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Trabajar en el telar como hace siglos

Se crió en el campo haciendo tareas rurales y cuidando animales. Aprendió a hilar y tejer mirando a su tía y a su abuela. Vivió una infancia muy dura. Construyó su primer telar a los 13 años. Hace sus propias tinturas. La artesana recibe premios y distinciones de todo el mundo.

Por Johnny Díaz
| 24 de enero de 2021
Emma Nilda Echegaray. "Aprendí de chica esta profesión, mi tía y mi abuela fueron quienes me enseñaron. Estoy orgullosa de ser una mujer telera". Foto: Martín Gómez/ Video: Marina Balbo.

Vive en Quines, es hija única de Juana Echegaray y se crió en el campo cumpliendo tareas rurales: arriar cabras y corderos que bajan del monte al atardecer, ordeñar, darles la leche a los chivitos mamones, llevar las vacas a los bebederos, esquilar, cuidar gallinas, barrer, acarrear agua, limpiar y también estudiar.

 

Emma vivía con sus abuelos Aurelia Miranda y Nicomedes Echegaray en el puesto La Turca de la estancia de Miguel Salinas y sus hermanos, a unos 10 kilómetros al oeste de Quines. Es una de las pocas mujeres que trabaja en los viejos telares de palos haciendo mantas, colchas, ponchos, cintos, bolsos, paños, morrales, adornos para monturas y tapices, entre otras cosas.

 

 

 

¿Y cómo empezó todo? "De muy chica me llamó la atención este trabajo, lo hacía mi abuela Aurelia y también mi tía Etelvina Miranda, quien vivía en un puesto a unos pocos kilómetros de Quines, pero más aprendí mirando a mi tía porque mi abuela era —para mí— demasiado lenta. Me gustaba mucho y siempre estaba mirando, espiaba todo lo que hacían".

 

Emma era alumna de la escuela de La Brea (un paraje cerca de Quines), "al poniente" de  su casa, y cuando terminó la primaria pudo cristalizar su sueño: dedicar todos sus esfuerzos a tejer. Tenía más tiempo para ella y una edad que le permitía pensar a futuro.

 

Pero la verdadera preocupación de la pequeña adolescente era saber qué haría cuando terminara la escolaridad primaria. Por eso, pensó que no le quedaba otra que hacer lo que más le gustaba: hilar y después tejer. Para eso se fue preparando a escondidas. Siempre separaba un poco de lana y la guardaba sin que su familia supiera.

 

"De tanto mirar y estar junto a ellas, aprendí rápido a hacer el hilo con la lana que escondía entre mis cosas. Así armé mi propio telar. Tendría unos 12 o 13 años", se apura en contar Emma.

 

"Imagínese —dice—, la vida en el campo es muy dura, no hay feriados ni horarios y menos pensar en el clima, las cosas se hacen sí o sí. Yo veía que tejer me serviría para ganar unas monedas y no tener que estar tanto tiempo pendiente de otras tareas".

 

Cuenta que esquilaba a los corderos y ovejas que cuidaba. Su abuela, quien era la capataz del puesto de la estancia, iba diciendo qué debían hacer. Ahí empezaba el proceso del hilado a mano. "Después de la esquila hay que lavar la lana y ponerle sal. Cuando se seca, se espolvorea con cenizas para eliminar la grasitud que la mantiene útil, no se apolilla. Hacía hilos muy finos y fuertes con el huso (instrumento para el hilado a mano, para retorcer y devanar el hilo que se va formando en la rueca. Es una pieza de madera, cilíndrica y alargada y más estrecha en los extremos impulsada con los dedos). Después me hice el telar, busqué palos que tenían horquetas y entendía que serían útiles, los haché y les saqué las medidas. Todo lo hice yo, sola", detalla Emma.

 

 

"Con los años, en 1971, los hermanos Salinas vendieron la estancia y nos fuimos a vivir a Las Verbenas, un lugar más cercano al pueblo, a tres kilómetros. Mi familia había comprado un campito y después la casa, ahí me hice un telar bien firme. Así fuimos resolviendo la situación económica, vivíamos de los telares, era el ingreso de dinero a nuestra casa. Pero mi abuela, quien estaba muy viejita, enfermó y todo cambió. Se puso más difícil, me vine al pueblo a buscar trabajo", recordó la mujer.

 

En 1972, comenzaron a dictar cursos de telar en Quines, lo que la alegró enormemente, pero al ser menor de edad no la aceptaron. Sin embargo, hubo una solución: "Fue una tía y ella después me explicaba, así enriquecí mis conocimientos. Fue una grata experiencia para mí, que solo tenía sexto grado".

