14°SAN LUIS - Viernes 26 de Abril de 2024

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Fabrica quesos de cabra en un paisaje encantador

Abel Buttazzoni llegó a Papagayos, que tiene una vista privilegiada a los Comechingones, para cuidar la casa de un amigo. Con los años, sus productos ganaron fama internacional.

Por Marcelo Dettoni
| 12 de julio de 2020
Fábrica. Pepe, su amigo inseparable, y Abel muestran las instalaciones queseras. Fotos: Silvia Kalczynski.

El ingreso al establecimiento Los Nadis es por un parque encantador, que ya de entrada invita a quedarse y disfrutar del verde y el paisaje. Ubicado sobre la ruta 1, conocida como la de la Costa en el noreste puntano, ahí nomás de la entrada a Papagayos, tiene enfrente la imponencia de los Comechingones, con un sinfín de verdes de distintas tonalidades y suaves lomas con casitas apostadas bien separadas unas de otras, como para que la tranquilidad sea completa.

 

Tras recorrer el sendero bajo los árboles añosos, su dueño, Abel Butazzoni, nos recibe con una sonrisa que no lo va a abandonar durante todo el día. El día del encuentro todavía no regía la cuarentena que después nos encerró a todos por un tiempo, por lo que la distancia social era una práctica desconocida para los habitantes de esta parte del mundo. Por eso tampoco hay barbijos en los rostros, aunque la realidad productiva, como se verá más adelante, ya adelantaba un parate, más por cuestiones económicas que sanitarias.

 

 

 

Pero la historia gira en torno a Abel y su entorno, que es envidiable. La vieja casona de paredes de piedra luce impecable, con sus techos de tejas coloniales cubiertos de las ramitas marrones que caen de los pinos y una galería con bancos de plaza, ideales para el sosiego.

 

Lo acompaña José Gómez, Pepe para todo el mundo, a quien presenta como “un amigo que me dio la vida hace 27 años”. Pepe es cordobés, quedó viudo hace un tiempo y lo que hicieron entre ambos fue unir soledades. Él le fue enseñando, como a tantos otros, los secretos de la fabricación de los quesos de cabra más ricos en muchos kilómetros a la redonda. Y así se acompañan, cuando pueden producen, pero sobre todo disfrutan de la amistad, en días que transcurren entre comentarios livianos de lo que pasa en la zona, la actualidad de los vecinos y algunos recuerdos, de los buenos y de los no tanto.

 

Abel ya cuenta 78 abriles y llegó desde Temperley, una populosa localidad ubicada en el sur del conurbano bonaerense, en 1994. Es matricero y técnico mecánico, y tenía una empresa con otros dos socios. Pero decidió vender su parte y darle un giro drástico a su vida.

 

“Se podría decir que me echó Carlitos (por Menem), porque la cosa ya se estaba poniendo brava, aunque el uno a uno de la convertibilidad lo disimulaba todo. Pero la industria estaba en declive, así que vendí mi parte y aproveché que un amigo había comprado estas tierras y quería que alguien se viniera a vivir a la casona, que tiene más de 100 años”, recuerda, cómodamente sentado en los sillones de madera, mientras en una mesita ratona se lucen varios tipos de quesos, cortados en cubitos, como para una picada que vamos a acompañar con mates amargos.

 

 

De la cordillera a las sierras

 

“Yo no había estado nunca en San Luis, amaba la Patagonia, me iba mucho de vacaciones a San Martín de los Andes, Bariloche y El Bolsón. Realmente me sorprendió la belleza de esta zona, que no para de crecer”, reconoce Buttazzoni, quien no la tuvo fácil en sus años mozos. Quedó viudo muy joven, con tres hijos, la más chica de dos años. “La peleé siempre, sin bajar los brazos, y hoy cada uno tiene su vida armada, eso me da felicidad y tranquilidad a la vez”, agrega con un gesto de relajamiento.

