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Pionero y mártir del lavado de manos

Es lo primero que hacen muchas personas que cumplen una actividad esencial en esta cuarentena cuando regresan a sus hogares. Incluso pasan por alto el beso a la esposa, el saludo a los hijos, o esa escala por la cocina para "picar" algo antes de almorzar o de cenar. No quieren perder tiempo y enfilan hacia el baño para el rito impostergable del lavado de manos. La descortesía y el apuro están justificados: la higiene resulta clave para prevenir el coronavirus. Pero este hábito no siempre estuvo tan arraigado en la ciudadanía, y ni siquiera entre la comunidad médica. La observación de Ignaz Semmelweis, un obstetra húngaro del siglo XIX que trabajó en Viena, fue clave para cambiar la historia y salvar millones de vidas.

 

En la Europa de esa época la higiene era un concepto más cosmético que higiénico y estaba asociada principalmente al estatus social. La ciencia aún no había descubierto las consecuencias que tienen los microorganismos en la salud de los seres humanos. Parece inverosímil para la perspectiva de un ciudadano actual, pero bien entrado el siglo XIX los hospitales eran sitios que generaban más temor que esperanza y, con razón, recibían el calificativo de "Casas de la Muerte". El mismo Semmelweis descubrió que una mujer que daba a luz en un centro de salud tenía tres veces más chances de morir que si lo hacía en su casa. 

 

Los médicos conocían sobre esta condición que azotaba los hospitales, denominada "fiebre puerperal", pero no encontraban la explicación. El obstetra húngaro constató que a mayor contacto de la parturienta con los profesionales, mayor era el riesgo de padecer una infección grave. Por eso empezó a aconsejarles a sus colegas de la clínica que se lavaran las manos con agua y jabón antes de asistir a las mujeres. La realidad cambió de inmediato. Solo el diez por ciento de las pacientes que ingresaban a las clínicas desarrollaban una infección, y la tasa de mortalidad también se redujo abruptamente.

 

La sencilla aunque revolucionaria innovación cortaba una cadena de infección que se transmitía por el desconocimiento de los médicos, quienes pasaban, sin escalas y sin tomar medidas antisépticas, de las salas de autopsias a las de parto. Incluso era común que los facultativos le sacaran filo a los bisturíes con la suela de sus zapatos, un hábito similar al que tenían los barberos de aquella época con sus instrumentos. 

 

Pero el descubrimiento de Semmelweis no fue bien recibido por la comunidad médica. Los profesionales sintieron que el hallazgo de alguna manera los incriminaba. La práctica fue ridiculizada y al obstetra lo derivaron a un centro de salud periférico y de pobre infraestructura. Luego fue recluido en una clínica psiquiátrica. Para demostrar la importancia del lavado de manos se inyectó el residuo de una necropsia, lo que le generó una septicemia que lo llevó a la muerte.

 

Sin embargo, su nombre fue reivindicado en las décadas posteriores por las investigaciones de Louis Pasteur y Robert Koch, que reflejaron el papel determinante de los microorganismos en la generación y propagación de las enfermedades.

 

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