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Comunidad Huarpe: la lucha diaria para sobrevivir

Por redacción
| 02 de octubre de 2016
Añoranzas. Pascuala Guakinchay tiene la mirada perdida en el horizonte.Ddebajo suyo corre escuálido el desaguadero, "su" río. Fotos: Martín Gómez.

Para los huarpes, las fronteras que imponen los hombres no corren. Nuestras tierras no reconocen límites entre San Luis, San Juan y Mendoza, es todo un corredor histórico que perteneció a nuestros antepasados”, dice convencida Pascuala Guakinchay, mientras observa con una sonrisa que desdibuja en mueca el enorme arco de piedra sobre la ruta 147 (que a esa altura ya se fundió con la 20) que marca que allí termina San Luis y empieza San Juan, a la altura del Encón. Para ella, como buena huarpe, el territorio se extiende aquí y allá, lo marca un río o una huella, aunque sólo un gobierno los ha reconocido y les restituyó los derechos.

 


“Nuestro progreso tiene nombre y apellido: Alberto Rodríguez Saá. Gracias a él vivimos este presente que nos encuentra en nuestras tierras, con progresos notables como la escuela, la electricidad y el apoyo para construir pequeños emprendimientos familiares. Ojalá algún día los gobiernos de San Juan y Mendoza hagan lo mismo con las comunidades que están en esas provincias, pero por ahora es un sueño lejano”, asegura Pascuala, una mujer que brega hace años por los derechos de los pueblos originarios. Lo hace desde su cargo de jefa del Subprograma Pueblo Nación Huarpe, que le otorgó el Gobernador y mucho más desde que su comunidad le otorgó el título de cacique, lo que consolidó el liderazgo que ya ostentaba entre sus pares.

 


“Con Alberto, el único que nos dio bolilla, conseguimos caminos, viviendas, agua y luz. Estoy convencida que sin él no estaríamos vivos”, jura Guakinchay, a quien acompañan en su gestión al frente de la comunidad un segundo jefe y tres consejeros. Es una organización verticalista, pero a la vez abierta ya que todo se discute en ese ámbito, donde tratan de conseguir las mejores soluciones a los problemas que se les presentan. Además, cuenta con referentes en las áreas más sensibles: la maestra Lucía Calderón, que es huarpe, es la cara visible en Educación; Luz Newton en Comunicación Social; y Luciana Carrizo en Salud.

 


El Diario había arreglado con ella una visita a la Nación Huarpe, esa enorme extensión de 6.800 hectáreas vecinas a las Sierras de las Quijadas, en el noroeste provincial. Por eso Pascuala espera puntual en la tranquera que habilita la entrada, montada en una camioneta que compró  la comunidad y con el fiel Américo al volante, su esposo, quien la apoya en la dura tarea de llevar adelante el día a día en el campo. Otro pasajero es ‘Gaucho’, un choco fiel y seguidor que se acurruca en el piso junto al asiento trasero.

 


No es fácil la vida en la tierra de los huarpes. El clima suele ser extremo, con rigurosos fríos invernales y un calor inaguantable en verano, cuando el termómetro puede trepar por encima de los 50 grados. Tampoco la subsistencia es sencilla, porque esa tierra yerma no permite ilusionarse con ver crecer ningún tipo de cultivos. “Es dura, seca y llena de sal. Los días que llueve surge la sal de las entrañas y deja todo blanco, parece que hubiera nevado”, describe Guakinchay, quien lamenta que cada intento de agricultura haya terminado en frustración.

 


“Tres veces vinieron los técnicos del Ministerio del Campo a plantar árboles y algunos cultivos de época y no salió nada, acá la tierra no nos ayuda”. Pueden dar fe de estas carencias un silo de maíz, impecable por la falta de uso, y una sembradora con los discos platinados por el sol del mediodía, que tampoco encontró surcos aptos para desarrollar su tarea. Por fortuna, la comunidad sí tiene agua para abastecerse, viene cruda del acueducto Nogolí y la potabilizan en el campo. Así terminaron con el desfile de camiones cisterna de antaño.

