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Memorias tristes del genio que alegró a todos los oficios

Por redacción
| 19 de abril de 2014
Gabo en las callecitas de su país natal. Fue un escritor que se proyectó al mundo contando su aldea. Y fue un periodista comprometido.

"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
Cualquier crónica que por estos amargos días pretenda recordar a Gabriel García Márquez debería rendirse irremediablemente ante el inmejorable inicio de “Cien años de soledad”, la novela madre que el colombiano escribió en 1967. El ritmo candencioso de lectura y la sensación de que en esa primera oración está todo lo necesario para comprender sus palabras, son una invitación a abandonar la tarea periodística de recordarlo e internarse nuevamente en esa historia inigualable de una familia que incluso con su apellido tenía algo de magia.

 

42 libros componen la obra literaria que dejó Gabriel García Márquez.


Sin embargo, Gabriel García Márquez siempre consideró a los periodistas (los buenos, los malos, los impresentables y hasta los deportivos) como sus colegas. Pero fue más. Fue un maestro que marcó el camino por la senda libre de la tolerancia, de la verdad y de la observación. Porque si –como él mismo lo dijo- el periodismo es el mejor oficio del mundo, en gran parte fue porque hubo hombres como él, que lo engrandecieron, que lo recubrieron de los buitres y que le dieron un prestigio sano.
Por personas como Gabo es que el periodismo parece un trabajo más fácil de lo que es. Su fórmula fue tolerar algún desagravio para llegar a los hechos, observarlos con atención y en detalle; y contarlos lo más fielmente posible. Con sólo continuarla, la nobleza del ejercicio estaría a resguardo.
Una notable demostración de eso es “Vietman por dentro”, una crónica publicada a principios de 1980 en la que contó que la medicina más cara del país asiático eran las pastillas para el mareo, que el éxodo fue utilizado con fines políticos, y en la que relató con su habitual maestría los extensivos desastres de la guerra.
Una comparación poco ingeniosa –de esas que García Márquez no se hubiera permitido- colocaría al escritor colombiano en la piel de su inolvidable Santiago Nasar. Desde que hace algunos días fue internado de urgencia en un hospital mexicano, la suya fue una muerte anunciada. A los 87 años y con una salud deteriorada, no era mucho lo que se podía esperar del cándido premio Nobel.
Le faltaron nada más que cinco años para morir a la misma edad que Mamá Grande, la imaginaria soberana del imaginario Macondo, y aunque sus funerales pudieron haber tenido las escenas fantásticas de aquella novela corta, su familia prefirió la cremación en una ceremonia privada que todo el mundo aceptó con resignación.
Alguna otra comparación carente de originalidad –perdón de nuevo Gabo, no merecés semejante destrato- dirá que a su modo, el autor fue el rey de una Colombia que lo veneró como su hijo mundialmente reconocido. No hay “Pibe” Valderrama, no hay Radamel Falcao, no hay Shakira, no hay Fernando Vallejo, no hay Fernando Botero que se le acerque. Ni siquiera el insólito reconocimiento que tiene Pablo Escobar Gaviria por estos días le hacen sombra al arcángel del realismo mágico.
Suele pasar que cuando un artista muere aparecen admiradores de ramas y perfiles que no siempre coinciden con el tamaño del fallecido. Y más ahora que las redes sociales permiten dar una suerte de pésame virtual que muchas veces no le hace honor al recordado. Con García Márquez eso no pasó porque su obra fue verdaderamente admirada por millones de personas, Alejandra Maglietti y Dalma Maradona incluidas.
Con la muerte de Gabo no sólo los coroneles ya no tienen quién les escriba. También se quedaron sin escritor los dictadores y las putas. Las señoras y los adolescentes. Las enamoradas y los agnósticos. Los médicos y los enfermos. Los curas y las monjas. Los presos y los libres. Los colombianos y los suecos. Los padres y los hijos. Las cándidas mujercitas y las abuelas desalmadas.
En un su último guiño al periodismo, Gabriel García Márquez tuvo el tino de morirse un jueves santo (como Úrsula Iguarán, uno de los personajes de “Cien años…”, otra matriarca de esas que sólo él describía), en vísperas de uno de los pocos días en el año en el que no hay diarios. Con su reconocida bondad, les dio a los cronistas del mundo un día más para hacer un artículo de despedida digno de su pluma inmejorable. Algunos lo aprovecharon; otros cayeron en comparaciones sin el más mínimo esfuerzo imaginativo. A todos los consideró sus colegas en el mejor de los oficios.

 


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