11°SAN LUIS - Jueves 02 de Mayo de 2024

11°SAN LUIS - Jueves 02 de Mayo de 2024

EN VIVO

Mina Los Cóndores: camino a la oscuridad (I)

Fue descubierta en 1883 por casualidad. En 1914 los alemanes, sus primeros explotadores, llevaban el wolframio para fabricar armas. Se convirtió en una "miniciudad" y llegó a emplear  a más de 3.500 personas. Cerró en 1985, después de varios intentos para reflotarla.

Por redacción
| 13 de febrero de 2017
El túnel principal. Después de caminar unos 120 metros por el nivel cero, la galería muestra restos del potencial minero que aún tiene en sus entrañas.

 

La  mina Los Cóndores, ubicada en el Departamento Chacabuco de la Provincia de San Luis, muy cerca de la localidad de Concarán fue descubierta por casualidad en el año 1883 por un empleado rural. Un par de años después, la compró una empresa rosarina de capitales alemanes. En poco tiempo se convirtió en un polo económico muy importante. A fines de 1914 el material extraído comenzó a ser enviado a Alemania donde se utilizaba para la fabricación de armas. En sus mejores épocas, el establecimiento minero llegó a albergar más de 3.500 personas. En su entorno y por aquellos años, se construyó una miniciudad, tal vez más grande que la misma localidad de Concarán. Cerró en 1985, después de varios intentos de reflotarla.

 

 

 

Hugo Argentino Ortiz (63), encargado de hace más de dos décadas del famoso y casi olvidado yacimiento minero, uno de las más importantes de Sudamérica, conoce todos los detalles de la historia del emprendimiento. “A fines de 1890, estos campos eran de propiedad de Medardo Aguirre, que tenía un empleado llamado Jorge Torres, que hacía de arriero, pirquero o peón de campo.  Recorriendo el campo encontró, en una zona llamada 'Quebrada La Fea' unas piedras negras, muy brillantes y pesadas a pesar de su tamaño”, señaló. Sin querer, el peón acababa de descubrir un yacimiento minero que le daría un vuelco impresionante a la zona, a la provincia y al país.

 

 

 

"Con el tiempo, Aguirre se asoció con un criollo llamado Pedro Regalado, juntos denunciaron el nuevo yacimiento como mina de magnesio, que después resultó ser wolframio (scheelita) un material especial para la fabricación de armas”, señaló, y agregó: “Al poco tiempo la mina fue vendida, tal vez por la falta de capitales para explotarla, a la compañía Ansa Sociedad de Minas SA, un desprendimiento de la casa Herwing de Rosario, provincia de Santa Fe,  empresa consignataria de la alemana Krupp que se hacía cargo de todo en San Luis. Nacía de esa manera, la mina Los Cóndores”.

 

 

 

Ortiz señaló que el establecimiento alcanzó su mayor esplendor en 1914, cuando estalló la Primera Guerra Mundial. Los alemanes aumentaron la producción de 400 a 700 toneladas. Al perder la guerra, los teutones  abandonaron  la Argentina y por supuesto la mina, hasta que la compró un empresario norteamericano.

 

 

 

 

 

Llegar a la mina no es fácil. Un camino casi olvidado, pese a los cientos de reclamos formulados por los vecinos a las autoridades competentes, hacen que la intrépida y riesgosa aventura sea aún más excitante.

 

 

Hay que pasar Concarán, recorrer unos tres kilómetros de una ruta asfaltada y doblar a la izquierda. Casi en línea recta espera un camino lleno de serruchos, guadales, zanjas y, por momentos,  llenos de pequeñas piedras brillantes. Son restos de la broza que en algún momento alguien pidió en la mina para mejorar el camino que clama por mejoras.  Después de transitar unos diez kilómetros, despacio, hay que mirar con agudeza cada metro del recorrido y cuidarse de los espinillos que invaden el camino. Después de pasar unos maizales se llega a lo que sería una meseta, mirando hacia abajo se ve mezclado entre el monte un caserío abandonado.

