SAN LUIS - Domingo 05 de Mayo de 2024

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Menonitas: entre las tradiciones y el Siglo XXI

Por redacción
| 21 de agosto de 2016
Infancia feliz. Los niños juegan libres en el campo. Los más grandes suelen cuidar a los chiquitos. Fotos: Nicolás Varvara.

“Vamos a tener que comprar un camión regador en algún momento…”. El que habla, con una sonrisa entre dientes y envuelto en una nube de polvo que obliga a frenar a cero la potente Toyota Hilux mientras otro vehículo pasa por la mano de enfrente, es Abraham Wiebe. Es el conductor de la camioneta que lleva por caminos arenosos y anchos a este cronista y al fotógrafo de El Diario de la República a recorrer la enorme extensión de 10 mil hectáreas que la comunidad menonita compró a 16 kilómetros al sur de Nueva Galia.

 


Abraham, aunque a él no le guste ostentar ningún título ni cargo, es uno de los referentes de la comunidad. Los otros son Juan Bergen, Jakob Neufeld y Abraham Wall. Quizá porque fueron los primeros en arribar a la Argentina, allá por 2012, para iniciar las averiguaciones en busca de comprar tierra y mudarse desde su México natal. Ellos armaron la movida que hoy involucra a 37 familias instaladas en el sur de San Luis, pero son sólo la punta de lanza, ya que hay dos a punto de instalarse y otras 50 esperando en Chihuahua por la oportunidad de vender sus tierras allá y trocarlas por una vida más tranquila y un mundo completamente novedoso en Sudamérica.

 


“Yo tenía fe que acá íbamos a encontrar un futuro mejor, por eso insistí tanto. En México se estaba acabando la tierra y cada vez era más cara”, asegura Wiebe, un hombre tranquilo, que a los 50 años está convencido de que hizo lo mejor para su familia, compuesta por mujer, diez hijos y cinco nietos de una generación que amenaza con ampliarse a la brevedad. Es cierto que no todos lo siguieron hasta Nueva Galia e incluso una hija probó y terminó regresando al norte porque no se adaptó, pero el hombre se aferró a esa fe y hoy se muestra satisfecho.

 


“San Luis es un lugar tranquilo y Nueva Galia mucho más. Tuvimos la suerte de contar con gente que nos ayudó mucho, como el intendente Moreyra (a quien él, como todos en el pueblo, llaman Pitín) y el senador (Sergio) Freixes. Ellos fueron nuestro primer contacto con el mundo exterior”, reconoce el líder menonita, quien tampoco quiere dejar fuera de la lista de agradecimientos al gobierno provincial. “El señor Alberto Rodríguez Saá nos trajo la energía eléctrica, que al principio llegaba sólo a diez familias, pero ahora está en todo el campo. Fue una gran obra, con un costo que nosotros no hubiéramos podido afrontar. Eso le permitió al herrero o al carpintero armar su taller y trabajar, porque somos gente de trabajo antes que nada”, remarca Abraham.

 


La organización menonita se basa justamente en la división del trabajo que, vale aclarar, no es comunitario: cada uno maneja su economía familiar como le parece, no se hace un aporte en común. Un ejemplo: el carpintero, Jakob Klassen, le hizo un mueble a Abraham y éste le pagó con dinero, no con alguna compensación de su propio trabajo de agricultor. Incluso algunos salen a vender fuera del campo en una incipiente integración social, ya sea quesos de elaboración propia con leche recién ordeñada (canasta en mano llegan hasta Buena Esperanza o incluso a Rancul, la primera localidad del lado de La Pampa), alguna artesanía o ganado en los remates que da Alfredo Mondino en el predio de la Compañía General de Hacienda, a 35 kilómetros de Nueva Galia.

 


Le pedimos a Wiebe que oficie de guía y nos lleve de recorrida por la comunidad. Así observamos las calles anchísimas que abrieron para moverse dentro del campo, los añosos caldenes tan típicos del sur puntano y los trabajos de desmonte que están haciendo y que, de paso, son una buena fuente de trabajo para los vecinos de Nueva Galia, que pelan los postes que luego los menonitas van a vender junto con la leña. “Ya recibimos el permiso del Ministerio de Medio Ambiente, Campo y Producción para desmontar hasta el 25%, según las zonas”, advierte Abraham, dueño de una buena porción de tierra en lo que ellos llaman Zona 1, como no podía ser de otra manera tratándose de un pionero.

 


La división catastral es casera, ya que todavía las propiedades no están inscriptas en el fisco, sólo el terreno, que está a nombre de 10 hombres de la comunidad. Esa división la hizo el hijo mayor de Wiebe, quien también se llama Abraham. Este treintañero ya brinda otro perfil de lo que son los menonitas del Siglo XXI, basta ver el Iphone con el que se mueve y en el que nos muestra el trazado de calles y la zonificación que ideó. Abraham junior ya formó su propia familia y es el único que apostó por ahora a las energías alternativas. En su casa tiene un molino que genera energía eólica y dos pantallas solares para reforzar el sistema eléctrico. “Cuando se corta la luz, el único que tiene soy yo”, dice con una ancha sonrisa y un castellano bastante bueno, parecido al de su padre.

