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Un matrimonio que cosechó su siembra

Por redacción
| 18 de junio de 2017
De su paso por "La Datilera" de Quines quedó un libro que cuenta las experiencias en el norte puntano y deja un legado para la historia productiva de San Luis.

El amor es uno solo y la prueba fiel es la unión de Elba y Eduardo Martínez, quienes desde hace más de 50 años comparten no sólo la familia, la pareja y la vida cotidiana, sino que tienen en común la pasión por los cultivos. Compañeros de facultad, se conocieron en Mendoza cuando ambos decidieron comenzar la carrera de agronomía en la prestigiosa Universidad Nacional de Cuyo. A partir de ese momento comenzó la historia que ahora dejarán plasmada en libros.

 


Ella no tomaba mate, él la inicio en la costumbre mas gauchesca. Ella armaba los calendarios de estudio y exámenes, los que él cumplía con obediencia militar. Así, codo a codo, se recibieron en alguna fecha que ya no recuerdan de los primeros años de la década del 70. Ya eran conocidos en la zona por algunas prácticas que habían hecho en el INTA de General Alvear, pero todavía el terreno laboral no se encontraba preparado para una mujer con inquietudes agronómicas.

 


Elba y Eduardo superaron muchas pruebas. Ante la pregunta de cómo es que se consigue trabajar juntos, criar hijos, manejar la economía y todo lo que implica un hogar, el ingeniero contestó casi sin pensarlo: “Es por el amor que nos tenemos y el gusto que siempre sentimos por las labores en la tierra que tantas satisfacciones nos dio”, contó, mientras ella lo abrazaba (como lo hacía aquella joven de 19 años que ingresó contra todo pronóstico a una carrera de hombres) de atrás y con lágrimas de emoción.

 


Ambos nacieron en Mendoza, pero vinieron a San Luis con la idea de ser útiles y de devolver al Estado tantos años de educación libre y gratuita. Elba le cede la palabra a Eduardo, con un respeto que es digno de destacar, aunque a lo largo de la charla se puede percibir que el comportamiento es recíproco. Él  comienza con el relato de lo que fueron sus primeros pasos como agrónomos.  “Todavía no nos habíamos recibido pero teníamos propuestas de trabajo en la zona. A mí me ofrecían un puesto en el INTA de General Alvear, localidad en la que nací y viví hasta el momento de partir a la universidad. Me querían a toda costa. Nuestros planes eran que cuando egresáramos ibamos a casarnos, por lo que pedí incluyeran en la propuesta a Elba. Pero no hubo caso, no querían mujeres y me aceptaban a mí solo. Luego le ofrecieron un cargo a ella en San Rafael, a 80 kilómetros de donde yo iba a estar. Por supuesto que no nos convencía. Así que pedimos ir los dos al INTA de Rama Caída, camino al cañón del Atuel. Finalmente llegó el día y así como entramos juntos a la facultad, juntos nos convertimos en agrónomos. Llegamos a San Rafael para esperar nuestros nombramientos. Los días pasaban y los cargos no se hacían efectivos. En el medio apareció una nueva propuesta”, dijo Eduardo, que se acuerda de cada detalle como si fuera ayer y hasta sabe los apellidos de los ingenieros con los que se había contactado por aquellos tiempos.

 


“Vinimos a San Luis a visitar a un colega amigo que estaba con su mujer. Él nos comentó que buscaban ingenieros agrónomos, que en esa época escaseaban por la zona, y nos propusieron inscribirnos para trabajar en la provincia. Volvimos de nuestra luna de miel y en el organismo nacional no había novedades. Parecía que estaba todo listo pero el trabajo no arrancaba. Una mañana recibimos un llamado que nos informaba que ahora sí seríamos parte del equipo del INTA. Pero mirá lo que son las cosas de la vida, el destino nos puso en un apriete. Dos telegramas, uno para cada uno, llegaban de tierras puntanas para felicitarnos porque nos habían designado para hacer tareas experimentales en 'La Datilera' que estaba en Quines. Los sueldos eran más o menos iguales, así que la pregunta que nos hicimos y que nos ayudó a tomar una decisión fue: ¿Dónde hacemos más falta? ¿Dónde vamos a ser más útiles?

En ese momento nadie quería venirse a San Luis. No era la provincia próspera que hoy conocemos. Ir a Quines era una odisea: las rutas eran de tierra y los servicios casi que no existían, pero nosotros dejamos todo y nos fuimos de Mendoza”, cuentan entre carcajadas por la reacción de la gente del INTA al saber que se quedaban sin asesor de mejoramiento de vides y sin la investigadora en fitopatología, y encima el cambio era para ir a tierras sin explorar.

 


Les llevó tiempo, pero aprendieron que la forma de trascender a la profesión era poniendo en palabras escritas sus investigaciones y vivencias. Uno de los libros que escribió el matrimonio fue La Palmera Datilera (Experiencias de cultivo y producción de dátiles en Quines-San Luis), que relata que 'El Datilero' fue creado en 1951 como un centro experimental de diferentes cultivos que comenzaron con la plantación de la exótica.