 

El campo no le era ajeno, porque de chico había vivido en Carlos Casares, en plena cuenca lechera de la provincia de Buenos Aires, donde el papá trabajaba en la fábrica de quesos Magnasco, lo que fue todo un indicio para lo que sería luego su profesión. “Cuando llegué a Papagayos esto era puro campo, había vacas, yo comencé a sembrar maíz y soja. Y después comencé con los cursos de quesería, me devoraba los libros, me convertí en un apasionado”, cuenta, mientras le deja un reconocimiento a quien más lo marcó: “José Atampi, un viejo maestro quesero del colegio San Ambrosio, de Río Cuarto. Aprendí mucho de él”.

 

Llegó a San Luis con una pareja, pero luego dividieron sus caminos y literalmente empezó de cero. “Dejé las vacas, pero empecé a comprar cabras y ovejas, el negocio tuvo éxito de entrada, se hizo grande, llegué a tener seis empleados. Pero de tan grande, comenzaron las complicaciones, los líos con la gente; además había que atender los animales. Por eso ahora compro la leche afuera y solo me dedico a la producción de quesos, aunque cuesta mucho conseguir proveedores confiables”, lamenta Abel.

 

En las buenas épocas de Los Nadis, viajó mucho a las ferias más importantes del país y del mundo, lo que le dio renombre a sus quesos más allá de las fronteras. Estuvo en la Feria Internacional de Turismo (FIT) y en Caminos y Sabores, donde ganó el primer premio por sus quesos hechos con leche de cabra en 2010. Eso le abrió camino a la meca de la industria quesera: Italia.

 

 

 

“Me invitaron junto con los chicos que hacen la cerveza La Serrana, que son de la Villa de Merlo, a la exposición de Turín. Fuimos dos años, 2010 y 2012, para comprobar que es otro mundo en materia de quesos. Aprendí más de lo que sabe la empresa La Serenísima entera”, exagera con pasión, y deja un consejo que él aplica desde hace años: “No hay que tener los chivos en rebaño, sino apartados, porque así no se contamina de olor la leche”.

 

En aquellos años recibían un fuerte apoyo del gobierno provincial, que pagaba los stands en las ferias más importantes de Buenos Aires para dar a conocer los productos puntanos. Pero la crisis económica obligó a una retracción y ya hace cuatro años que no van a Caminos y Sabores. “Además ahora se hace difícil porque no tenemos volumen, cuesta mucho conseguir leche de cabra y la que me ofrecen es carísima. Cincuenta pesos el litro, cuando la de vaca no pasa de los $25… ¿a cuánto tendría que vender los quesos? Es imposible, porque la gente no tiene plata”, dice con cierta resignación. Lo poco que consigue lo trae de un tambo que hay en Punta de Agua y de la estancia La Celia, pero tiene capacidad ociosa en la fábrica por falta de materia prima.

 

Esta falta de producción le impide, por ejemplo, participar de la Feria de Pequeños y Medianos Productores, porque sabe que en un par de horas liquidaría todo lo que puede llevar, ya que sus quesos son muy conocidos y apreciados en la provincia. Además, parte de su stock lo tiene comprometido con clientes fijos en Tafí del Valle (Tucumán), Puerto Madryn (Chubut), Rosario y Santa Fe.

 

Su experiencia europea le permitió presentar un proyecto, que compartió con el veterinario Víctor Iglesias, para poder contar con cabras todo el año y terminar con la estacionalidad que manejan los criadores. “Pedimos rehabilitar los frigoríficos provinciales de San Martín y Quines, al que se podría sumar el de Villa del Carmen, que es privado. Allí se podrían guardar los caprinos ya carneados, como un incentivo para la cría. Y además estaría bueno poner cámaras con equipos chicos, armados con containers, como hacen en Europa, para llevar la temperatura a 27 grados bajo cero en apenas 16 minutos. Ojalá algún día se pueda hacer, porque si hay más animales, habrá más leche y por supuesto, más quesos para vender. Yo no quiero que me regalen nada, pido condiciones para producir, nada más”.

