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Cuando la humanidad descendió al infierno

El conflicto, que se gestó al calor de rivalidades y ambiciones imperiales, provocó el colapso de la Europa liberal y optimista. Fue el primer enfrentamiento bélico a escala planetaria, con una movilización de 60 millones de soldados y un saldo de 20 millones de bajas civiles y militares.

Por Hernan Silva
| 13 de noviembre de 2018
Después de cuatro años de una guerra intensa y despiadada, los soldados y las sociedades estaban agotados por el esfuerzo bélico. Foto: Archivo

L a humanidad tiene que estar loca para hacer lo que está haciendo". La frase fue escrita en su diario por un militar francés en la Batalla de Verdún, y sintetiza ese auténtico descenso al infierno que representó la Primera Guerra Mundial. Este enfrentamiento bélico, que en noviembre cumple el primer centenario desde su finalización, fue el primero a escala planetaria, movilizó a 60 millones de soldados de treinta países y dejó 20 millones de muertos entre civiles y militares. La “Gran Guerra” fue una divisoria de aguas, con ondas de choque que aún hoy hacen eco en el mapa geopolítico: Francia y Gran Bretaña quedaron exhaustas tras la contienda y dejaron de ser potencias de primer orden; cuatro imperios (alemán, austro-húngaro, ruso y otomano) se derrumbaron y los Estados Unidos emergió como una de las naciones más poderosas del planeta.

 

Fue el conflicto en el que la destructividad en el campo de batalla dio un salto cuántico. Las estrategias militares obsoletas del siglo XIX descubrieron el poder de la tecnología armamentística del siglo XX. La mezcla fue deletérea. Los heroicos asaltos de la infantería y la caballería eran rechazados en pocos minutos por eficientes ráfagas de ametralladoras. Fue el conflicto que señala el advenimiento de la “guerra total”, en la que los beligerantes, en su mayoría sociedades industriales avanzadas, utilizaron toda su capacidad económica para sostener el esfuerzo bélico. La población civil se involucró masivamente y la consecuencia, casi lógica, fue que esos mismos ciudadanos se convirtieron en un blanco prioritario para el enemigo.

 

Fue el conflicto en el que se incurrió en los pecados de la subestimación y el orgullo, de dejarse llevar por la embriaguez de un nacionalismo exacerbado. Acostumbrados a guerras que se extendían por meses, o en algunos casos incluso semanas, en Europa los ejércitos fueron despedidos por muchedumbres que arrojaban flores, con mujeres que detenían a los conscriptos para besarlos. El Kaiser alemán Guillermo II les dijo a los soldados que iban hacia el frente que volvería a verlos antes de Navidad. Sin embargo, la guerra se extendió durante cuatro años interminables.

 

Pero por sobre todas las cosas fue el conflicto en el que la violencia y la sinrazón alcanzaron cotas, o profundidades, inéditas. Azotados por las balas, las bombas, los gases venenosos y las enfermedades, miles de soldados morían diariamente en una orgía de destrucción que no suponían conquistas apreciables o batallas que se decantaran para alguno de los bandos. La “Madre de todas las guerras” le hizo honor a su denominación. Sembró semillas de brutalidad que brotarían en la carnicería aún mayor que fue la Segunda Guerra Mundial.

 

 

El camino que conduce a la hecatombe

 

¿Por qué Europa decidió dinamitar la civilización burguesa, liberal y optimista que orgullosamente había construido a lo largo del siglo XIX? ¿Por qué se suicidó cuando las naciones más importantes del continente se encontraban en su apogeo económico y militar? Las fricciones motivadas por las políticas imperialistas explican en gran medida el camino que condujo a la hecatombe. A principios del siglo XX, Alemania ya era una potencia tecnológica y económica de primer pero por su unificación política tardía no había llegado a tiempo para el “reparto” de las posesiones coloniales. En 1913 Europa, por ejemplo, dominaba toda África, pero el Imperio germano sólo tenía colonias en Namibia, Camerún, Togo y Tanzania. Los alemanes consideraban que estas ganancias territoriales eran exiguas en comparación a las posesiones de ultramar que detentaban Francia y el Reino Unido.

 

El Reino Unido observaba con mucho recelo el afán germano para contar con una fuerza naval de primera categoría. Los ingleses estaban decididos a mantener su supremacía mundial en los mares, clave para su prosperidad económica, y la competencia germana era un riesgo. Ambas naciones comenzaron una carrera armamentística para equipar sus armadas en los años previos a la guerra. Al comienzo de las hostilidades, Gran Bretaña tenía 29 barcos de guerra, contra 19 de Alemania.

