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“Cumplí mi sueño, todo lo demás que venga, será de regalo”

Por redacción
| 12 de febrero de 2014

Hay hombres que esperan que la montaña vaya a ellos, pero hay otros que van hacia ella y hasta la escalan. Alejandro González es de esos. A los 51 años, este bonaerense de nacimiento y villamercedino por adopción, sintió que era el mejor momento para cumplir algo que se juró a sí mismo hacer algún día. “Ese día el Aconcagua me dijo ‘Sí, podés subir’, si ella hubiera dicho que no, entonces, no subía. Cumplí mi sueño en lo deportivo”, expresa ya relajado y con una espontánea sonrisa, como si sintiera que “está hecho” para todo el viaje.

 

Alejandro González, un hombre que hizo cumbre en el Aconcagua.


Alejandro es papá de dos chicas, esposo y empleado de una fábrica. Pero no parece. Su piel uniformemente bronceada y sus brazos y piernas bien contorneadas hablan de que no es un hombre cualquiera. A unos pocos días de haber logrado la hazaña más importante de su vida, en su casa de barrio Los Caldenes, rodeado del verde y aire puro del vecindario, trata todavía de reponer energías. “Más allá de que estar ahí arriba es único, siempre digo que, la cumbre se festeja acá, sentado en el sillón de tu casa, compartiendo con la familia y los amigos”, aclara mientras mira a los ojos a Marcela, su compañera en las buenas y en las malas.

 


Cómo empezó la epopeya que logró el 29 de enero es algo que encuentra respuesta en su infancia. Como casi toda su familia, Alejandro es de Quilmes y, aunque el espíritu deportista y aventurero corrió por sus venas desde muy chico, la montaña lo cautivó a los 14 años. “Un día íbamos con mis viejos y mis hermanas, paseando, por la ruta 7 y nos paramos en el mirador del Aconcagua. Sacamos una foto y me quedé viendo la cima. En un momento, le dije a mi papá: ‘Algún día la voy a subir’ y él se reía”, cuenta con una tierna sonrisa.

 


Ese deseo, que pareció espontáneo, terminó de definir a su soñador. “Siempre me gustó el deporte y el contacto con la naturaleza. De chico, hice kayak en aguas blancas, o sea, competí en descenso de montaña. Fue algo que siempre hice como amateur, con mucho sacrificio y el apoyo incondicional de mi familia”, relata. Le fue muy bien. “En el ‘90 llegué a ser subcampeón nacional y en el ’92 medalla de bronce en un Sudamericano”, narra sin soberbia.

 


Pero hace 26 años su vida dio un giro importante. Conoció Villa Mercedes y quedó encantado. “Vine con mi esposa. Nos gustó la tranquilidad de la provincia, enseguida nos sentimos cómodos y no nos quisimos ir más”, reconoce.

 


Como Alejandro se recibió de técnico universitario en tecnología de los alimentos y trabajaba en una fábrica textil en Quilmes, no tuvo problemas en conseguir el mismo trabajo en San Luis. Una vez instalado en la provincia trató de seguir como pudo la misma rutina deportiva y hasta incursionó en otras disciplinas. “Continué con el kayak, pero después empecé a ubicarme más para el lado de la montaña. Me puse en contacto con unos chicos de San Luis que se dedican a eso, ellos me alentaron y como en la provincia hay una geografía que te sirve mucho, empecé con carreras de orientación en la montaña. Lo hacíamos con mapa y brújula. Me especialicé y después comencé a competir”, relata con una intrépida mirada. También le fue muy bien. En el 2005 fue campeón nacional en esa especialidad.

 


Con 50 flamantes años, este singular hombre sintió en su interior que ya era hora de retar a ese monstruo cordillerano de casi 7 mil metros de altura. “Mi idea era llegar hasta el Aconcagua y hacer eso a mi manera. Porque hoy esa travesía está tan comercializada que, si uno quiere, puede hacerlo con una empresa que pone un guía y te lleva en un grupo de expedición. Ese guía es el que te lleva la mochila, te dice por dónde hay que ir, qué comer, dónde parar. Más allá de poner la parte física y subir, en esos casos, uno no tiene que hacer mucho más. Yo no quería eso. Yo quería preparar mi mochila, llevarla y tomar mis propias decisiones. Si no lo hacía de esa forma no me servía”, explica muy seguro de sus convicciones.