 


Los hombres hablan el español, algunos de manera correcta y otros al estilo del simpático agente de Kaos que complicaba al Súper Agente 86. Los ayuda el hecho de que vienen de México (de ahí que cada tanto se les escape un ‘ahorita’ o un ‘carro’ para referirse a los autos) y también sus permanentes ganas de aprender de todo.

 


No es casual que sólo los hombres se manejen en castellano, son los únicos que tienen contacto fluido con el mundo exterior. Son los que van al pueblo, los que negocian, los que solicitan mejoras al Gobierno y los que tratan con los escasos visitantes que se adentran en El Tupá, tal el nombre del campo que compraron y que años atrás pertenecía a la familia Bianchi, los tradicionales bodegueros de San Rafael.

 


El rol de las mujeres es absolutamente secundario. “Las esposas se encargan de la casa y de los hijos”, es la tajante y natural definición de Abraham, conocedor de que en la cultura occidental han ganado terreno a pasos agigantados. Pero entre los menonitas no existe tal evolución, por eso ellas, siempre de pañuelo negro en la cabeza y vestidos floreados hasta los tobillos, más allá de algún ‘hola’ de compromiso sólo hablan el alemán bajo, un dialecto que también manejan los holandeses y que se contrapone al alemán alto de otras regiones germanas. Lo heredaron de sus antepasados, que surgieron en la vieja Prusia oriental y no lo perdieron porque es lo que se habla en las casas y el que entienden los niños hasta que crecen.

 


El proceso educativo de los menonitas tiene sólo seis años de escolaridad. Los niños van al colegio, que es propio y atendido por mujeres de la comunidad (una excepción autorizada por el gobierno provincial), de los 6 a los 12 años. “Van a aprender, siempre en alemán, las cosas básicas como leer y escribir, hacer cuentas, conocer algo de nuestra historia y tomar conocimiento de los oficios. Cursan a la mañana, almuerzan en las casas y vuelven a la tarde. A partir de los 13 años los varones van a trabajar con sus padres y las mujeres ayudan en las casas”, cuenta Wiebe, quien ante el crecimiento poblacional de los menonitas (hoy hay 220 personas) está bregando para construir un segundo edificio que haga las veces de escuela. “El que tenemos está compartido con el templo, queremos hacer otro para que los niños no se tengan que desplazar y no pierdan tanto tiempo al mediodía”, agrega.

 



Organización económica

 


De la nueva escuela por ahora asoma un esqueleto de madera y el techo porque faltan fondos para terminarla. “Es parte de los gastos comunes que tiene que afrontar cada familia, como la apertura de calles, el desmonte y el costo de la energía. También entre todos pagamos las cuotas que pactamos por la financiación de la compra del campo, y los que vayan llegando desde México deberán comprar su porción de terreno”, describe Abraham la realidad económica, que no es igual para todos ya que hay familias con un pasar más desahogado que otras.

 


Se nota en las casas. Están las de material, que ayudaron a construir albañiles puntanos ya que ellos no están acostumbrados a levantar paredes de ladrillo. “Pero vamos aprendiendo, no se vaya a creer ¿eh?”, dice con satisfacción Bergen, otro de los impulsores de la radicación, quien a esta altura ya se sumó a la recorrida con la vestimenta típica de los hombres menonitas: camisa de cuadros y enterito de jean de una tela irrompible que compran en Estados Unidos y es la que hizo famosos a los jeans del medio oeste norteamericano.

 


Ellos son especialistas en armar casas de madera o con placas de durlock. Las levantan a una velocidad increíble (un mes a lo sumo) y luego las decoran o pintan, les ponen pisos de cerámica o de cemento alisado y les calzan ventanas no demasiado grandes con floridas cortinas que ayudan a combatir el demoledor sol estival del sur puntano. El sector de construcción está pegado al viejo casco de la estancia, donde van a parar los recién llegados hasta que pueden hacerse su casa. Allí las arman y luego las transportan hasta el lote que han comprado arriba de una base compuesta de hierros en forma triangular tirada con dos ruedas de auto que también les sirve para mantenerlas levantadas si tienen que trabajar en los cimientos.

 


Hay viviendas grandes, de tres o cuatro dormitorios (niñas en uno y niños en otro, no importa la cantidad), como la de Wiebe; y otras pequeñas como la de Bergen, que a sus 55 años tiene a todos sus hijos casados y vive sólo con su mujer. Ninguna hace ostentación, son más bien despojadas, con los muebles básicos, aire acondicionado para pasar el verano, cocinas económicas de hierro alimentadas a leña y, detalle curioso, almanaques por todos lados. Ninguno supo explicar el porqué de esta afición por marcar los meses y los días, sólo contestaron con una sonrisa.