 


En la época floreciente, cuando la mano del hombre todavía no había hecho un daño irreversible, los humedales de Guanacache abarcaban  un millón de hectáreas en las que incluso se veía pavonearse a los flamencos. Pero llegó el uso indiscriminado del río aguas arriba y la desertificación que no pudo evitar ni siquiera el nombramiento del humedal como sitio Ramsar, un convenio internacional para la conservación y el uso racional de los humedales que se firmó en Irán en 1971 y que es prácticamente letra muerta porque los gobiernos no lo respetan. Por eso hoy suenan ridículos los nombres de algunos parajes: El Pato, El Balseadero, El Puerto… Claro, estaban relacionados con el agua, el bien preciado que hoy escasea hasta casi estrangular la débil economía huarpe.

 


Por eso hoy está concentrada en los criadores de chivos y en las tejedoras, que hacen maravillas con sus manos y sus telares para agregarle valor a la lana que sacan de las pocas ovejas disponibles, más la de algunas llamas que andan libres por esos campos plagados de vegetación autóctona como espinillos, breas y chañares, vegetación achaparrada y resistente, típica de San Luis.

 


La primera visita es justamente al corral comunitario donde retozan chivos y cabras. En uno, un centenar de animalitos nacidos hace pocos días berrean y se acercan a la alambrada, como si supieran que van a salir en las fotos. Hay más de 400 animales de distintas edades y pesos que en su momento saldrán a la venta. Es un sector grande y prolijo, con alambradas y postes de madera que sostienen techos de chapa para resguardar a las majadas del sol. Lo armaron en 2009 y de él saca provecho toda la comunidad, más allá de que algunas familias tienen sus rebaños propios para comercializar.

 


“A veces vienen turistas a comprar y también tenemos encargos para algunos eventos grandes. Los eligen y nosotros los carneamos en el momento”, cuenta Javier Calderón, uno de los encargados de cuidar ese tesoro productivo de los huarpes. El muchacho se vino raudo en su moto desde su casa ante el llamado de Pascuala. Es de pocas palabras, pero se lo nota ducho en el manejo de la majada. Con este cronista viajó un veterinario del Ministerio de Medio Ambiente, Campo y Producción, quien seleccionó unos cinco animalitos que formarán parte de la tradicional Fiesta de la Carreta y los 101 Chivos que en cada octubre organiza el Municipio de Carpintería. Un ingreso más para una economía ajustada como la del pueblo huarpe.

 


“Los chivos son nuestro medio de vida desde hace 50 años, cuando empezó a escasear el agua. Antes los huarpes eran excelentes pescadores, porque aunque parezca mentira acá había peces y patos, de los cuales aprovechábamos los huevos”, vuelve la película atrás Guakinchay, mientras parece que esas imágenes florecientes vuelven a pasar por delante de su mirada perdida en el horizonte pintado con tierra colorada cuarteada por el sol. ¿Agua en estos territorios hostiles? Sí, agua pura y cristalina que les proveía un río Desaguadero al que ningún gobierno le ponía coto cauce arriba, como comenzó a pasar en los últimos años, lo que secó las esperanzas de los huarpes de mantener sus tradiciones de subsistencia.

 


Las tierras donde viven fueron huarpes desde siempre, lo que hizo el Gobierno fue acercarles la infraestructura necesaria para que se puedan desarrollar con más posibilidades. Hoy viven más de 100 personas, con muchos bebés (“se esmeran los muchachos…”, bromea Pascuala), distribuidas en las 30 casas que también edificó la provincia.

 


Hay 17 de ellos que cobran un sueldo que les paga la comunidad por su trabajo. Es dinero que sale de Aportes del Tesoro Provincial (ATP), otra ayuda del Gobierno para su desarrollo.

 


En cuanto a las viviendas, son de material pero que conservan las líneas arquitectónicas históricas de las tolderías huarpes, con  un medio techo que llega hasta el piso en uno de los costados que simula los cueros que usaban en las épocas primitivas.

