23°SAN LUIS - Domingo 28 de Abril de 2024

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El día que apareció el rostro de Cristo en una casa de La Toma

Esta anécdota empieza en retrospectiva; es totalmente personal, pero a veces lo individual puede servir a lo macro. La madrugada era fría y solitaria. En la paz del silencio, de ese que pocas veces se siente en una ciudad tan aturdida, el único ruido que podía oír era el agua que caía en un juicio irreversible cada vez que cebaba unos mates infinitamente amargos, de esos que solamente pueden redimir al propio ego.

 

Hace casi 13 años que vivo en San Luis, pero aún hay algo de mí que clama el mutismo de las noches de pueblo. Pasé algunos minutos contemplando el vapor que generaba el choque de temperaturas, entre la yerba prácticamente quemada por manos inexpertas y las bajas temperaturas de un invierno aún prematuro. De pronto, entre miles de recuerdos de mis años en el pago, que rumiaba mi mente, pasó imborrable la imagen que cambió mi percepción de la fe para siempre: el día que apareció el rostro de Cristo en una casa de La Toma.

 

Pasó hace alrededor de unos 17 años, quizá. Estaba con mi familia cuando un comentario, de esos que corren rápido en el interior, detonó una curiosidad inaguantable: “Dicen que apareció la cara de Jesús en una pared”, escuché. Pasaron algunas horas y, como muchos lo estaban haciendo, fuimos a ver de qué se trataba la situación.

 

La aparición se desarrolló en la casa de un vecino del barrio Alfonso, en el extremo sur de la localidad. Cuando llegamos, una sensación inexplicable nos invadió. Un poco de temor, una dosis de asombro, miles de preguntas y hasta lágrimas, pero ninguna respuesta. Con mi familia, solo atinamos a abrazarnos. Parecía una escena apocalípticamente dulce.

 

Veíamos el rostro de Cristo. Con la mirada doliente de quien ha vivido la peor tortura, la cabeza levemente inclinada en la espera del último suspiro. Barba, corona de espinas. Fue un acontecimiento impactante. La lógica indicaba que se trataba de una sombra proyectada desde las ramas de un árbol al que la luz de una luminaria rozaba en un rayo prácticamente divino.

 

Esa noche volvimos a casa en pocos minutos. Al acostarme, en mis oraciones pedí. No sé qué, pero pedí. Me había inmutado frente a lo desconocido.

 

Al día siguiente, los comentarios iban desde las muestras más grandes de fe hasta las burlas más hirientes de los escépticos. “Es el Che Guevara”, manifestaban algunos en tono burlesco.

 

Sin embargo, independientemente de las conjeturas, creyentes y ateos se congregaron por varias noches en la pared milagrosa. Se hicieron grupos de oración que rezaban incansablemente el rosario, una y otra vez. Algunos se quedaban en zonas cercanas en una especie de intriga precavida.

 

Una noche, el movimiento de hojas hizo ver cosas que según la imaginación o percepción de los que estábamos, nos generó diversas sensaciones. En lo personal, pude ver que había siluetas detrás de Cristo. Lágrimas y más lágrimas se adueñaban del escenario. Imaginé, por un instante, el paso impuntual a la inmortalidad.

 

El cura párroco de ese entonces, el padre Ernesto Moyano, estuvo en el predio. Se lo vio con el rigor eclesial necesario en estos casos, pero respetuoso de la gente que se acercaba.

 

Desde la creencia, uno trataba de justificar espiritualmente lo que veía. Más allá de que claramente era una ilusión óptica, una cosa es que un árbol proyecte la silueta de un conejo, otra que figure en detalle el rostro de uno de los hombres más representativos de toda la historia de la humanidad.

 

Siempre pienso que si esto hubiera acontecido en tiempos de redes sociales, habría trascendido de una manera masiva.

 

Una noche, el mito se acabó. Cortaron las ramas en cuestión y la sombra definitivamente dejó de formar a Cristo. Los comentarios incrédulos destacaban jolgoriosos la victoria de la razón frente al “pensamiento mágico”. Sin embargo, lo que terminó fue la leyenda, pero nació para muchos el acercamiento místico a la fe.

 

La referencia iconográfica motivó a no pocos a intensificar la oración, a rever sombras y practicar virtudes. Y aún la extinción de la cara del Dios hecho hombre también figuró un enclave al menos respetable, porque la fe no se quebró, sino que se hizo más grande y fuerte. Rememora de alguna manera al Evangelio de San Juan, cuando Jesús le dijo a Tomás: “Tú crees porque me has visto; dichosos los que creen sin haber visto”.

 

Con el termo casi extinto, el mate ya lavado y el insomnio abatido, fui a descansar las pocas horas de sueño que me quedaban tras uno de los recuerdos más memorables de mi vida, no sin antes exteriorizar lo vivido en la computadora.

 

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