 


En general, los menonitas tratan de no repetir oficios. Hay un carpintero, un herrero (o metalúrgico según su propia definición) y hasta un técnico que arregla computadoras y cuestiones relacionadas con el wifi, que por otra parte es muy bueno en la zona de las viviendas. Ése es Jakob Neufeld, el vecino de Wiebe y otro de los que se la jugaron en la primera oleada que llegó a San Luis. Después, obviamente, sí hay varios agricultores, que sobre todo conocen los secretos del maíz y del trigo, tamberos y criadores de animales varios: vacunos, pollos y cerdos. La idea a futuro es hacer un tambo grande como el que tienen en México, aunque por ahora cada uno ordeña en su predio (algunos a mano, otros con máquinas) y los que saben el proceso, fabrican quesos, cremas y dulce de leche, al que llaman dulce de cajeta y ya sonríen, conscientes de que en Sudamérica el término refiere a otra cosa.

 


El cronista le pide a Abraham ir a visitar otras familias, por lo que la Hilux vuelve a ponerse en marcha. El viento, un habitante más en El Tupá, sacude con fuerza los tendederos circulares con base de hierro y la ropa, en su mayoría blanca, parece querer volar en busca de los nidos de horneros que lucen en las ramas altas. Sin dudas en la construcción de estas moles el metalúrgico debe haber logrado un buen ingreso, porque lucen sólidos. Y es justamente Abraham Wall, en medio de estructuras de hierro, el primero que nos recibe en el taller, que está cerca del casco de la estancia. Trabaja para tener un galpón más grande y lo ayuda Cornelio Fritzen, quien se gana la vida con ese empleo. Wall y su esposa Anna también son pioneros y gente muy respetada en la comunidad.

 


Luego pasamos por el taller de carpintería de Jakob Klassen, donde se escucha el ruido de la sierra. Es casi un quirófano por la prolijidad y la limpieza, que ayudan a mantener Franz, que es uno de sus hijos, y Abraham, un empleado.

 


Está haciendo puertas para unos muebles con una madera aglomerada conocida como MDF, que luego laquea y deja listos para la venta dentro de la comunidad. “Estoy feliz en San Luis, hay trabajo y vivimos en paz, nuestros hijos tienen espacio para jugar y crecer”, cuenta el hombre, quien no deja de trabajar en ningún momento mientras habla.

 


Un poco más allá están Pedro y Franz Fehr. Ellos se dedican a criar vacas Holando, de las que sacan leche y quesos para vender. Han llegado incluso hasta Anchorena con sus productos. Otro Fehr, Jakob, no estaba en ese momento junto a su rodeo bovino, pero sí sus hijos, que tienen la ropa enchastrada de bosta porque recién terminaban de ordeñar, un trabajo que hacen dos veces por día. Al fondo asoma una construcción de hormigón a medio terminar que va a ser el nuevo tambo de la familia, más grande y completo. Los chicos dudan de posar para la foto, pero Abraham baja de la camioneta, intercambia un par de palabras en alemán y los tres terminan sonriendo para la cámara.

 


También Bergen tiene un pequeño tambo, pero su fuerte es la agricultura. “Este año tuvimos la primera cosecha de maíz, todavía estamos evaluando si conviene sembrar temprano o tarde”, reconoce. Ellos no necesitan del asesoramiento de un agrónomo, aseguran que saben lo suficiente sobre cultivos como para salir adelante y conocen sobre fertilizantes y agroquímicos. “Además el clima es parecido al de Chihuahua, seco y caluroso”, agrega Juan.

 


Algunos ya se inscribieron como monotributistas en la AFIP para poder facturar sus ventas o descargar el IVA. Lo que todavía tienen pendiente es el permiso de exportación que otorga la Aduana, por lo que la producción de granos todavía no se la pueden llevar a Glucovil o a alguna otra empresa del parque industrial de Villa Mercedes. La falta de papeles también les está complicando tener el DNI para extranjeros. “Como el terreno está a nombre de 10 de nosotros, pero las casas todavía no están escrituradas, Migraciones no nos expide los documentos. Dijeron que van a mandar una persona al campo para verificar dónde y cómo vivimos”, cuenta Wiebe, a quien el intendente Moreyra tranquilizó en ese aspecto, porque no son muy afectos a recibir visitas, y menos fiscalizadores del Estado.

 


Además, la primera experiencia con un contador no fue buena y entonces ahora desconfían de cualquier trámite. "Tuvimos algunos problemas de números, pero necesitamos uno que nos ayude, así que ahora estamos probando con otro contador. De todas maneras, nosotros sabemos de qué se trata y nos encargamos también de la parte contable de nuestros negocios", reconoce Abraham.

 


Así, entre los vientos eternos y los caldenes que vieron pasar muchas generaciones por esos campos, los menonitas van construyendo una nueva vida. Lejos del ruido de la gran ciudad que sufrían en México, más cerca de la naturaleza que está emparentada con sus tradiciones. San Luis les abrió las puertas y ellos aceptaron gustosos el convite.

 


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