Pablo, un peluquero apasionado que encontró la muerte demasiado rápido

Cada vez que terminaba el trabajo con una clienta, Pablo Peña la miraba para contemplar su trabajo final, para comprobar que la tintura estuviera perfecta, que el alisado no tuviera grietas, que no haya cortes que arruinen su obra. Si la señora sentada frente al espejo -que le entregaba por unas horas su cabeza- quería, el peluquero le sacaba una foto, orgulloso de su labor y de colaborar con el bienestar de los otros.

El vínculo que estableció Peña con sus clientas era de tanta cercanía que muchas todavía no pueden creer que Pablo haya fallecido a principios de semana, víctima de la inoperancia de los médicos que lo atendieron y de un sistema de salud que lo dejó ir sin medir ninguna consecuencia.

Desde que era un joven flaco y algo desgarbado que vivía en el barrio El Lince e iba a la escuela Lucio Lucero, Pablo soñó con ser peluquero. Era la manera que tenía a mano de arreglar las cabezas de la gente, aunque sea por fuera.

Tras mucho esfuerzo, consiguió montar su propio negocio, el objetivo de la peluquería propia, un coqueto lugar en pleno centro de San Luis al que levantó en base a trabajo, su talento y, por supuesto, la ayuda de su familia, siempre tan unida.

Ahora, con la muerte de Peña, la familia mantiene esa unidad pero detrás de un reclamo que promete ser largo y tedioso y que tiene enfrente a un gigante que ya demostró que está dispuesto a cualquier cosa con tal de salvar su pellejo. Pero la convicción de la familia parece inclaudicable: “Voy a llegar hasta los últimos recursos para que descanse como se merece”, posteó su hermana, María José, a pocas horas la inentendible muerte.

En otro posteo, posterior, María José describe a su hermano como “un ser de luz que vivía cada instante como si fuera el último”.

Acaso eso sea parte del consuelo que la familia de Pablo busca por estos días de tristeza y recuerdo: saber que el peluquero buscó por todos sus medios sobrevivir a una neumonía que no era no una contractura ni un problema del nervio ciático como le dijeron en el Hospital Central Ramón Carrillo las dos veces que fue por fuertes dolores. Las dos veces que lo dejaron ir.

Pablo tenía 42 años, una diabetes que lo convirtió en insulino dependiente y dos hijas que lo convirtieron en un padre amoroso, dedicado. “Era un padre lleno de amor y de cuidado”, escribió la madre de sus hijas en su muro de Facebook. También dijo que Peña era un ser “lleno de vida y de alegría para muchas vidas”.

En el mismo sentido lo describió su hermana María José. “Solo transmitías paz y serenidad, pero por dentro eras un torbellino de emociones”, sostuvo la mujer que más adelante dibujó a su hermana como “una persona maravillosa”.

El alma y el corazón de la peluquería era Pablo, su otra pasión. Cuando en la pandemia lo obligaron a cerrar su negocio escribió un emotivo texto en el que decía que extrañaba la sonrisa de sus clientas y el olor de una mezcla. “El aura encendida que refleja la autoestima de una persona que se siente más joven, hermosa y feliz después de pasar por mis manos”.

En el mismo texto, el estilista agradece la pausa porque lo ayudó a comprender “cuánto amo ser estilista y cuánto significa lo que hago para la vida de cada una de las personas que me eligen. No es simple belleza superficial, soy parte de su vida y de sus mejores momentos, soy parte de su sello personal, soy simplemente privilegiado”.

Como en aquellos días de pandemia, la peluquería de Pablo permanecerá cerrada hasta que sus familiares puedan afrontar la situación y decidir cómo seguir con el sueño de un hombre que se chocó con una muerte tan injusta como evitable.