 


“Nos preparamos todo el año. Con un grupo de cuatro o cinco amigos. Nos entrenamos con carreras de expedición, de dos o tres días de duración y de muchos kilómetros. Andamos en bicicleta, hacemos kayak y trekking (caminata sobre escenarios naturales) en la montaña, en el verano”, cuenta. Excepto los domingos, practicaba –y todavía lo hace- todos los días, después del trabajo. “Tengo la suerte de compartir eso con mi señora, que es personal trainer”, aclara mientras toma de la mano a Marcela.

 


A fines de noviembre y principio de diciembre del año pasado lo intentó. Fue con dos amigos, otros temerarios como él, de 41 y 46 años. “Subimos hasta los 5.500 metros. Estuvimos en el cerro, pero había mucho viento. Esperamos a que el clima mejorara, pero no hubo caso”, cuenta. “Si vos a un día en el que hace 18 grados bajo cero le sumás un viento de 30 kilómetros por hora la sensación térmica, la temperatura, se te va a 30 grados bajo cero. En esas condiciones, es casi imposible seguir”, explica sin demostrar resentimiento por aquella primera cruzada en la que la naturaleza le dijo que no.

 


Según contó Alejandro, la mejor época para encarar el Aconcagua es entre el 15 de noviembre y el 15 de marzo. El resto del año las bajas temperaturas le complican el plan a cualquiera que quiera llegar hasta la cima.

 


Fue por eso que este imparable hombre no quiso que el tiempo se le fuera de las manos y volvió a probar a fines de enero. “Sentí que era el momento preciso, y aproveché”, revela.

 


“Por razones de trabajo, no pude coordinar con mis amigos para ir juntos otra vez, pero me alentaron para que vaya de todas formas”, narra.

 


“A pesar del miedo natural que algo así genera en la familia, sabía que esto era importante para él, era su sueño, y quería que lo cumpliera”, confiesa su señora. Con el visto bueno de sus amigos y, más que nada, el de su esposa y sus hijas, Nadia y Belén, este amante de la naturaleza y el deporte, no vaciló, como dicen, “metió primera” y le dio para adelante.

 


El camino hacia la cima

 


La expedición comenzó el 21 de enero. Ese martes Alejandro viajó a Mendoza, tramitó el ingreso al parque, compró lo que le haría falta y se dirigió a la Laguna de Horcones. Como él lleva toda una vida preparándose para este desafío, a lo largo de su carrera, logró equiparse con todo lo necesario y sabe muy bien qué es lo que hay que llevar para sobrevivir en la  montaña.
Ruta segura

 


“Para llegar a la cumbre, hay varios caminos. Está la ‘ruta normal’, que es la más segura, pero también se puede ir por la ‘pared sur’”, diferencia. Esa segunda opción de la que habla es la más comprometida de todas  y una de las escaladas más complicadas del planeta. La pared que está en ese lado de la montaña es una de las más largas del mundo con aproximadamente 3 mil metros. “Muchos montañistas experimentados han dicho que hay muy pocos lugares para subir por ese extremo. Los que escalan tienen que dormir colgados, encuentran alguna grieta en el glaciar y ahí descansan como pueden”, grafica.

 


“Yo elegí la ‘ruta normal’. En esa parte caminás, no como lo hacés normalmente, pero caminás. Puede que en algún lugar uses las manos, pero nada más, no tenés que hacer ninguna escalada ni nada de eso”, explica.

 


“A lo largo de la montaña hay distintos lugares de descanso, son los campamentos. Ahí podemos armar las carpas, derretir nieve, comer y dormir. Reponer energía es fundamental porque las calorías consumidas son muchas”, explica Ale.

 


El primer día caminó 3.300 metros y llegó hasta Confluencia. “Pasé mi primera noche ahí y al otro día partí para Plaza de Mulas (4300 metros). Ése es el campo base, de ahí en más, vienen los campos de altura”, distingue. En esos distintos parajes y a lo largo del sendero hacia la cumbre se cruzó con decenas de personas, otros aventureros como él que llegaban de distintas partes del globo y en busca del mismo sueño.