 

 

 

Es el ingreso al campamento minero. Un cartel pone en estado de alerta, después de sortear un viejo acceso, a la izquierda hay una construcción de ladrillos que ya no tiene techo, puertas ni ventanas, pero que mantiene con orgullo un letrero que dice: “Mina Los Cóndores descubierta en 1883, siga las indicaciones hasta la administración, no se desvíe. ¡Peligro!!!”.

 

 

 

Para llegar hasta ahí el grupo de periodistas de El Diario de la República recorrió más de 162 kilómetros bajo un calor infernal. El termómetro marcaba 43 grados.  Después se llega a un lugar donde había dos carteles. El primero: vendo chivos. El otro: choripanes 35 pesos, gaseosas 35 pesos, cerveza bien helada 60. Había otro letrero: “Administración”. Todo era fácil, simple, bien criollo, agradable, limpio. Allí estaba Ortiz  que con mucha amabilidad narraría la historia.

 

 

 

Al ingresar al campamento y a la derecha, está lo que quedó de  la Escuela Provincial Nº 416. El silencio parece hablar. Por momentos imaginariamente se escuchan gritos y risas de niños jugando en un recreo. Después, mezclados entre los espinillos, talas y chañares, varios edificios de ladrillos que alguna vez tuvieron techo a dos aguas. Detenidos en el tiempo, mostraban épocas mejores, de esplendor, de abundancia, de mucho dinero.

 

 

 

A la izquierda y bien alto, se yergue un cerro que nada tiene que ver con el agreste paisaje. Es una mole inmensa, sin árboles ni arbustos, y sin ningún tipo de forestación. Es algo inusual, como si fuera de otro planeta. “Se formó con el descarte de los minerales que se fueron sacando. No tiene valor. Se utiliza en rellenar caminos, Si se pretende utilizar para otra cosa, es imposible. No pega con nada, tiene mucha mica. En unos cinco años será de color óxido, por la cantidad de mineral que tiene”, señala el ex minero.

 

 

 

 

 

Ortiz aseguró que “hay otro más pequeño sobre el arroyo Las Cañas. Es más viejo y más amarillo.  Lo fueron haciendo los alemanes que querían estar cerca del agua, hasta que se fueron. Habían montado una planta de clasificación de  minerales que extraían con un malacate tirado por un guinche y unas mulas -a las que le tapaban los ojos para que no se percataran del lugar donde estaban- completaban el trabajo. Los vagones  llegaban a  la boca de la mina, y pasaba a los molinos donde comenzaba el proceso de moler lo extraído y donde se clasificaba, en mesas especiales. Por decantación el mineral se iba al fondo y el resto o la broza, quedaba en la superficie de las mesas”.

 

 

De allí, y previo a algunas indicaciones, llega a la casa de los ingenieros, que tuvo todo tipo de comodidades: grandes dormitorios, amplios baños, termotanque y pileta de natación. Al frente el club, un lugar donde se jugaba al pool, billar, y otros entretenimientos, exclusivos para ellos.

 

 

 

Más allá, un caserón que era para los mineros solteros, otro para los que tenían familia, un salón que tenía un ring (una vez peleó José María Gatica) y se celebraban fiestas particulares previa autorización de la administración minera.

 

 

 

A modo de anécdota Ortiz refiere: “Acá era un salón de lectura y poesía sólo para los jefes. Y cuando se jugaba al fútbol venían equipos de Villa Dolores, Villa Mercedes y de toda la zona. Le digo más -dice y se toma el mentón con su mano derecha- las casas tenían luz eléctrica y agua corriente que sacaban de un pozo surgente y con bombas se llenaban los tanques”.

 

 

 

“Los casamientos se celebraban en Concarán, pero en el campamento era la fiesta; los patrones facilitaban las instalaciones. Lo mismo para los bailes populares donde sonaban el acordeón, las guitarras y se destacaban ‘Los Vagabundos’ y ‘Juan Dólar’. Muchos terminaban mal porque se peleaban cuando se desconocían por la ingesta de alcohol o por viejas rencillas laborales”, señaló.

 

 

 

Don Ortiz  deja mirar  sin preguntar. Ve absortos a los periodistas en querer conocer y recorrer. En medio de la nada; una pequeña ciudad llena de preguntas, de misterio, de anécdotas, de llantos, de risa, de alegrías y de dolor que anda por ahí como los duendes.