 

La telera, quien se crió haciendo tareas rurales, dice que consiguió trabajo en el negocio de Jorge Tarazzi (padre), con quien estuvo unos diez años, y después en lo de Ramón Carranza, donde tuvo un accidente laboral. "Preparando la masa para hacer pan, una máquina sobadora me 'chupó' la mano derecha y prácticamente la destrozó totalmente".

 

La escasez de materia prima y el accidente volcaron su vida hacia el comercio. Esa tragedia fue un detonante para la aguerrida mujer: la vida la había puesto a prueba una vez más. Con su hijo decidieron alquilar y poner un almacén en la calle Carolina Tobar García, entre San Martín y Pringles. Recurrieron a un préstamo en el Círculo de

 

Suboficiales de la Policía (su hijo hoy es comisario) y se largaron a la aventura. "Me las arreglaba como podía, con una mano tenía que hacer todo, asearme, atender el negocio, tejer y todas las tareas del hogar. No me fue fácil pero pude salir a flote otra vez", dice con firmeza.

 

Con el tiempo, después de muchos años, Emma pudo adquirir una propiedad colindante con la que alquilaba y de a poco montó un minimercado y construyó su propio taller donde también expone sus trabajos artesanales. "Para colmo —dice—no me quedaba tiempo para nada, el trabajo de almacenera es muy sacrificado”. Hasta que finalmente, en 2008, después de conseguir lana, pudo tejer una "media manta".

 

Emma es madre de Víctor Arturo, tiene cuatro nietos (Gabriel Esteban, Victoria Lourdes, Paula Anahí y Yhona Valentina) y tres bisnietos: Valentino, Julián y Joaquín. Admite con resignación: "La vida me golpeó mucho, recibí golpes bastante feos, muy duros. Duele más cuando vienen de la propia familia, nadie los espera, se aprovecharon de mi bondad. Hubo ataques que nadie los esperaba".

 

 

Logros tras una dura infancia

 

Emma, a sus 69 años, hace un pequeño repaso por su infancia y recuerda hasta los pequeños detalles. Recuerda que siendo niña hacía trabajos de hombre y que el fallecimiento de su abuelo, cuando era muy chica, cambió todo. "En épocas de sequía llevaba las vacas a los bebederos que estaban muy retirados de la casa y de los corrales. A veces volvía muy 'adentrada' la noche, en plena oscuridad, guiada por las estrellas y los perros", recuerda.

 

Emma no lo dice, pero aquella "media manta" de 2008 participó de una exposición en  Buenos Aires y obtuvo el segundo premio.

 

Ese fue el espaldarazo y el empuje necesario para que volcara todos sus conocimientos en los tejidos. "Hoy nuestra actividad está paralizada por la COVID-19, pero yo sigo tejiendo porque me gusta lo que hago. Además, tengo mucha lana, pero está muy difícil para mí, especialmente porque no tengo ayuda de nadie".

 

Con un tapiz de color marrón oscuro entre sus manos y una labor clara en el medio, la señora dice que fue hecho con hilos teñidos con tintura casera. "El marrón oscuro sale de la viruta del algarrobo negro y la tintura más clara, de la chala de la cebolla hervida. Es un trabajo artesanal y cansador, pero se puede hacer, hay que conocer bien las cosas autóctonas. Para tejidos más simples coloco agua en una olla hasta que hierva y le pongo las plantas recogidas en el campo hasta lograr el color deseado. Ahí pongo la lana hilada y voy revolviendo hasta lograr el color buscado. Sin estrujar, se deja secar y listo".

 

Emma explica que los montes de la zona tienen buenas propiedades para poder hacer tinturas. "Son árboles nobles y fuertes, eso posibilita mucho mi trabajo o el trabajo de cualquiera tejedora que conozca nuestros montes".

 

"Yo experimenté con muchas cosas para hacer tinturas caseras y con colores propios, y logré hacerlo. Son 'fórmulas' que tengo en mi cabeza. Busqué plantas, arbustos y montes con propiedades tintóreas y mal no me ha ido", dice sonriendo.

 

Y, como al pasar, agrega: "Otras lanas son teñidas con anilina y los propios hilos ya no son puros de lana de ovejas, tienen mucha industrialización; así se van perdiendo las tradiciones y las costumbres".

 

Emma Echegaray, a sus 69 años, se mantiene firme junto al telar y no descuida el almacén. Tampoco le esquiva a la adversidad que muchas veces la golpeó. Es una de las pocas mujeres sanluiseñas que hace este tipo de trabajo en telar de madera a la vieja usanza, como en épocas ancestrales.

 

 

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