 

Algunos historiados subrayaron que la guerra total obedecía a que los objetivos de los contendientes eran ilimitados o “megalomaníacos”, en contraposición a los motivos concretos de los enfrentamientos anteriores. La política se había fusionado con la economía. Alemania quería ser la principal potencia mundial y desplazar del podio a Inglaterra. El mundo se había quedado chico.

 

La emergencia de Alemania como potencia no sólo preocupaba a los ingleses. La inquietud se extendió a todo el continente y desató una carrera diplomática de acuerdos y tratados que apuntaron a neutralizar este peligro. En 1907 Francia, Rusia e Inglaterra suscriben la Triple Entente, por la que se comprometen a una defensa mutua ante un ataque alemán. El Imperio del Kaiser ya había acordado unir fuerzas con los austrohúngaros y luego también con Italia a través de la Triple Alianza. Todos estos movimientos dejan a Europa peligrosamente posicionada para una guerra múltiple.

 

Pero una de las razones principales que explican por qué Europa se abalanzó de manera ingenua hacia la Primera Guerra Mundial fue el error de cálculo. Todos los beligerantes creían que la contienda sería breve y no una matanza interminable que desgastó los mismos cimientos de sus sociedades. La presunción se basaba en los antecedentes. Hacía un siglo que no se había registrado un conflicto significativo entre potencias europeas, y todos los enfrentamientos ocurridos durante los últimos cien años habían finalizado rápidamente, con duraciones que se cifraban en meses, o incluso semanas, como el choque de Prusia con Austria, en 1866.

 

 

La chispa, el relámpago y el milagro

 

Con una Europa que había posicionado sus piezas a la espera de un enfrentamiento masivo, sólo hacía falta una chispa para que detonara el polvorín. Eso ocurrió el 28 de junio de 1914. Ese día Gavrilo Princip asesina en Sarajevo a Francisco Fernando, el príncipe heredero al trono del Imperio Austrohúngaro. Princip integraba un grupo nacionalista que propugnaba la anexión de Bosnia-Herzegovina con Serbia y que creía que el magnicidio catalizaría ese proceso político. Un mes después el Imperio Austrohúngaro le declara la guerra a Serbia, lo que da formalmente inicio a las hostilidades. Rusia, histórica aliada de Serbia por cuestiones culturales (ambas son naciones eslavas que comparten el credo católico ortodoxo), decreta la movilización general. En los primeros días de agosto, Alemania le declara la guerra a Rusia y la invasión germana de Bélgica empuja a los ingleses a involucrarse en el combate. Las alianzas se activan; las luces en Europa se apagan.

 

La Blitzkrieg (guerra relámpago en alemán) fue utilizada por Adolf Hitler en la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, los alemanes emplearon al principio de la “Gran Guerra” una estrategia similar, de movimientos militares veloces. La meta era evitar el escenario de tener que pelear en dos frentes (en el oriental con los rusos y en el occidental con los franceses), una posibilidad concreta que dejaba latente el sistema de alianzas.

 

El ideólogo de este plan había sido el militar Alfred Von Schlieffen, quien lo formuló a principios del siglo XX. Implicaba arrasar y atravesar rápidamente Bélgica para sorprender por el norte a las fuerzas galas, que esperaban en sus fortificaciones un ataque por el este. En el Imperio Alemán suponían que con esta acción podían derrotar a Francia antes que los rusos lograran movilizar a todo su ejército, una acción que, estimaban, no podía ocurrir en menos de seis semanas por la enorme extensión del país eslavo y el escaso desarrollo de su infraestructura vial.

 

En las primeras seis semanas de la contienda el plan Schlieffen funcionó a la perfección. Como si se tratara de un reloj, el ejército alemán exhibió un avance indetenible y ajustado al calendario fijado. Pero en setiembre de 1914 llegó la batalla, o el “milagro” para los aliados, del Marne. A sólo cuarenta kilómetros al este de París, un millón de soldados aliados frenaron al ejército alemán, conformado por 800 mil personas. El enfrentamiento es clave. Modifica la dinámica de la contienda, que pasa de batallas móviles a una guerra de trincheras que se mantendrá hasta el final del conflicto.

