14°SAN LUIS - Martes 30 de Abril de 2024

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Una pasión con raíces campestres

Una radiografía para entender la vigencia de una actividad amada por unos, denostada por otros y resistente al paso del tiempo. ¿Qué ve la gente de atractivo en el hecho de que un hombre se suba a un caballo y emprenda el lógico desafío de no caerse?

Por Juan Luna
| 06 de noviembre de 2017
Fotos: Nelson Vega

Suena una campana. Como si ese tintineo fuera una mecha que lo enciende, el caballo se activa y se lanza a dar brincos feroces sobre el pasto. Se sacude de un lado hacia el otro mientras sobre su lomo, un hombre se aferra a las riendas con todas sus fuerzas. Como un apurado director de orquesta intenta marcarle el ritmo al animal con el lazo. Mientras tanto, una voz relata la travesía y el público voraz estalla en aplausos y ovaciones.

 

Son apenas unos segundos, todo depende de cuánto resista el observado jinete. Pero antes de ese instante de euforia, hay un prolongado tiempo de preparación y una cotidianeidad armada en torno a esas tradiciones. Alrededor, hay todo un movimiento social, cultural y económico que se despliega a lo largo y ancho del terreno nacional y que, lejos de extinguirse, parece florecer cada vez más.

 

Cuando se aproxima el verano, los festivales camperos copan las pantallas de los televisores y ocupan las principales cuadrículas de los calendarios turísticos y regionales. Cada vez que desembarcan en alguna localidad movilizan multitudes que, con una lealtad apasionada, asisten religiosamente a donde los coloridos panfletos los llamen.

 

Sin embargo, así como generan amores y no dejan de ganar adeptos, también son blanco de críticas y rechazos de quienes las consideran una forma perpetuada de maltrato animal. Pero ¿qué son las jineteadas? ¿Por qué despiertan tantas pasiones? ¿Cómo se mantiene tan vigente a pesar del avance de lo urbano sobre las costumbres rurales?

 

Para comprenderlas, es necesario adentrarse en las entrañas mismas de ese mundo en el que surgen y en el que adquieren su sentido más pleno. En las vísceras de la vida campestre, las jineteadas son mucho más que un hombre intentando no caer de un caballo. Las envuelve un universo con códigos, hábitos y lenguajes propios que conllevan un estilo de vida y una forma de afrontar los días.

 

Es que en las agotadoras tareas del campo más profundo, no hay oficinas en las que depositar el estrés de la jornada antes de volver a la tranquilidad del hogar. El trabajo y el descanso conviven en las mismas tierras. En tiempos donde la tecnología no tenía la magnitud ni el alcance que hoy posee, tampoco había televisores ni internet para apaciguar el aburrimiento, ni las extensas longitudes permitían hacer una escapada a un bar o programar una salida.

 

Por eso, los fatigados peones encontraron la forma de amedrentar las horas y entretenerse en los mismos espacios y con los mismos recursos con los que trabajaban a diario. El caballo, pieza indispensable para recorrer los páramos más hostiles, se volvió también un compañero en los momentos de ocio.

 

Así, los gauchos comenzaron a apostar quién ostentaba la mejor destreza para aguantar sobre el lomo de un “chúcaro”, tal como se llama a un animal arisco que no ha sido amansado. Del mismo modo que los chicos de ciudad hacen sus primeros intentos sobre una bicicleta cuando son pequeños, muchos jovencitos del agro aprenden a cabalgar. Y aunque son hazañas que revisten peligros, para quien usa monta a diario y le pone el cuerpo (literalmente) al trabajo, las caídas y los golpes son moneda corriente.

 

Es por eso que resulta extraño encontrar seguido - res de las jineteadas que no estén ligados de alguna manera a la vida rural. Por el contrario, casi el cien por ciento del público de estas actividades ecuestres, proviene o vive en el campo o en las zonas periurbanas, o adquirió el gusto como legado de una tradición familiar.

 

Vuelto un signo indeleble de la cultura gauchesca, la expansión de estos pasatiempos llegó a convertirse en un espectáculo y tomó forma hasta generar un abanico de oficios cada vez más rigurosos y profesionales, desde el papel de los organizadores evento hasta los jinetes, pasando por los criadores de los equinos, los payadores y los presentadores.

 

Premio al esfuerzo

 

Muchas veces cuando se habla de jineteada, en realidad se hace referencia a un evento donde conviven varias actividades y competencias repartidas durante toda una tarde o una noche. Por lo general, todas tienden a mostrar las destrezas que adquieren los gauchos en el manejo de los animales: carreras de cabalgatas con obstáculos, contiendas para saber quién enlaza primero un ternero, por ejemplo, que son intercaladas con shows musicales y bailes propiciados por grupos folclóricos, en especial chamameceros.

 

Pero la jineteada propiamente dicha suele ser el plato principal de esos encuentros y consiste en una competencia entre los montadores. Existen distintas categorías con sus especificidades y reglas, pero todas se resumen en lograr dominar al equino que está preparado para “corcovear”, es decir, para echar su cuerpo hacia atrás e intentar derribar al jinete, antes de que suene la campana.

