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El reposo infinito y oculto del rey del ruido blanco

Alejado de las majestuosidades que rodean algunas muertes célebres, el descanso final del líder de Soda Stereo es una tumba austera, numerada y escondida en el Cementerio de la Chacarita que sin embargo no logra escapar a la curiosidad de los fanáticos.

Por Miguel Garro
| 02 de septiembre de 2019

 

Un tuit de Benito Cerati emitido en la mañana del 5 de setiembre de 2014 confirmó la muerte menos sorprendente del rock nacional. Cuando el hijo de Gustavo le respondió a una fan que, efectivamente, el ex líder de Soda Stereo había fallecido luego de mil quinientos días en agonizante y angustiante estado vegetativo, la novedad fue como esos pianos que se ven caer desde un vigésimo piso. Inevitablemente aplastará a quien lo ve venir. No por esperado, el final fue menos doloroso.

 

La caída del ángel blanco del rock nacional tuvo su primera escala el 15 de mayo de 2010 en medio de una gira por Caracas. Un furioso ACV dejó, desde ese instante, al héroe de la música argentina sin posibilidades de sobrevida, por más que las informaciones que se brindaron durante todo ese tiempo mencionaron, en el más optimista de los casos, alguna esperanza de mejora.

 

Con el paso del tiempo y con el trágico desenlace ya concretado, se supo que la salud del compositor nunca pudo salir del agujero negro de la muerte cerebral y que la resignación se fue apoderando poco a poco de los familiares durante el lapso que duró la internación.

 

Tras el multitudinario velatorio realizado en la Legislatura porteña durante una noche en la que la lluvia coronó la atmósfera triste, el cuerpo de Cerati quedó en un ataúd que la familia, encabezada por su madre, Lilian Clark -obvia figura fundamental en la vida, la carrera y el descanso eterno del cantante- intentó por todos los medios de resguardar en su más secreta intimidad.

 

Para los muchos fanáticos que el líder de Soda Stereo tiene en todo el continente es incomprensible que la morada final de su ídolo no sea un mausoleo con una estatua, una guitarra y cientos de flores y botellas desperdigadas a su alrededor. Justamente todo ese culto a la muerte y la exposición pública del dolor es lo que quiso evitar Clark cuando decidió que su hijo descanse dónde y cómo descansa.

 

Una pequeña tumba de granito empotrada con algunas pocas flores que se renuevan con cierta frecuencia se avizoran al primer golpe de vista. Sobre la pared hay una placa con el nombre completo del héroe de la guitarra más su apócope, “Gus”; sus fechas de nacimiento y fallecimiento, y un signo de infinito. Son los únicos indicadores de que allí está el cuerpo buscado por miles de seguidores que quieren despedir otra vez a su ídolo.

 

El cementerio de la Chacarita es una enorme necrópolis de 95 hectáreas que contiene una cantidad imposible de contabilizar de muertos que lo convierten en el más grande del país. Allí están Carlos Gardel, Alfredo Alcón, Roberto Arlt, Ringo Bonavena, María Gabriela Epumer y estuvieron en algún momento Mercedes Sosa, José María Gatica –hasta que el gobierno provincial decidió su repatriación-, Juan Domingo Perón, hasta que lo llevaron a la estancia de San Vicente, y Norberto “Pappo” Napolitano, hasta que lo trasladaron a la plaza que lleva su nombre.

 

En medio de ese mundo de tumbas, mausoleos, panteones, féretros, cruces, flores, recuerdos y estatuas, Cerati es un habitante más. O no tanto. El pedido de Lilian Clark a los empleados del lugar es el de evitar dar información sobre la ubicación de su hijo. Sin algo de ayuda, encontrar la tumba de Gustavo es buscar una aguja en un pajar.

 

 


Gustavo Cerati estuvo dos veces en San Luis para dar recitales con Soda Stereo. El 28 de diciembre de 1986 en el estadio de GEPU y el 3 de febrero de 1989 en el actual Ave Fénix, de Juana Koslay.

 

 

De hecho, la primera información que recibió “Cooltura” en la puerta del cementerio por parte de un empleado que no dejó de llenar un balde de agua para regar unas plantas cercanas fue algo parecido a una maniobra de distracción. “Cerati no está acá; está en el cementerio de La Recoleta”, dijo el hombre, con la convicción de quien quiere tapar el sol con las manos curtidas y humedecidas.

 

Adentro, los trabajadores del cementerio tampoco se mostraron muy colaboradores en brindar información. Desconocimiento, imprecisiones y un desgano de empleado municipal porteño se mezcla - ron en las charlas, que tomaban otro tono cuando la consulta era por otra tumba. “¿Carlitos…? Está en la esquina de las calles 6 y 3. Es fácil encontrarla porque tiene una estatua enorme”, dijo uno que sabía dónde descansaba Gardel. Otro empleado de largas canas despeinadas se explayó sobre el lecho de Pappo: “Estuvo acá mucho tiempo, pero se lo llevaron a la plaza de Juan B. Justo entre Bocayá y Andrés Llamas, en La Paternal. Yo voy todos los domingos a verlo”.