 

Él mismo probó que la programación de preñeces da buenos resultados en un sector que brilla por la informalidad y la falta de previsión. “Arranqué con 60 cabras y tenía leche todo el año con ese sistema. A mí me complicó tener tanta gente, porque esta es una industria intensiva, que requiere mucha mano de obra. Por eso liquidé todo y empecé a comprar la leche. Y como no hay una organización aceitada entre los criadores caprinos, tenés leche solo cuando paren las cabras, en septiembre y en enero. En el resto del año tomo mate con Pepe…”, asegura con una sonrisa franca, mientras pincha un gouda de cabra que es un elixir.

 

Sus rodeos llegaron a tener 160 cabras, 76 ovejas y ocho vacas, pero cuando la leche era más que suficiente, le faltó infraestructura, “sobre todo un enfriador”, reconoce. Si mira hacia atrás, ve que la situación es más complicada ahora. “Éramos cinco haciendo quesos de cabra, un productor del paraje Balcarce, La Blanquita, otro de Nogolí, uno de Renca y yo. En las buenas épocas procesaba 600 litros de leche por día con cabras propias, lo que es suficiente para hacer 60 kilos de queso. Pero todo eso quedó en el pasado, hoy no tengo más que 150 litros por semana”, lamenta.

 

 

 

Le compra lo que puede a un proveedor que está en la ruta 6, entre Concarán y Villa Larca, pero no le alcanza, por eso anda rastreando donde se vean cabras Saanen y ovejas Pampinta, que son las lecheras por excelencia. “Me encantaría poner un stand en la feria del gobierno, lo atendería Pepe, así se distrae un rato, pero necesito hacer más quesos, lo de la actualidad no es suficiente”, agrega sin bajar los brazos, porque siempre fue un luchador.

 

Cuando el queso y los recuerdos ya están agotados en la charla, invita a conocer la fábrica y el local de ventas, que está pegado a la casa, en lo que en alguna época fue el garaje principal. Nos rodean 360 hectáreas que están alquiladas a un productor, lo que representa otro ingreso para Buttazzoni y para el dueño de esas tierras, que va poco porque confía en la administración de su amigo.

 

El local tiene un mostrador, dos heladeras de las antiguas, con los vidrios que dejan los quesos a la vista y estantes con frascos de dulce de leche (de cabra, por supuesto) y mermeladas de una fábrica vecina que se los deja a consignación. En las paredes hay cuadros, diplomas de sus cursos de quesería y una nota de El Diario de la República de julio de 2010, en la previa del viaje a Italia, en la que Abel posa con los productores de la cerveza La Serrana.

 

El cuartito de fabricación no debe tener más de 3 por 3 metros. Allí hay una tina con capacidad para 200 litros de leche, donde entra el producto más unos fermentos, y al rato va a poner el cuajo. Abajo, un mechero va a llevar esa mezcla a los 65 grados para hacer el pasteurizado. “Hay que dejar posar por 15 minutos y luego ingresarle agua fría. Cada queso tiene un nivel distinto de enfriado, los duros como el sardo requieren de más temperatura”, cuenta, muy concentrado en el proceso.

 

Cuando la masa está compacta (“como un yogur”, según su medida), se la introduce en un aparato conocido como lira, que deja la masa abajo y el suero arriba. De allí va a un envase plástico y toma la forma que le quiere dar a cada queso, mientras saca el resto del suero.

 

En la despedida, cuando el sol va cayendo sin dejar de iluminar las laderas de los Comechingones, nos invita para que llevemos algunos quesos que lo recuerden y explica el origen del nombre Los Nadis, que está en línea con ese paisaje encantador. “Tiene dos significados. En sánscrito se traduce como ‘dos arroyos’, que son los que corren por estas tierras; y además así se llaman los canales de energía en yoga, los famosos chakras”. Y no le falta razón, allí solo falta hacer un poco de yoga, con un platito con quesos al lado, para ser completamente feliz.

 

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