 


Tienen dos dormitorios y una cocina comedor de tamaño sorprendente por lo amplios, lo mismo que el baño. En los techos de varias de ellas asoman antenas de DirecTV, lo que los mantiene informados y entretenidos en las largas horas de la siesta y a la noche, cuando hay que guardarse adentro y estar atentos a que ningún puma se anime a acercarse a los corrales y hacer algún estropicio con las cabras. “Hay muchos y nosotros no los matamos, aunque sí lo hacen algunos cazadores furtivos que se meten de contrabando en el campo por las noches y son tan dañinos como los pumas, porque también se llevan las liebres y las comadrejas y, si te descuidás, algún chivito para el asado. Deberían estar todos presos”, se queja Pascuala.

 


Entre las 30 viviendas, hay dos que están reservadas para el turismo, lo que les agrega un ingreso extra en la época en la que San Luis es muy visitada por gente de otras provincias. Aquellos que quieran vivir la experiencia de pasar un día en una comunidad originaria, no tienen más que acercarse y arreglar con la cacique. “No sólo se puede pagar con dinero, también aceptamos algún trueque que nos convenga a las dos partes”, la deja picando Pascuala, quien cuenta que este año estuvo alojado todo el equipo de producción del cortometraje ‘La Trampa’, que saldrá próximamente y trata sobre la vida en tierra huarpe. A cambio del alojamiento les trajeron de Buenos Aires un montón de productos de primera necesidad que les sirvieron mucho para la vida diaria.

 


Cuando dejamos los corrales de chivos y seguimos viaje adentrándonos en el campo, llegamos al Centro Cultural ‘Juan de la Rosa Guakinchay’, un homenaje al abuelo de Pascuala, un hombre que hizo mucho por la comunidad. Está emplazado en el viejo edificio de la escuela, que luego fue reemplazado por el que se luce a metros de la entrada, otro más moderno que describiremos más adelante.

 


En el centro cultural funciona el taller de artesanas y está el estudio de la radio, una FM que en la zona se puede ubicar en el 94.5 del dial que transmite todo el día música mechada con algún programa de interés para los vecinos. Suenan tonadas y cuartetos, que es la música más aceptada por la comunidad, y por la tarde Andrés Agüero, el maestro de la escuela, que ejerce sus dotes de locutor con un programa que apela a las raíces huarpes para mantener viva la memoria.

 


Allí trabajan Susana Valdez, Marquesa Calderón y María Luisa Rivero, más Daniela, quien se encarga de tareas administrativas relacionadas con la comercialización y el manejo de la recaudación. Estas mujeres tejen en telares y bastidores aprovechando la lana de llama y de oveja. Muestran con orgullo chalinas, boinas, mantillas y todo tipo de prendas, muy coloridas, que terminarán en las manos de turistas ávidos por consumir productos de los pueblos originarios.

 


Todo está exhibido en prolijas estanterías recubiertas por un vidrio, lo mismo que mates, cuencos y platos de madera, algunos cinturones y carteras de cuero que los huarpes de Guanacache recibieron de otras comunidades vecinas para vender, producto de intercambios. También hay un par de sillones de álamo recubiertos en cueros de animales que dejaron allí los huarpes sanjuaninos.

 


“El proyecto que llevamos adelante es el de mantener vivas las técnicas ancestrales, las rescatamos para transmitírselas a los niños, que son los que impedirán que desaparezcan”, cuenta Susana, la más desenvuelta de las tres, aunque a todas les cuesta hablar con desconocidos, fruto de un carácter muy reservado. Estas mujeres enseñan el manejo del huso y a escarmenar, una técnica que permite quitarle las impurezas a la lana, fibra por fibra, para poder hilar. Cada año se realiza en el campo una feria de artesanos que se llama ‘Martina Chapanay’ y representa una excelente oportunidad de conocer más sobre esta cultura.

 


Los niños huarpes ya demostraron su habilidad para sostener en el tiempo las técnicas de sus antepasados. En los Juegos Intercolegiales Culturales ganaron una mención con su proyecto de teñido con hojas naturales y ya pasaron a la etapa Regional. Lo mismo pasó en la especialidad de Tejidos, donde hicieron un trabajo de esquilado, escarmenado, hilado y armado de madeja que competirá contra los mejores de la provincia.