 

 

 

Ortiz dice: “En un primer momento el material extraído era transportado en carros tirado por mulas hasta Concarán, luego a La Toma y desde allí en tren hasta el puerto de Rosario para embarcar a Alemania. Luego con el trazado ferroviario hasta Villa Dolores, se cargaba en la estación de Concarán y desde allí  a  Santa Fe”. Agrega.

 

 

 

Derrotados en el campo de batalla, los alemanes emprenden la retirada. Dejaron la mina y la Argentina,  hasta que en 1939  el emprendimiento comenzó una nueva etapa. Su actividad dependía de las guerras. En el '45, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, llegó un nuevo bajón para Los Cóndores, hasta que en 1950, con la guerra de Corea, los norteamericanos le vuelven a dar valor a la explotación de la mina. El industrial yanqui, Thomas Williams, la compró. En realidad había comprado una deuda: la mina estaba abandonada, inundada y casi usurpada.

 

 

 

El norteamericano la puso en funcionamiento. Hizo construir varios edificios  y la dotó de comodidades como cantina, boliches, hotel, cine, verdulería, carnicería, ramos generales, herrería, policía, enfermería, sala de primeros auxilios y médicos. Agua corriente y electricidad.

 

 

 

En materia de deportes, tenían canchas de fútbol, de tenis, canchas de taba (un juego criollo) y practicaban boxeo.

 

 

 

 

 

Era una miniciudad. Cuentan que cuando venían a pedir trabajo y si no se animaba a bajar, los norteamericanos igual le daban donde vivir con una condición; debía poner un negocio. De esa manera, la gente no se iba. En realidad lo que querían era demostrar su poderío.

 

 

“Con su llegada, se amplió el  campamento, que permitió albergar a más de 3.500 trabajadores, trajeron equipos nuevos y de alta tecnología. Se trabajaba en  tres turnos de ocho horas cada uno. Los turnos se tomaban una vez que el trabajador fichaba en la oficina que estaba en el nivel cero y había un descanso de 30' para comer”. 

 

 

 

Algo que llama la atención del pueblo minero es la falta de una Iglesia Católica y de un cementerio. Ortiz se apura en aclarar; “Los yanquis, eran protestantes y aunque había muertos, se pretendía ocultar que los hubiera. Siempre moría gente por los derrumbes ocasionados por las explosiones con dinamita".

 

 

 

"Cuando había un accidente menor, sonaba una sirena y los accidentados eran sacados por el nivel cero. Si era grave, lo sacaban en los montacargas y los llevaban a Concarán. Para ellos lo importante era el mineral”.

 

 

 

“La mina quedó abandonada en 1985, se robaron todo lo que podían, chapas, puertas, ventanas y techos. Después se hizo cargo el Gobierno. Lo único que es habitable por ahora lo pusimos nosotros. Preservamos lo que había y armamos el museo. Sólo quedaron los pisos que son de 1936 (blancos y negros)”.

 

 

 

Ortiz está casado con Trinidad Esther Páez (63) con quien tiene dos hijas; Alicia (49) y Verónica Romina (40). Su esposa está al frente de la administración. Son los encargados de la mina que dejó antes de viajar a Estados Unidos, Enrique Giménez, uno de sus últimos dueños.

 

 

 

“Yo era uno de los tantos mineros que pasó por esta mina y tenía un ‘julepe’ bárbaro cuando ingresé, utilizaba un martillo neumático pero hasta que me acostumbré pasó mucho tiempo, me hice una almohadilla para colocarme en los hombros y poder aliviar el dolor que me causaba, no quería aflojar porque era el pan de mis hijos y lo único que había para trabajar”.

 

 

 

(Continuará)

 

 

LA MEJOR OPCIÓN PARA VER NUESTROS CONTENIDOS
Suscribite a El Diario de la República y tendrás acceso primero y mejor para leer online el PDF de cada edición papel del diario, a nuestros suplementos y a los clasificados web sin moverte de tu casa

Suscribite a El Diario y tendrás acceso a la versión digital de todos nuestros productos y contenido exclusivo