras tragedias en la Argentina?
—Al argentino le tienen que pasar las cosas a él para entender por qué no deben repetirse las tragedias. Me pasa con mi historia personal y me tomo el trabajo de ver quiénes se toman la tarea de recordar lo que pasó porque sin memoria estamos perdidos. Somos muy irrespetuosos del dolor ajeno, estamos a un clic de la falta de respeto. Con nosotros la revictimización estuvo todo el tiempo, los inventos y eso de tener que estar todo el tiempo limpiando nuestra imagen. Nos preguntaban cómo íbamos a entrar a un lugar así. Nos pasó en el mismo juicio.
—El balance ¿cuál es?
—Me pasa que digo que la vida me quitó mucho, una parte de la historia que mis hijas la hubieran vivido conmigo, pero a la vez me regala un montón, a mis hijas, a mi mamá, mi profesión, mi familia, mi pareja y su familia que ahora es la mía. Pero también hay que tomar el lado de ser agradecida y no quedarme en el rol de víctima porque hay cosas que no van a volver atrás, que no voy a poder solucionar, si me quedo en eso no gano nada.
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