 


La tercera parada es en la casa de Santos y Teresa, dos hermanos ya entrados en años que nos reciben con una sonrisa tímida. Es de las más prolijas, con un alambrado perimetral y algunas plantitas que le pelean a la sequedad a fuerza de riego con manguera. Hay azaleas y una Palau Palau, que tiene dotes medicinales ya que cura las heridas que producen las espinas, por lo que es indispensable en ese lugar. A pedido de Pascuala, Teresa ingresa a la casa y sale con una manta tejida con lana de oveja teñida. Es artesana jubilada, pero sigue despuntando la pasión por las artesanías. Su casa, como las otras 29, luce un sol en el frente. “Es una señal, donde hubo huarpes siempre dejaron su huella con el dibujo de un sol con 21 dedos, porque son dedos, no rayos”, asegura Guakinchay.

 


En cuanto a la religión, los huarpes tienen libertad. “Cada uno es libre de pensar lo que quiera”, dice Pascuala, quien agrega: “Que cada uno sea su propio templo, o sea responsable de sus actos”. Por eso tampoco tienen líderes espirituales, ejercen lo que les dicta el corazón, sin iglesias ni influencias.

 


Como la tranquera no tiene seguridad, también es un oasis para los vendedores. Mientras recorríamos la extensión divisamos un viejo Peugeot 505 verde oliva, desvencijado y cargado hasta el techo de bolsas con ropa y baratijas. El hombre, un cuarentón con barba entrecana de un par de días, gastado por los kilómetros y las rutas, iba casa por casa a ofrecer su mercadería y mal no le iba. Las mujeres salían a revolver el baúl y el asiento trasero en busca de la prenda salvadora para ellas o sus niños. Regatean, miraban las prendas al sol y, en muchos casos, compraban en riguroso efectivo para sacarle una sonrisa cansada al dueño del 505, un auto que parecía salido de la guerra del Líbano.

 


“Extraño el paisaje…”, dice de pronto Pascuala, transportada a su infancia. “Nací en un puesto de cabras, había lagunas que ya no están más. Extraño también las aves y los peces, la verdad es que me siento inmigrante en mi propia tierra, no la reconozco…”. Su nostalgia le da pie para ir a visitar el nacimiento del Desaguadero, un río que hoy muere por falta de agua antes de producir ese milagro. Vamos por una huella polvorienta que cada tanto nos tiende una trampa de guadal, cruzamos dos tranqueras y llegamos a un sitio que parece abandonado a la mano de Dios. Resuena un silencio que lastima el alma.

 


La camioneta frena porque estamos a punto de protagonizar la segunda parte de Thelma & Louise y su hollywoodense viaje al vacío. El camino termina en una profunda barranca que llega al cauce seco. Según las fronteras de los hombres, ésas a las que los huarpes no prestan atención, ya estamos en Mendoza. El blanco de la sal en la tierra brilla más que nunca bajo el sol del mediodía, el agua le dejó lugar a un líquido amarillento, mezcla de arsénico, plomo y desechos químicos que viajaron desde los viñedos sanjuaninos del norte. Las cárcavas abrieron surcos enormes que parece que irán a tragar al que se anime a asomarse. Un poco más allá, dos palos en las márgenes del Desaguadero y un alambre que los une. “La gente cruzaba paquetes por ahí y se tiraba a nadar de una orilla a la otra. ¡A nadar!”, cuenta Pascuala y no puede creer que esté usando ese verbo justamente allí. Allí donde reinaron los flamencos y la pesca dio de comer a generaciones enteras. Allí, en la tierra huarpe, un pueblo que pelea por permanecer y vivir de manera digna.

 



Amantes de los deportes y la flora y fauna autóctona

 


Lo primero que asoma en el territorio huarpe desde la ruta 147 es la escuela ‘Xumuc Pe’, que significa ‘Hijos del sol’ en el idioma nativo. Es una construcción moderna, que respeta la forma abovedada de la arquitectura del pueblo originario y es orgullo de la comunidad. Tiene Nivel Inicial, Primario y Secundario, con tres maestros que se desdoblan en las tareas educativas y otro grupo de itinerantes que dicta las materias especiales.