 

Al igual que en otros deportes, existe una serie de actores necesarios que cumplen distintos roles, dentro del campo de doma y a los alrededores.

 

Siempre hay un jurado, designado por la comisión organizadora, que tiene la tarea de evaluar y asignar un puntaje al rendimiento de cada participante para luego determinar al campeón. También hay un capataz de campo para hacer cumplir el reglamento a los contrincantes y verificar que estén listos para iniciar su participación.

 

Por lo general, en la pista hay tres postes en los que los “palenqueros” sujetan los caballos para que vayan saliendo de uno por vez. A la asistencia del jinete acuden los apadrinadores, quienes retiran al hombre del animal cuando el tiempo acaba e intentan protegerlo de cualquier eventual golpe.

 

Además, los tropilleros tienen un papel fundamental. Son contratados para aportar la manada. Por lo general son personas que se dedican a la cría equina y encuentran una veta económica más al especializarse en las destrezas gauchas. En otros casos arman el plantel como una excusa para participar de algún modo en ese mundo que los atrae. Para ellos, que el jinete ganador use uno de sus animales es también un triunfo y les ayuda a alimentar su prestigio y el buen nombre, un valor indispensable para ser invitados luego a más encuentros.

 

Por fuera del campo hay dos presencias infaltables: el animador y el payador. Son quienes presentan a cada competidor y al animal que montarán, relatan su desempeño y le aportan el carisma para mantener entretenidas y atentas a las tribunas. Entre cada monta, el payador armado con su guitarra improvisa versos sobre el rendimiento de cada gaucho.

 

Pero también hay una gran cantidad de personas que participan y obtienen beneficios de forma indirecta. Desde los colaboradores de cada tropilla, los veterinarios que revisan y admiten a los “reservados” y los artistas que animan los espectáculos entre cada ronda de montas.

 

Sin embargo, los grandes protagonistas son los jinetes. La cada vez mayor profesionalización de la actividad ha hecho que los montadores tengan que cuidarse y estar en buena forma física para tener un buen rendimiento sobre el caballo. Con el paso del tiempo, la visibilización de estas tradiciones y la presión de las agrupaciones proteccionistas, hicieron que los deportes ecuestres tuvieran que corregir sus propios yerros para asegurar la integridad del animal y del humano que lo monta.

 

Así, en cada evento es indispensable que contraten un seguro contra daños físicos. Los montadores hoy cuentan con una mutual específica para su actividad y ya no se arriesgan el pellejo por cualquier vuelto. Lo que antes para muchos peones era una forma de pasar el tiempo y ganarse algunos pesos, ahora es un trabajo. Por eso los premios son cada vez mayores y los montadores más reconocidos se ganan el derecho de ser contratados y que les paguen por el simple hecho de participar.

 

Del otro lado del alambrado

 

Desde la primavera en adelante se amontonan en el calendario las fechas más convocantes de los festivales de domas y destrezas gauchas. El festival de Jesús María es el más grande y popular del país y de toda Latinoamérica y para sus fanáticos es algo así como lo es el Mundial para los amantes del fútbol. Pero en realidad, las jineteadas se realizan durante todo el año y pintan de par en par los fines de semana del almanaque.

 

San Luis tiene una ajetreada grilla de estos encuentros de estirpe campera. El más resonante y convocante es el Festival Nacional del Caldén, que se realiza en Nueva Galia con público de todo el país, pero hay otras plazas que tienen nutridas convocatorias y, por lo general, buenos elogios del público habitué. Lavaisse, Juan Jorba, Fraga, Villa Mercedes son algunos de los lugares predilectos, que reciben incluso muchos visitantes del sur de Córdoba.

 

Organizar un evento de este tipo no es fácil. Algunas veces los municipios encabezan las gestiones como parte de su agenda cultural, pero muchas otras, hay comisiones que se encargan de armar todo el paquete como parte de una iniciativa privada con un interés económico pero también apasionado por la actividad.

 

Es que alrededor del campo de doma se despliega un gran abanico de posibilidades. Los seguidores se mueven por las rutas y viajan a la localidad que toque, con tal de disfrutar de la fiesta.

 

Ellos también son parte del espectáculo y de esa postal colorida que siempre las ilustra. Preparados con reposeras, mesas, conservadoras, bebidas, mate y comida, asisten desde temprano y permanecen durante horas a las orillas del alambrado. Tampoco faltan los patios de comida, el humo que sale de las parrillas, los puestos de talabarterías y la música.

 

Y la concurrencia no discrimina edades. Las jineteadas son, en general, parte de una salida familiar y una tradición que se transmite desde abuelos hasta nietos. Siempre bien uniformados con pilchas gauchescas: boinas, bombachas, alpargatas o botas, y un facón a la cintura para cortar la carne.

 

Incomprendidas por muchos, amadas por otros, las jineteadas son un fortín al que se aferran los que tienen sus raíces en el campo, un refugio contra el paso inevitable del tiempo.

 

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