12°SAN LUIS - Jueves 16 de Mayo de 2024

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Sembrar trigo, una forma de proteger los suelos

El cereal está poco difundido en la provincia, sobre todo porque es muy estrecha la ventana debido a las heladas. Igual, algunos se la juegan y la Revista El Campo estuvo allí para contarlo.

Por Marcelo Dettoni
| 29 de julio de 2018
Fotos: El Diario.

El trigo no es un cultivo común en San Luis. Son pocos los productores que apuestan por el cereal y no es una cuestión de gustos o de capricho: realmente cuesta mucho ubicarlo dentro de una rotación que presiona, con ventanas muy cortas. Y en la provincia la apuesta grande siempre es a la siembra gruesa, que tiene la prioridad sobre lo que puede pasar en el invierno, cuando muchos se limitan a hacer alguna cobertura para proteger el suelo o incursionar en algún cultivo no tradicional.

 

Bastan algunos pocos números para dejar clara la poca incidencia del trigo en los campos puntanos. Este año, según el panorama que brinda la Bolsa de Cereales de Buenos Aires, el cereal sólo ocupa 10 mil hectáreas, mientras que el total del país es de 6,1 millones, lo que indica que San Luis aporta sólo el 0,16% de la superficie nacional. Es un trigo mayormente usado para cobertura, alguna pequeña venta de grano comercial o bien con fines limitados a la mezcla en la alimentación de rodeos específicos, como los lecheros. Es el caso del tambo El Amparo, de Emilio Emmer, ubicado sobre la ruta 9, en Estancia Grande, un establecimiento pequeño, histórico y muy prolijo, en el que su dueño, que ya pisa los 70 años, sigue una línea de trabajo que ya venía de su papá. Además, Emmer es un innovador, no le teme a los cultivos poco usados en la zona, e incluso desafía las reglas del clima.

 

“San Luis tiene poco trigo porque se cosecha a fines de diciembre o principios de enero, lo que complica sembrar los granos gruesos como soja y maíz. Hay que dedicarle lotes específicos, que luego no se pueden usar en verano, pero Emilio quiere incluirlo en la rotación y yo estoy acá para trabajar con él”. El que habla es Ramiro Goncálvez, ingeniero agrónomo con varios clientes desperdigados por toda la geografía agrícola de San Luis y asesor de Emmer.

 

Los antecedentes le indican al ingeniero que es mejor no forzar la rotación, que si el dueño del campo tiene trigo, hay que escalonar de manera diferente los cultivos. “Un año hicimos maíz después del trigo y apenas rindió 3.000 kilos la hectárea, porque en San Luis las heladas tempranas son muy fuertes. Por eso es mejor hacer maíz de primera, pero con el trigo como antecesor eso es imposible”, recuerda Goncálvez.

 

Con la misión de hacer rentable el trigo, el ingeniero pasa muchas horas en El Amparo, controlando la siembra del cereal, que está a cargo de Alberto Balari, un contratista con muchos años en la zona, que hizo una gran inversión en maquinaria de última generación y hombre de confianza de Goncálvez.

 

No es sencillo sembrar en esos lotes en el medio de las sierras. El paisaje es de ensueño, pero varían mucho las lomadas y los bajos, el clima es muy riguroso, con fuertes contrastes entre el día y la noche, heladas tempranas apenas despunta el otoño y otras tardías, bien entrada la primavera. Hay que calcular muy bien la amplitud térmica con la que van a lidiar los cultivos.

 

Tanto cambian las condiciones en el mismo día que este cronista tenía planeado arrimarse para relatar las tareas de siembra por la mañana, pero finalmente debió hacerlo a las 15, cuando todavía el sol se resistía a caer detrás de las sierras centrales.

 

“No vengas ahora, la temperatura está en cinco grados bajo cero, es todo hielo, la maquinaria no puede ingresar a los lotes”, había sido la advertencia del asesor agrónomo por la mañana, evitando un viaje inútil. Por la tarde todo había cambiado: 15 grados, sol, condiciones agradables y una sembradora dispuesta a darle duro y parejo hasta por los menos las 21, cuando la helada comenzará a caer a plomo y obligará a refugiarse a los empleados del contratista en el carromato donde pasan la noche con buena calefacción.

 

Las tonalidades del campo pasan del amarillo al marrón. El amarillo lo aporta el rastrojo de un maíz por el que aún no pasó la máquina, y el marrón es tierra ya labrada, donde hay que mirar con atención para descubrir que el antecesor fue una soja. Hay que tener mucho cuidado cuando se cargan los datos en el GPS, porque hay que ir sembrando de acuerdo a los distintos niveles que ofrecen las sierras. Algunas terrazas armadas por el dueño del campo permiten el escurrimiento del agua hacia un bañado en los bajos, pero la máquina debe seguir ciertos lineamientos que marca el ingeniero agrónomo para que no queden ángulos sin sembrar, a los que después es muy difícil volver.

 

Las sembradoras van siguiendo la línea de las terrazas mientras puede, aunque a veces es imposible sostener una geometría perfecta. “Se siembra cortando la pendiente, con curvas de nivel para copiar la superficie del terreno. Cuando la pendiente es muy grande es necesario hacer sí o sí las terrazas”, cuenta el asesor de Emmer. Las sembradoras son dos de marca Pionera, modelo 4820 (48 surcos, a 20 centímetros uno de otro), que ocupan una superficie a lo ancho de unos nueve metros, tiradas por un moderno tractor Case que en la parte delantera tiene los instrumentos de labranza y un cilindro metálico que evita que las chalas más largas del maíz puedan dañar los neumáticos.

