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Un asunto de estado

La salud de los presidentes es tomada muchas veces como una comparación con su gestión y con la realidad de su país. Y representa como pocos otros casos el necesario equilibrio entre el derecho a informar y el de la intimidad.

Por redacción
| 30 de septiembre de 2019

Por: Agustina Bordigoni

 

 

Los temblores de la canciller alemana Angela Merkel, las recientes complicaciones de salud del presidente uruguayo Tabaré Vázquez y la discusión acerca de los problemas que puede acarrearle la extensa agenda presidencial al jefe del gobierno mexicano, Manuel López Obrador (que hace algunos años sufrió un infarto), reabrieron un debate acerca de la importancia de conocer el estado de salud de los mandatarios.

 

¿Por qué nos importa tanto la salud del presidente? ¿Hasta qué punto es un derecho o una violación a la intimidad de las personas la información sobre el estado de los primeros mandatarios? El equilibrio justo entre derecho e intromisión es particular en el caso de los dirigentes políticos porque de su salud depende, de alguna manera, la salud de las instituciones.

 

Es un dicho popular el que dice que los derechos de una persona terminan en donde empiezan los de los demás. Pero el dicho no aclara que hay personas y personas. Y que detrás de las obligaciones de cualquier ciudadano común, hay obligaciones y obligaciones. Algunas afectan más que otras el destino de los demás.

 

La confidencialidad sobre la historia clínica de un paciente es una obligación de los profesionales, pero conocer su estado de salud es particularmente diferente cuando se trata de personas que dirigen los destinos de un país. Ya se parece menos a un pecado y más a un derecho de todos los ciudadanos.

 

 


François Mitterrand, mandatario francés, ocultó un cáncer de próstata.

 

 

Tampoco hay que confundir morbo con necesidad de saber: la inestabilidad de un gobernante puede derivar, por razones lógicas, en inestabilidad generalizada del país. No hacen falta demasiados detalles mientras los detalles no repercutan en la vida pública.

 

Ahí entran en juego varios factores: la necesidad de saber, la carrera por contarlo primero, y la necesidad de contarlo. La sociedad civil, los medios de comunicación y los propios mandatarios son los mayores interesados en manejar cada una de estas variables.

 

Sin embargo, el hermetismo sobre la salud de los jefes de Estado suele ser común en muchos países, lo que afecta tanto a la necesidad de saber tanto como a la de contarlo primero. Ese secretismo puede explicarse por las siguientes razones principales: evitar la expansión de un temor generalizado y la pérdida de confianza en la capacidad de los mandatarios.

 

Pero no contar lo que pasa es un arma de doble filo: evita las consecuencias del temor pero aviva las especulaciones. En ambas situaciones las reacciones son impredecibles y hay ejemplos sobrados de cada uno.

 

 

Algunos casos emblemáticos

 

En 1974 la muerte de George Pompidou sorprendió a la mayoría de los franceses, quienes no sabían que su mandatario luchaba con una terrible enfermedad desde hacía más de dos años. El hermetismo acerca de la salud del presidente fue tal (solo lo sabía su familia y los médicos) que no hubo lugar a especulaciones. Su muerte fue una sorpresa y causó una crisis institucional sin precedentes.

 

Con la promesa de comunicar a la población su estado de salud en todo momento, François Mitterrand sucedió al presidente fallecido. Pero faltó a su palabra y luchó en silencio contra un cáncer de próstata, por el que moriría un tiempo después de terminar su mandato.

 

 


La salud de Merkel, una incógnita alemana

 

 

En los Estados Unidos la salud presidencial es un tema sensible desde la muerte imprevista de John Fitzgerald Kennedy, que, aunque no por motivos naturales, causó una crisis en todos los sentidos. Desde ese momento, tras la muerte del mandatario que se veía tan saludable (pero que también había ocultado que padecía la enfermedad de Addison), los jefes de Estado estadounidenses se comprometieron –valga la redundancia– a no comprometer el futuro de su país ocultando algún problema que pudiera perjudicar el ejercicio de sus funciones.

 

Así parecieron hacerlo Barack Obama, que dio a conocer los resultados de todos sus chequeos de rutina, y así lo hace Donald Trump, cuya edad, valores de colesterol, tipo de vida y alimentación causan cierta preocupación. El actual mandatario se apresuró en responder en compañía de su médico, que aseguró que su paciente cuenta con “una salud excelente”.

 

Viendo hacia atrás de esos ejemplos, no todos los presidentes norteamericanos hicieron lo mismo: Woodrow Wilson ocultó su enfermedad circulatoria crónica, así como Roosevelt tampoco comunicó a sus votantes que padecía una enfermedad terminal al momento de ser reelecto en 1944. Consecuencia: murió en funciones un año después.

 

 


Tabaré Vázquez, el presidente uruguayo, hizo un anuncio sobre su estado.

 

 

Tal como los estadounidenses, los problemas (graves y no tan graves) de los presidentes en el mundo suelen ocultarse o, por lo menos, tardar en saltar a la luz. Fue el caso de Alberto Fujimori en Perú (operado de una lesión precancerosa en la lengua) y Daniel Ortega en Nicaragua (que padece una enfermedad por la que aparentemente no puede estar mucho tiempo al sol).

 

No es difícil entender el porqué. Más allá de que la imagen de un presidente saludable se traslada fácilmente a una imagen saludable sobre su conducción del país, las noticias o los rumores sobre la salud de un mandatario pueden tener resultados catastróficos: cuando en 1955 el presidente Dwight Eisenhower decidió hacer público su infarto de miocardio, el índice Dow Jones cayó 32 puntos causando una pérdida millonaria, la mayor desde la Gran Depresión.

 

Alrededor del mundo otros presidentes también prefirieron hacer públicos sus problemas: fue el caso del mexicano Enrique Peña Nieto (operado por un nódulo de tiroides), del colombiano Juan Manuel Santos (intervenido por un cáncer de próstata), del paraguayo Fernando Lugo (a quien se le diagnosticó un cáncer en 2010) e incluso del venezolano Hugo Chávez (que, a pesar de cierto hermetismo, comunicó sobre su enfermedad).

 

El dilema sigue siendo el mismo: ¿hasta dónde saber? Tal vez lo máximo necesario para mantener la estabilidad política e institucional y lo mínimo necesario para garantizar el respeto a la persona que está atravesando una situación complicada de salud. Es en ese caso en el que todos somos iguales.

 

 

CASOS ARGENTINOS

 

 

La salud de los dirigentes políticos y presidentes también causó preocupación en el país. En ocasiones tanta que una vez más comenzó el debate sobre los límites entre lo público y lo privado: el caso más notable fue el de Ricardo Balbín, fotografiado en su lecho de muerte y cuya imagen fue exhibida como si fuera un trofeo de la revista Gente. Sin embargo, ese hecho marcó precedentes: se habían extralimitado y la deuda debía pagarse con la familia, según determinó la Justicia.

 


 

Juan Domingo Perón murió en el ejercicio de su presidencia: el caso posterior es solo un ejemplo de lo que provoca una situación de esas. Tal vez por eso los medios se ocuparon tanto de la salud de Carlos Menem en 1993, cuando un cosquilleo en el brazo izquierdo terminó con una internación y operación por una obstrucción en la arteria carótida; o 20 años después, cuando Cristina Fernández fue intervenida por un hematoma en la cabeza, y los medios también contaron paso a paso su operación.

 

El hermetismo no se mantuvo en todos los casos, pero las especulaciones tampoco se detuvieron.

 

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