 


“Nuestra función primordial en la zona era la de cubrir las necesidades experimentales en materia frutihortícola para luego transmitir los hallazgos a los productores. El agrónomo Eleodoro Miranda fue quien emprendió la expedición al África de donde trajeron hijuelos y carozos de la palmera que produce dátiles. La especie, cuando la traen a San Luis,  se plantó en una hectárea y media del predio que llevaba su nombre y que para el momento de nuestro desembarco  allí  ya tenía gran tamaño. Cuenta la historia que muchas murieron en el camino y otras tantas ya en tierra porque no resistieron. La idea de conseguir el fruto exótico surgió de una presentación que hizo el ingeniero Julve, en los años '50, cuando presentó un proyecto al Gobierno provincial para estudiar el comportamiento del dátil en el norte de la provincia. La idea era formar emprendimientos familiares. El ingeniero Julve se fue y La Datilera entró en un período de abandono”, reza la edición impresa en una de sus primeras páginas, donde recuerdan los comienzos del experimento en el predio donde hoy hay un boliche bailable, según cuentan algunos lugareños y trabajadores que supieron ver la producción que se usaba de manera experimental. 

 


Así comenzaron a transitar la vida laboral como ingenieros, siempre con la convicción de poder brindar un servicio a la comunidad para saber cómo hacer cultivos en el norte de la provincia y poder desarrollar otras áreas por  fuera de la ganadería. “Antes de que nosotros llegáramos, el predio estuvo en manos de la Federación Agraria, que colocó frutales a tontas y a locas. Había algunos que florecían y otros que no", contó.

"Entonces decidimos pedir una casilla meteorológica para tomar datos de temperaturas. Allí detectamos que los frutales de carozos o pepitas requieren bajos registros térmicos durante el invierno para florecer en primavera. Eso nos llevó tres años de estudio. Estas especies tenían 650 horas de frío y los manuales decían que eran necesarias 900”, contó Elba sobre los primeros hallazgos que encontraron al hacerse cargo del predio ubicado en Quines.

 


Los primeros tiempos en San Luis no fueron fáciles y sufrieron un par de tropiezos, pero Elba y Eduardo, fuertes y responsables de sus labores y del trabajo que ya habían emprendido, no estaban dispuestos a dejar la tarea a medio hacer. “En un momento, cuando ya había nacido mi primer hijo, quisieron trasladar a mi marido a San Luis y a mí mandarme a un paraje inhóspito. Finalmente, en parte por problemas familiares, terminamos con seis años de investigación en los cuales, entre otros beneficios, tuvimos la oportunidad de probar más 30 especies de hortalizas”, contó la ingeniera, quien agregó que en esos años daban clases en la agrotécnica de Quines como parte del contrato que habían firmado para venirse de su ciudad natal. "Pasábamos mucho tiempo con nuestros alumnos, viendo la reacción de los cultivos que allí habíamos implantado", cuentan muy orgullosos de la experiencia práctica que pudieron darles a sus alumnos en aquellos años. 

 


Una vez que se mudaron a la ciudad, Elba decidió abocarse más a la docencia y rindió un concurso en la Universidad Nacional de San Luis para la cátedra de Fitopatología. Cuando la revista El Campo llegó a su casa se presentó por su nombre y a continuación se definió: “A mí me gusta aprender y enseñar, sobre todo a mis seres queridos, pero no de la manera tradicional sino a través del juego. Recorrer el patio e ir contando sobre lo que vamos viendo y así se genera una interacción en la que yo enseño y, en el caso de mis nietas, me dan una nueva visión de cosas que hace años veo y que vuelvo a descubrir”, afirmó, y agregó que esas mismas inquietudes la llevaron a estudiar una carrera poco común para las mujeres de esa época. “Crecí con huertas en mi casa. Primero mi abuelo, luego mi papá como una forma de tradición hizo lo mismo y nos transmitió a nosotros, sus hijos, el amor por la tierra y por la naturaleza”, contó con nostalgia, aunque ahora, por sus años, prefiere pasar más tiempo en centros urbanos para sentirse más protegida.

 


Eduardo ya pasó la barrera de los 70, sin embargo sigue en contacto con las producciones, en este caso, con las que son de origen orgánico. Sus tres hijos colaboran con ellos y escuchan atentamente sus anécdotas, que de alguna manera completan su propia historia. “Cuando salimos de la universidad no se podía concebir la agricultura sin el uso de químicos. Con el paso de los años aprendimos que se podían usar otros elementos para combatir plagas y malezas. Eso nos llevó a escribir un nuevo libro en el cual reunimos consejos útiles para hacer cultivos más amigables con el medio ambiente. Ahora, y a pesar de que la parte pesada se la encomiendo a mis hijos, tengo una pequeña huerta en la que pongo en práctica todos mis conocimientos”, contó Eduardo, quien además tiene un campito en El Volcán donde plantó frutales con el fin de hacer dulces caseros y no abandonar nunca la pasión que además lo llevó a encontrar el amor de su compañera.

 


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