 


“En Plaza de Mulas descansé un día y mejoré la aclimatación. Porteé comida y combustible para los calentadores. El domingo (26 de enero) fui hasta campo Canadá y descansé. Pero no pasé bien la noche. Cayó una fuerte nevada con viento”, cuenta. Ese lunes logró ascender, sin problemas, hasta Nido de Cóndores.

 


Una patrulla de rescate informaba a diario los partes meteorológicos. “Nos dijeron que la mejor ‘ventana’, o sea el día ideal para hacer cumbre, era el miércoles y que la próxima sería recién el 6 de febrero”, relata. Eso lo llevó a tomar la decisión más importante de todas las que había tomado y para las cuales había ido. “Quise hacerlo el miércoles”, dice cerrando los ojos.

 


“No salí del último campamento,  Berlín, como hizo el resto, sino del anterior, que es Nido de Cóndores. Si continuaba hasta Berlín, a casi 6 mil metros, no iba a pasar bien la noche, iba a estar cansado, haría mucho frío y no llegaría con las suficientes energías a la cima”, explica.

 


Por eso, salió casi dos horas antes que el resto, a las 3:30 de la mañana. “Cuando llegás a una parte que se llama La Cumbre ya ves a lo lejos una fila de gente que va caminando, compartiendo el sendero. En ese momento, subía una expedición chilena”, rememora.

 


A la pregunta de si recuerda la hora exacta en que llegó al Aconcagua, Alejandro responde rápido, seguro y con una sonrisa: “A las 2 de la tarde. Éramos como 7 personas en ese momento. Aunque no nos conocíamos compartíamos la misma alegría y nos abrazamos entre todos”, cuenta todavía con un semblante radiante.

 

 


Portaba dos rosarios, uno en la mochila y otro consigo. “Lo primero que hice, ahí arriba, fue sacar uno y pedir algunas cosas y al otro lo dejé en la cruz”, cuenta con distensión. Según le contaron, nadie sabe lo que pasó con la cruz original que siempre estuvo, suponen que una fuerte tormenta la arrancó de un tirón. En esa especie de santuario descansan banderines y souvenirs de muchos otros temerarios. 

 


“Estuve 15 minutos ahí. El lado de San Juan se veía hermoso. Me habían dicho que a lo lejos uno hasta podía ver el Pacífico, pero no lo pude saber porque las nubes me tapaban mucho. Era increíble”, relata todavía fascinado. A pesar de estar a miles de metros sobre el nivel del mar, confiesa que no sintió para nada la falta de aire. “Arriba uno respira el 30 por ciento de lo que respira en la superficie. Sí, me sentía cansado, como si las piernas me pesaran cinco mil kilos”, admite.

 


Después de contemplar el imponente horizonte, emprendió la bajada. “El descenso es algo que hay que hacer muy concentrado. Lo peor que te puede pasar en ese momento es relajarte, porque si lo hacés, pisás mal, patinás y te podés matar. El 95 por ciento de los accidentes pasan a la vuelta”, explica tratando de ser lo más claro posible.

 


“Cuando llegué a Nido de Cóndores, comí, derretí nieve y dormí hasta el otro día. A la una, comencé a bajar y llegué a Plaza de Mula. Armé la carpa y descansé, porque no podía ir hasta Horcones, que es la ruta 7, hay 25 kilómetros entre un punto y otro y lleva casi siete horas hacerlo”, señala. Recién en el campo base, Alejandro pudo comunicarse con su familia, a través de un teléfono satelital. “Alcancé a decirle a mi mujer que ya estaba el rosario ahí arriba y nos largamos a llorar los dos”, relata mientras su señora lo mira con admiración y los ojos vidriosos.

 


“Descendí al otro día. Cuando llegué, tenía tantas ganas de estar en Mercedes, que me subí a la camioneta y le pegué derecho hasta acá. Llegué a la medianoche”, recuerda. En su casa, lo esperaban toda la familia, sus amigos y, algo que no había visto hacía un tiempo ya, un asadito a las brasas.

 


Después de esa increíble aventura que planeó toda su vida, hoy, este particular hombre está más seguro que nunca de algo: “El ser humano es tan insignificante ante el poder de la naturaleza. A veces acá mismo, en la ciudad, caen esas tormentas con granizo y vos no sabés qué hacer. En la montaña eso es el doble de furia”, reflexiona.

 


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