 

Arriba del tractor va Luis Salinas, un hombre joven pero muy experimentado, que sabe lo que hace a la hora de sembrar. Cambia impresiones con Goncálvez con la seguridad de quien se pasa el año arriba de la máquina, tanto en siembra como en cosecha. No está solo en el campo, lo acompaña Ulises Rojos, quien oficia de ayudante y relevo en el manejo del tractor, cuando Luis descansa o es su turno para comer. Salinas y Goncálvez bromean todo el tiempo sobre la velocidad a la que debe circular el tractor, con el ingeniero usando el dedo acusador porque asegura que sin su control estricto supera los siete kilómetros por hora, algo que el conductor niega con convicción. Claro, todo termina con sonrisas porque el ambiente de trabajo es muy ameno.

 

Entre sus tareas básicas, Goncálvez tiene la de controlar para que todo salga perfectamente. Por eso carga con una balancita para medir la cantidad de fertilizante que están tirando las sembradoras al mismo tiempo que las semillas de trigo. Deben ir alrededor de 100 kilos por hectárea, pero con una pequeña muestra tomada de los tubos que asoman de la maquinaria se puede hacer un promedio más o menos certero.

 

Las sembradoras constan de varias partes, cada una con una función específica y vital, que incluyen el trabajo de la máquina de labranza que va en la parte delantera. Lo primero que se observa de adelante hacia atrás es el disco turbo, un plato de acero con ondulaciones en los bordes que va abriendo el surco en la tierra de cuatro centímetros. Detrás viene el disco plantador y luego la rueda limitadora que es la que va precisando la profundidad.

 

Ya en la parte trasera, luego de un proceso mecánico baja a la tierra las semillas de trigo junto con el fertilizante, el “pisa grano” la aplasta un poco para que entre en contacto con la humedad del suelo. Finalmente pasa por encima una rueda tapadora que cierra el surco. Hay 48 mecanismos como el descripto que van sembrando según una hoja de ruta cargada en el GPS del tractor.

 

Con distintos mecanismos manuales, el sembrador va regulando la máquina basándose en una tabla de siembra en kilos por hectárea (incluye todos los cultivos imaginables), que combina con la caja de velocidades de 54 marchas. Por supuesto, cada especie tiene una relación distinta. Además, hay cuatro palancas con tres posiciones cada una para regular la cantidad de semillas según el cultivo, en una rara mezcla de números y letras que hay que cumplir a pie juntillas. Si todo va bien, nacerá el 90% de las semillas.

 

Y lo mismo pasa con el fertilizante, para el cual usa una selectora que regula la cantidad que baja a la tierra. En este caso se trata de millones de bolitas blancas (nitrógeno) y grises (fósforo), que componen una mezcla conocida como MAP (fosfato monoamónico). “Es una mezcla física, por lo que necesariamente no es parejo lo que cae al surco, hay otras mezclas químicas que en la misma pelotita tienen todos los fertilizantes juntos”, aclara Goncálvez. Las químicas son más caras, pero para este trigo no hace falta semejante inversión, basta con una mezcla física efectiva como el MAP.

 

La rotación elegida en El Amparo, cuando hacen trigo en invierno, incluye una vicia al verano siguiente, un cultivo que no requiere de tanto tiempo en la tierra como los granos gruesos y que termina en rollos en julio y agosto para alimentar el ganado del tambo. Luego siembran maíz, al año siguiente soja y después recién vuelven al trigo. En los inviernos en los que no hay cultivos, hacen alguna cobertura para evitar la erosión eólica y la hídrica. Puede ser avena o centeno, el preferido porque es más resistente a las heladas.

 

Este año el cereal cubre 150 hectáreas del campo que circunda al tambo, con semillas de dos clases: Algarrobo de Don Mario y la 300 del semillero Buck. “La variedad Algarrobo es de ciclo intermedio y tiene más potencial; en cambio la 300 es más rústica, aguanta mejor las heladas y las enfermedades del trigo”, describe el ingeniero agrónomo. La Algarrobo, según la semillera que la produce, es algo susceptible a la roya estriada, pero es una enfermedad de control relativamente sencillo; en cambio se comporta bien ante mancha amarilla, septoria y roya anaranjada. En El Amparo usan 105 kilos en promedio de semillas por hectárea y 100 kilos de MAP. “Después, cuando el trigo ya está macollado, hay que chorrear 160 kilos de guan, que es nitrógeno líquido”, agrega el asesor.

 

La comercialización incluye varios destinos. Lo venden para grano comercial a una empresa de Villa Mercedes y otra parte va a Santa Fe. También tienen como cliente a la firma mendocina Agroin, que utiliza el trigo en las mezclas que hacen de alimento balanceado para toda clase de animales. Aquellos que usan el cereal como cobertura, luego lo queman en primavera para que no consuma agua de los primeros dos metros del suelo, que será vital a la hora de la siembra gruesa.

 

Las malezas están siempre al acecho, pero en El Amparo las combaten con una pulverización a fines de junio, 15 días antes de comenzar con la siembra. Suelen aparecer tres variedades, que por sus nombres populares son conocidas como hortiga mansa, peludilla y perejilillo. Usan una combinación de herbicidas que incluye 2 4D (ideal para combatir los de hoja ancha), glifosato para el control total y un preemergente como el metsulfurón, que hace una especie de "plastificado" sobre la superficie del suelo para que no nazcan malezas nuevas.

 

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