 

 

Un infierno compartido por soldados, ratas y piojos

 

Las trincheras representan el símbolo de la Primera Guerra Mundial. Surgen en definitiva de ese desfasaje entre estrategias militares de la época napoleónica y la potencia del armamento moderno. Excavar en la tierra era quizá la única forma que tenían los ejércitos para encontrar protección ante los implacables ataques de la artillería y las ametralladoras. Sin embargo, el carácter estático del conflicto no evitó que millones de soldados perdieran la vida en ataques masivos que suponían, en el mejor de los casos, ganancias territoriales de pocos kilómetros. La conflagración se baña en la sangre de la sinrazón. Los soldados se bestializan. No es casualidad que la Primera Guerra Mundial haya sido la experiencia trascendental de Hitler y que unió su destino con el de Alemania.

 

Al principio las trincheras eran simples líneas defensivas, pero con el correr de los meses crecieron tanto en complejidad como en profundidad. Nunca eran rectas, si no que manifestaban una geometría dentada y zigzagueante. Este diseño dificultaba el acceso del enemigo y, al estallar las bombas, limitaba la onda expansiva y las esquirlas. El espacio que separaba a los ejércitos se denominaba “tierra de nadie” (No man’s land, en inglés) y se caracterizaba por ser un paisaje espeluznante salpicado de cráteres, barro, restos de árboles y cadáveres mutilados. En el frente occidental este límite oscilaba de los trescientos a los treinta metros de amplitud.

 

La vida de los soldados en las trincheras era miserable, acompañados no sólo por las bombas y las balas, sino también por la humedad, el frío, la suciedad, las ratas y los piojos. La principal causa de muerte eran enfermedades como tifus, cólera y disentería. La atención médica era insuficiente y los antibióticos aún no habían sido descubiertos. Las heridas menores eran potencialmente mortales y la mitad de los soldados con gangrena fallecían. El costo psicológico de tener que soportar durante días bombardeos de artillería y condiciones sanitarias deplorables era abrumador. Muchos hombres que estaban apostados en el frente desarrollaron una “neurosis de guerra”. Por eso no sorprende que la Primera Guerra Mundial fuera el primer conflicto en el que los psiquiatras eran miembros integrales de los equipos médicos militares.

 

La tecnología del siglo XX irrumpe en el campo de batalla

 

La Primera Guerra Mundial constituyó el bautismo de fuego para nuevas tecnologías armamentísticas, aunque también fue el escenario en el que se perfeccionaron otras innovaciones. Representó el primer conflicto en el que se usó la aviación a gran escala. En un principio sólo se hacían vuelos de reconocimiento y de observación de las líneas enemigas, aunque hacia el final de la guerra ya había escuadrones de combate en toda regla. Los alemanes también emplearon los dirigibles para atacar algunas urbes europeas. Lieja, en Bélgica, fue bombardeada en agosto de 1914 y se convirtió así en la primera ciudad agredida desde el aire en la historia.

 

Si bien el primer submarino militar había sido utilizado en la Revolución Americana, la "Gran Guerra” fue testigo del uso sistemático de este tipo de navíos. Constituyó una herramienta muy útil para contrarrestar el bloqueo marítimo que Gran Bretaña le había impuesto a Alemania con el fin de desangrar su economía. Los U-Boot (abreviatura de Unterseeboot, nave submarina en el idioma alemán) se apostaron alrededor de las islas británicas para hundir los barcos que transportaban mercancías y dejar así a la población sin suministros.

 

Los tanques fueron inventados por los ingleses y se utilizaron por primera vez en la batalla del Somme, en setiembre 1916. Sin embargo, de los 49 vehículos que salieron a combate, la mayoría se averió.

 

Dentro de los tanques era común que los tripulantes se desmayaran por las altas temperaturas y por la inhalación de una mezcla tóxica de monóxido de carbono, vapores de aceite y el humo de los cañones. El sonido era ensordecedor y embotaba la cabeza y los oídos. Además, muchas veces la munición que transportaban estallaba por el calor.

 

Pero quizá la innovación más terrorífica del enfrentamiento fue la introducción de las armas químicas. Los alemanes emplearon por primera vez estos productos el 22 de abril de 1915 en Ypres, Bélgica. En el transcurso de la guerra, este país lanzó 69 mil toneladas de gas y los aliados 51 mil. A pesar del pavor que despertaba esta forma de hacer la guerra, el uso de las máscaras antigás minimizó sus efectos entre los soldados.

 

La tecnología había hecho su irrupción en el campo de batalla, pero la tracción a sangre aún era importante para los ejércitos. No existe ningún animal tan vinculado a los enfrentamientos bélicos como el caballo. La “Gran Guerra” no fue la excepción. Los beligerantes emplearon un millón de ejemplares, no sólo para la caballería, sino también para transportar suministros y municiones. Además fueron utilizados perros para enviar mensajes y también para hacer compañía en las trincheras, ya que servían para poder cazar ratones.

 

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