Nuestro levantamiento es una expresión más de la indignación incontenible de la inmensa mayoría del pueblo argentino esclavizado…" Con estas palabras se dirigía el general Juan José Valle al presidente de facto Pedro Eugenio Aramburu, quien ese mismo día había dado la orden de fusilarlo. Corría el año 1956.
El golpe de Estado militar, autodenominado como “Revolución Libertadora”, había derrocado al general Juan Domingo Perón en septiembre de 1955, bajo la promesa de restablecer el Estado de derecho y salvaguardar las conquistas laborales. Lejos de ello, el gobierno ilegítimo comandado por los generales Lonardi primero, y Aramburu después, estuvo caracterizado por la represión y persecución de los trabajadores. El verdadero objetivo: el desmantelamiento de la intervención estatal y el aniquilamiento del peronismo.
A comienzos de 1956, el Movimiento de Recuperación Nacional preparaba una insurrección, liderada por los generales Juan José Valle y Raúl Tanco. Ambos formaban parte de un grupo de ciento cincuenta oficiales y jefes leales a Perón, que habían sido detenidos después del golpe militar. Con prisión domiciliaria, Valle vivía en la quinta de sus suegros, en la localidad bonaerense de General Rodríguez,desde donde comenzó a reunirse con civiles y militares peronistas con el fin de derrocar al gobierno de facto, llamar a elecciones y facilitar el retorno del líder justicialista que, por ese entonces, se hallaba exiliado en Panamá.
Sin embargo, el gobierno de Aramburu tenía conocimiento de sus planes a través del general Juan Carlos Quaranta, jefe de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE), y preparó su embestida: los primeros días de junio Aramburu dejaba firmado el decreto 10.362 por el cual se instalaba la Ley Marcial y ponía al contralmirante Isaac Rojas al mando del Comando de Represión, para acabar con la rebelión.
Pero la insurrección ya tenía fecha y lugar: se alzarían el sábado 9 de junio en diferentes puntos: La Plata, Campo de Mayo, Avellaneda, Lanús, Florida, y Palermo serían los principales. También en Rafaela, Rosario, San Rosa, Viedma y varias ciudades de la provincia de Buenos Aires, donde existían grupos dispuestos a participar.
Sin embargo, la organización era precaria y el gobierno, al tanto de cada movimiento, no tuvo problemas en aplastar los levantamientos. Pocos cayeron en combate. Muchos fueron apresados. Pero la orden del presidente era clara: fusilar a los detenidos sin proceso previo e, incluso, clandestinamente, como quedó demostrado tras la investigación de Rodolfo Walsh sobre la matanza de José León Suárez. El saldo fue atroz: siete muertos y veintisiete fusilados.
Al día siguiente, Tanco se refugió en la Embajada de Haití y Valle, en la casa de un amigo. Luego de recibir la noticia del asesinato de sus compañeros, optó por entregarse a cambio de que cesara la represión. Informó su decisión a su amigo Andrés Gabrielli, quien se puso en contacto con el capitán de navío Francisco Manrique. Ambos comunicaron la situación a Isaac Rojas, quien les aseguró que se respetaría la vida del general si se entregaba a las autoridades. Y Valle así lo hizo el 12 de junio a las 4 de la madrugada.
En el Regimiento I de Infantería del Ejército, en Palermo, se lo sometió a un interrogatorio y, en contra de lo prometido por Rojas, lo condenaron a muerte. Posteriormente, fue trasladado a la Penitenciaría Nacional (actual parque Las Heras), donde recibió la visita de su hija Susana y de monseñor Alberto Devoto y escribió varias cartas, entre ellas, una para el propio Aramburu: "Derramo mi sangre por la causa del pueblo humilde, por la justicia y la libertad de todos, no solo de minorías privilegiadas". Es memorable la carta dirigida a su mujer: "No te avergüences nunca de la muerte de tu esposo, pues la causa por la que he luchado es la más humana y justa: la del Pueblo de mi Patria…".
Fuera de la cárcel el presidente recibía diferentes pedidos para suspender la ejecución del militar. Todos fueron denegados. Esa noche, Valle fue conducido al patio de la prisión y a las 22:20 fue ejecutado por un pelotón de fusilamiento. "Espero que el pueblo conozca un día esta carta —había escrito— y la proclama revolucionaria en las que quedan nuestros ideales en forma intergiversable".


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