 


Son 24 chicos a la mañana entre el Ciclo Básico y el Orientado a Ciencias Naturales del Secundario y 17 por la tarde que van al Jardín o a la Primaria. Alumnos tímidos, de pocas palabras, pero muy futboleros, se nota en la proliferación de camisetas de River, Boca o el Barcelona, siempre con el 10 de Lionel Messi en la espalda.

 


“Son buenos jugando a la pelota y haciendo atletismo, sobre todo lanzamiento. Varios se han destacado en los Juegos Intercolegiales”, cuenta Lucía Calderón, la maestra de origen huarpe que embarazada y todo no para un segundo. El día de la visita de El Diario,  está acompañada por Carolina Araya, la profe de Ciencias Naturales, también huarpe. Viene los días que le toca dar clases desde la comunidad ‘Salvador Talquenca’ de San Juan.

 


“Cuando un tema les interesa se prenden mucho, por ejemplo pasa cuando hablamos de flora y fauna autóctona”, dice Carolina, que también los tiene contentos cuando les propone ir al laboratorio de química. Trabajan con computadoras que les dio el Gobierno provincial y también la Nación a través del programa Conectar Igualdad, aunque por estos días el wifi anda medio flojo y cuesta entrar.

 


En las paredes de las aulas espaciosas se ven láminas en papel afiche que hablan de Roma, Grecia y Egipto y tienen una particularidad en el dictado de clases: no hay fila de bancos, forman un círculo para verse entre todos y mejorar la interconexión. Lo mismo pasa a la entrada, no alinean para recitar la oración a la bandera, que no es Aurora sino la Declaración de los Pueblos Originarios.

 


En la entrada flamea la Wiphala, la bandera que es el símbolo de los pueblos originarios de América del Sur, que en los actos la porta un alumno del Secundario, ya que la enseña patria queda en manos de los de Primaria. En 2015 tuvieron tres egresados y dos de ellos estudian en la Escuela de Policía, en San Luis capital, una buena salida laboral para seguir ampliando fronteras.

 



Allí se palpa el amor por el terruño, por Gabriel Casari

 


Durante casi un año, entre marzo de 2015 e inicios de 2016, todos los lunes viajé hasta La Tranca, a unos pasitos de San Juan en lo más profundo de San Luis. Fueron casi doce meses en los que viví la inmejorable experiencia de dictarles clases a los adultos en la escuela “Xumuc Pe” de la comunidad Huarpe, y de paso conocer algo de sus costumbres, cultura e idiosincrasia.

 


Con mucha alegría y verdadera nostalgia recuerdo que en una geografía árida florecen las buenas personas, en una zona agreste se cosecha amabilidad, en donde el agua escasea abunda el esfuerzo compartido.

 


En imborrable el esfuerzo de la directora Lucia Calderón, el corazón de una escuela, quien llega con la mañana y se retira con la noche. Allí se desarrollan los adolescentes que van por la mañana a la secundaria, y de los chicos de la primaria.

 


Pero la escuela, es sólo el inicio de un mundo que, como el viento de la zona, se mete en la piel, en donde el amor por el terruño está presente en todos.

 


Allí saludan con dos besos, hablan con calma, escuchan y siempre, pero siempre, anteceden una frase con otra que pide permiso o perdón.

 


Las casitas tienen las ventanas chiquitas, porque cuando el viento sopla lo hace sin clemencia. El agua es un bien preciado y escaso, los caminos son anchos y los autos se quejan por los serruchos.

 


A la mañana el cielo abraza por su inmensidad, es celeste y sin interrupciones, sin antenas, sin cables, y transmite una sensación de sacralidad eterna. Al igual que la noche, la más limpia que he visto en mi vida, donde las estrellas parecen estar al alcance de la mano y la oscuridad golpea y hace que el manto estelar estremezca.

 

No pasan muchos colectivos, no funcionan los celulares y para hablar con alguien hay que mirarlo a los ojos. La tierra allí es rojiza, las sonrisas amplias y blancas y los recuerdos imborrables.

 

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