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Seguridad o represión

Por redacción
| 08 de octubre de 2024

La Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito saludó la recientemente acordada Convención sobre la Ciberdelincuencia como un “paso histórico” en la cooperación para hacer frente a los peligros en línea; pero las organizaciones de derechos humanos no están tan seguras.

 


La resolución que inició el proceso, aprobada por la Asamblea General de la (ONU) en diciembre de 2019, fue patrocinada por Rusia y respaldada por algunos de los Estados más represivos del mundo.

 


Algunos de ellos ya tenían leyes de ciberdelincuencia que utilizan para sofocar la disidencia legítima. Muchos más han aprobado leyes similares desde entonces.

 


La resolución estableció un comité ad hoc (CAH) para dirigir las negociaciones, abierto a la participación de todos los Estados miembros de la (ONU) más otros como observadores, incluida la sociedad civil.

 


Antes de la primera sesión de negociación, alrededor de 130 organizaciones y expertos firmaron una carta en la que instaban al Comité Ad Hoc a garantizar que el tratado incluyera protecciones de los derechos humanos, advirtiendo que, de lo contrario, podría convertirse en “una poderosa arma de opresión”.

 


En abril de 2022, muchos Estados que inicialmente se oponían al tratado habían empezado a participar activamente, por lo que la sociedad civil estuvo centrada en controlar los daños. Para entonces era evidente que no había una definición clara de lo que constituye un ciberdelito y qué delitos debería regular el tratado.

 


Varios Estados presionaron agresivamente para que fueran incluidas disposiciones amplias y ambiguas que, según ellos, eran necesarias para combatir el extremismo, la incitación al odio y el terrorismo.

 


La sociedad civil insistió en que el tratado no debía ser excesivamente amplio y sólo debía abarcar los ciberdelitos principales o los ciberdelitos dependientes: delitos cometidos contra sistemas informáticos, redes y datos, incluidos la piratería informática, la interferencia de sistemas informáticos, el ransomware (secuestro de datos) y la propagación de malware (programas maliciosos).

 


E incluso cuando se trate de estos delitos, advirtió la sociedad civil, las disposiciones del tratado no deberían aplicarse a la investigación sobre seguridad, el trabajo de los denunciantes y otras acciones que beneficien al público.

 


La sociedad civil insistió en la exclusión de los delitos cibernéticos: aquellos que pueden verse facilitados por las tecnologías de información y comunicación (TIC) pero que también pueden cometerse sin ellas, como el tráfico de armas y drogas, el blanqueo de dinero y la distribución de productos falsificados.

 


Esta categoría podría incluir numerosos delitos que reprimirían el ejercicio en línea de las libertades cívicas.

 


Una segunda preocupación importante era el alcance y las condiciones de la cooperación internacional. También en este caso la sociedad civil pidió definiciones claras y un ámbito de aplicación restringido.

 


Al estar definidos claramente, los acuerdos de cooperación podrían significar una mayor vigilancia y el intercambio masivo de datos, violando la privacidad y las disposiciones de protección de datos.

 


En ausencia del principio de doble incriminación -que significa que la extradición sólo puede aplicarse a una acción que constituya delito tanto en el país que presenta la solicitud como en el que la recibe-, las autoridades estatales podrían verse obligadas a investigar en nombre de otros Estados actividades que no constituyen delito en sus países. De hecho, podrían convertirse en ejecutores de la represión de otros.
En lugar de aplicarlas como normas internacionales, el tratado deja las salvaguardias de los derechos humanos a la legislación nacional de cada Estado.

 


Las actividades de periodistas, investigadores de seguridad y denunciantes de irregularidades no están adecuadamente protegidas. De la mano de la seguridad, la represión.

 

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