 

Con Cerati no hay tantos datos.

 

Hasta que un empleado de mameluco azul desgastado, como todos los que trabajan en la Chacarita, no tiene más opciones que confesarse: “La madre nos pidió por favor que no digamos nada. No quiere que el lugar se convierta en un santuario ni nada de eso”, dijo el hombre que ratificó que recibe la pregunta de parte de visitantes chilenos, colombianos, peruanos y de todo el interior del país.

 

“Una vez vinieron unos mendocinos y se pusieron a tocar la guitarra a mitad de la noche, fumaban marihuana y nadie podía decirles nada”, dijo el hombre que aseguró que nunca le dijo a nadie dónde está el músico, aunque con “Cooltura” hizo una excepción. “Está en la galería 12, una cuadra a la izquierda de la capilla de la oración, su tumba es la 2912”, detalló con el increíble poder de la precisión y el desahogo de quien tiene una información y quiere brindarla.

 

La cuestión es que en medio de tanto número en esa ciudad con olor a clavel que es el cementerio de Chacarita, la izquierda depende de la orientación con la que se ingresa, hay al menos tres galerías que podrían ser la 12 (no tienen numeración a la vista) y hay 14 galerías que tienen una tumba con el 2912 como número identificatorio.

 

 


Cerati en Venezuela, en la última gira.

 

 

Fueron varios intentos por pasadizos oscuros, húmedos y subterráneos, algunos con 13 mil tumbas y un único encargado. Allí, el dicho borgeano de que la muerte del ser humano se produce recién cuando se lo olvida parece tomar forma descarnada.

 

Es sabido que también entre el mundo de los muertos, las clases sociales tienen sus propias remarcaciones. La galería donde está Gustavo Cerati no es como las otras, aquellas lúgubres teñidas por el abandono. Está en un panteón luminoso, de dos pisos, música sacra de rotación permanente y una sala administrativa propia. Pertenece a Cáritas, que a la vez deriva de la Iglesia Católica y en todo el cementerio hay solo dos edificios con esas características.

 

El funebrero que lo atiende parece no tener más que dos funciones: limpiar una y otra vez el brillo y el lustro del lugar e informarle a los curiosos dónde está la tumba de Cerati.

 

“En el primer piso”, responde el hombre con una sonrisa tenue y sin animarse a hacer ninguna recomendación. Se llama José, es oriundo de Salta, está impecablemente peinado, tiene un delantal azul oscuro y un tono de voz acorde con lo acogedor de la sala. Si se llega hasta él, algo que no es fácil, los visitantes solo tendrán que subir una escalera.

 

El hombre explica que el complejo laberinto para visitar al autor de “La ciudad de la furia” en la Chacarita se debe a los enredos de la construcción arquitectónica y al consabido celo de la madre de Cerati por preservar el aposento final de su hijo. “Antes estaba en otro lado, acá en el mismo cementerio, pero hace unos meses la señora decidió traerlo al lado de su esposo”.

 

Efectivamente, Juan José Cerati ocupa la tumba 2911 de la misma galería y tiene el mismo tipo de flores que su hijo. El hombre está allí enterrado desde 1992, cuando murió a causa de un cáncer terminal cuya información a la familia se la dio una mañana sentado en la mesa familiar del desayuno, ocasión en la que Gustavo compuso “Té para tres”. Del otro lado del descanso del padre, hay un espacio sugestivamente vacío. Tal vez espere a Lilian.

 

“Es una señora muy buena, muy amable, que recibe con cariño todas las flores y los regalos que le dejan los fanáticos”, dijo el empleado municipal, que mostró una bolsa de consorcio llena de cartas que le dejaron a Gustavo en las últimas cinco semanas, el tiempo que Lilian lleva sin visitar a su esposo y a su hijo. Lisa y Benito, los hijos del músico, no fueron nunca y la hermana menor del líder de Soda es quien va todos los meses a la Chacarita, solo a pagar el mantenimiento.

 

Ante ese alejamiento, son los fanáticos los que le dan vida a la tumba donde se recuerda la muerte. Mientras José pasa por enésima vez una escoba sobre el piso impecable del panteón, un hombre morocho, retacón, con la camiseta de la Selección Boliviana de Fútbol y la mejilla izquierda hinchada de tanto mascar coca; viene acompañado de sus auriculares y de una empleada administrativa del cementerio. “José –le dice al resignado empleado salteño-, el señor quiere saber dónde está la tumba de Cerati”.

 

“En el primer piso”.

 

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