Una píldora llena de historia que calma los dolores
El curioso origen del medicamento que llegó a la luna y del que se consumen 200 millones de dosis por día indica que fue botín en la Primera Guerra Mundial. La cura de todos los males empezó a organizarse con el Tratado de Versalles.
Por: Agustina Bordigoni
Hay dos cosas en las que casi todos (incluso los historiadores de diferentes líneas) están de acuerdo: la aspirina es un medicamento reconocido mundialmente y el Tratado de Versalles –por el que acabó la Primera Guerra Mundial– fue excesivo en sus exigencias hacia los vencidos y una de las causas principales de la Segunda Gran Conflagración.
Dos hechos que parecen tan inconexos tienen en realidad un punto en común: de los 7.000 millones de dólares que fueron confiscados tras el acuerdo junto con muchas patentes alemanas, una de ellas fue la de la aspirina.
Creado como lo conocemos hoy y con todas sus propiedades, el ácido acetilsalicílico (patentado como Aspirin el 6 de marzo de 1899) tiene una historia tal vez mucho más interesante que la de cualquier otro medicamento. Sobrevive en el mercado como una medicina, pero también en obras literarias, letras de canciones y en los diccionarios como sustantivo desde 1936.
Llegó a la Luna en el botiquín de los astronautas en 1969 y se calcula que por día se consumen más de 200 millones de este “cuerpo blanco cristalizado en agujas y muy poco soluble en el agua” que fue creado como tal hace 120 años.
De medicamento a botín de guerra, de ser un veneno capaz de intoxicarnos a ser la cura de todos los males, la aspirina sigue siendo la aspirina, y no hay nadie que se atreva decir que no es buena.
Toda la culpa fue de Alemania
“Los gobiernos aliados y asociados declaran y Alemania reconoce que ella y sus aliados son responsables, por haberlas causado, de todas las pérdidas y todos los perjuicios que han sufrido los gobiernos aliados y asociados y sus nacionales a consecuencia de la guerra que ha sido impuesta por la agresión de Alemania y sus aliados”, dice el artículo 231 del Tratado de Versalles firmado el 28 de junio de 1919, luego del fin de la Primera Guerra Mundial. Esa cláusula, casi una declaración moral, conocida después como de la “Culpa de guerra” era el primer –y tal vez más duro– castigo para la Alemania vencida.
Sobre ese reconocimiento (del total de la responsabilidad por el conflicto y sus crímenes) se trazarían los castigos, las reparaciones territoriales, políticas y económicas que Alemania tenía que (como deber de vencido y como principio ético) enfrentar. Por esa culpa los vencidos debían indemnizar no sólo a los vencedores, sino a las víctimas civiles y sus familias, algo inédito en un acuerdo de esas características hasta entonces.
Las reparaciones económicas no serían plasmadas de manera concreta en el documento, por cierto muy abarcativo y general, sino que deberían ser determinadas por una comisión de expertos que se establecería para tal fin.
Las compensaciones podían ser en efectivo o en especies: la flota mercante alemana (que reemplazaría a la británica destruida durante la guerra), el carbón, los activos extranjeros en Alemania y las patentes propiedad de ese país podían ser confiscadas, con lo que las posibilidades de cobro eran casi infinitas. De hecho el acuerdo era tan amplio que ese país pasó 91 años pagándolo.
Parte del reparto
El acuerdo de Versalles no establecía montos ni tampoco nombres de empresas cuyas patentes podían ser apropiadas o usufructuadas, pero muchos productos de propiedad alemana terminaron en manos de los aliados.
Según el tratado, la Comisión podía decidir recibir el pago “en oro o su equivalente”: propiedades, bienes, negocios, barcos, bonos de acciones, derechos, concesiones o valores de cualquier tipo. Es dentro de esa amplia gama de posibilidades de pago que la aspirina se convirtió en un botín de guerra: los derechos sobre el medicamento fueron cedidos a los aliados para su fabricación, aunque la marca pudo seguir trabajando como lo había hecho hasta ese momento en otros países.
El medicamento patentado en marzo de 1899 por la empresa alemana Bayer bajo el nombre de Aspirin (que deriva de la palabra spireaea ulmaria, planta de donde se extraía el ácido acetilsalicilico) se hizo famoso por sus publicidades, en pleno desarrollo y auge por aquella época. Ya desde el comienzo la promoción comenzaba con el envío de pequeñas muestras del polvo a los médicos, para que reportasen cualquier reacción adversa que pudieran observar en sus pacientes.
El período de mayor expansión fue la Primera Guerra Mundial, tanto así que durante las pandemias de gripe que terminaron con la vida de millones de personas, la aspirina era el medicamento de referencia para el alivio de los síntomas. Sin embargo, según algunos expertos, una sobredosis de esta medicina pudo haber causado más problemas que beneficios sobre todo durante 1918, año en el que la enfermedad causó los mayores índices de mortalidad (se llegaban a suministrar hasta 30 gramos diarios cuando la cantidad máxima considerada como segura hoy es de 4). Las suposiciones sobre una intoxicación masiva, no obstante, nunca fueron fehacientemente probadas.
Lo que sí estaba probado era que ese medicamento –convertido ya en pequeños comprimidos– era un interesante botín. Había sobrados motivos para que lo fuera.
Mucho más que una aspirina
La aspirina de Bayer ya era (como lo siguió siendo un siglo después) el medicamento por excelencia para el alivio de los dolores, la inflamación y la fiebre, por lo que no es difícil comprender que los derechos de su fabricación no eran poca cosa como compensación para los aliados. Como los términos del Tratado no eran claros con respecto a la suma total que debía pagar Alemania, y los “costos de oportunidad” de tener la potestad única de vender el producto no pueden ser medibles, es difícil saber cuánto podría haber ganado la empresa durante esos años en los que perdió su monopolio y cuánto pagó Alemania como compensación.
Las décadas sucesivas han sido de descubrimientos y diferentes estudios de los beneficios y consecuencias que puede causar el uso del medicamento: aún 120 años después de su creación se debate sobre su capacidad para prevenir el cáncer, las enfermedades cardiovasculares y los ataques cerebrales. Por lo tanto, su utilización ha ido variando –y consolidándose– con el transcurso del tiempo.
Sin duda, uno de los usos más extraños y particulares del medicamento fue el que intentaron darle los nazis ya durante el fin de la Segunda Guerra Mundial: según revelaron hace poco algunos documentos secretos de los servicios de inteligencia británicos, los agentes alemanes contaban con una serie de inventos, entre ellos unas píldoras que tenían el aspecto de aspirinas pero que en realidad contenían un peligroso veneno. El objetivo de todo eso era generar pánico y propiciar la llegada de un cuarto Reich.
Pero esa es otra historia, una historia que seguramente los fabricantes del famoso medicamento –por cuestiones de marketing– nunca se atreverán a contar.


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