SAN LUIS - Sabado 28 de Junio de 2025

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“Hay algo mágico en volver a la vida a los personajes”

Federico Andahazi, el autor de “El anatomista”, -que le valió importantes detractores pero muchos más seguidores-, presentó su nuevo libro, “El equilibrista”. Allí cuenta sus primeros pasos como escritor, el fortuito encuentro con su padre y se permite repasar la historia Argentina.

Por Noelia Barroso
| 02 de octubre de 2017

Hijo del poeta húngaro Béla Andahazi y de Juana Merlín, Federico creció con el recuerdo de su abuelo quemando libros por miedo a la dictadura y creyendo que tenía algún parentesco con el mago Merlín.

 

De adulto ejerció como psicoanalista, aunque se alejó del diván para dedicarse por completo a la escritura y fue todo un acierto.

 

Quizás su reconocimiento popular llegó en 1996 después de obtener el primer premio de la Fundación Fortabat por su libro “El anatomista”, que le valió la reprobación de la mentora del concurso. Amalia Lacroze de Fortabat alegó a través de una solicitada publicada en todos los diarios porteños que la obra “no contribuye a exaltar los más altos valores del espíritu humano”. Sin embargo, la novela fue finalmente publicada por la editorial Planeta en 1997, traducida a cuarenta y siete idiomas y ha vendido millones de ejemplares en todo el mundo.

 

Por estos días, el escritor promociona su último libro y mientras trabaja en la próxima temporada de “Vas a viajar en mi sidecar” -que se emite por la TV Pública-, sale al aire todas las tardes por Radio Mitre, en “Le doy mi palabra”, el programa de Alfredo Leuco. En su columna, Andahazi opina sobre historia argentina, la sátira política, psicología, literatura e historia; además desarrolla una sección llamada “el Psicódromo”, donde trata temas como bullying, ataques de pánico, sexualidad, entre otros.

 

—¿Cómo venís con la presentación de El Equilibrista?

 

 —Me está yendo muy bien. Más allá de la llegada que tiene a los lectores, estoy viajando por todo el país presentándolo. Es un libro que para mí, personalmente, es muy importante porque es el que más se parece a mí.

 

—¿De qué se trata?

 

 —Tiene cuatro partes. Creo que en este sentido la portada es una buena síntesis del contenido. Aparece un personaje caminando sobre una cuerda floja entre cuatro bloques. Cada uno de esos bloques son mis grandes pasiones. El libro se inicia con lo que se llama El buscador de historias en la historia, y se trata justamente de poner a la luz, de exhumar, de volver a la mirada pública personajes que han sido sepultados por los historiadores; personajes que han sido olvidados o que han sido lisa y llanamente censurados de la mirada pública. El primer personaje que me parece que representaría el espíritu del libro es el de Remedios del Valle, la madre de la Patria.

 

—¿Y también hablás sobre tus comienzos en la escritura?

 

—Sí, mi relación con la literatura se inicia desde adolescente. Esto lo relato en el primer capítulo de ese bloque. Cuento que mi abuelo era un editor que tenía como apellido Merlín y cuando yo era chico me tenía engañado con que éramos descendientes del mago. Me decepcioné mucho, pero años después comprobé que algo de verdadero tenía. Él llegó desde muy chico desde Ucrania a Argentina, sin hablar el idioma. Su primer trabajo fue canillita, aprendió el castellano para poder vocear los titulares de esos diarios. De vender diarios pasó a vender libros y después de más grande pasó a editarlos. Llegó a ser un gran editor. En su casa había una biblioteca realmente fantástica, muy rica, diversa y heterogénea.

 

—¿En qué momento sentiste que debías escribir?

 

—Lamentablemente, éste es un recuerdo muy vívido, exactamente el 24 de marzo de 1976, yo puedo fechar ese día cuando decidí ser escritor. Tenía 13 años, fue la fecha fatídica del golpe militar. Mi abuelo descubrió que esa biblioteca era muy peligrosa, entonces a la medianoche empezó a bajar los libros de los anaqueles, hizo atados con hilo sisal, en silencio. Nadie se atrevía a hablarle y cuando ya no había nadie empezó a cruzar los libros a un terreno baldío, enfrente de la casa, y yo desde el balcón pude ver cómo quemaba cada uno de sus libros. Fue como verlo inmolarse porque esa biblioteca era su propia vida. Tengo el recuerdo de esas lágrimas cayendo sobre las brasas que se convertían en vapor y para mí fue una imagen durísima. Me prometí a partir de ese momento que algo tenía que hacer, no sabía muy bien qué. Pero hoy me sucede que cada vez que termino de escribir un libro es como que le estuviera devolviendo un ejemplar a esa biblioteca perdida.

 

—Tuviste un raro primer encuentro con tu padre, ¿fue así realmente?

 

—Sí, fue así. Mis padres se habían separado cuando yo era muy chiquito, de modo que no lo conocí. En la poca biblioteca que quedó de mi abuelo había volúmenes, fascículos, libros de arte, algunos de poesía y entre esos poquitos que quedaron descubrí uno de lomo anaranjado, muy llamativo. Cuando lo tomé, descubro que había otro Andahazi, un tal Béla Andahazi que había escrito un libro de poesía. En la solapa tenía una imagen, una foto, así que el primer encuentro que tengo con mi viejo es a partir de ese libro.

 

—Y después lo conociste personalmente…

 

—Cuando tenía 18 años iba caminando por avenida Corrientes, que era como mi ámbito natural, por las librerías de viejo que están en esa avenida. Cuando llegué a Corrientes y Montevideo, a un bar emblemático donde se juntaban poetas, escritores y demás, vi a un tipo parado en la esquina y me digo: ‘A este hombre lo conozco de algún lado´. No podría decir que lo relacioné con la foto del libro porque ya había pasado mucho tiempo, pero algo me dijo que era él. Me acerqué y le pregunté: discúlpeme, ¿usted es Béla? Sí, me dice. Le digo: Mucho gusto, yo soy Federico. ¿Qué Federico? Es muy difícil explicarle a alguien quién es uno y mucho más cuando ese alguien es tu propio padre. Le expliqué y la verdad fue un encuentro muy emotivo, él me abrazó, nos emocionamos mucho los dos y cuando nos separamos, sacó una tarjeta de su bolsillo y me la dio. Era psicoanalista y me citó en su consultorio a la semana siguiente. Para mí era muy raro tener una entrevista con mi padre en su consultorio. A partir de ese momento inicié una relación no paterno filial, porque nunca pude decirle papá o viejo, pero sí fuimos muy amigos.

 

—¿Tenés un acercamiento especial con el humor?

 

 —Para mí el humor es sin dudas el mejor representante de la inteligencia. Esto lo aprendí con Fontanarrosa, de quien tengo el orgullo de que él me considerara un amigo. Justamente la última parte de ‘El equilibrista’ es el sátiro político, que yo disfruto mucho. Creo que en este país de la única forma de entender la política y después afrontarla sin salir muy lastimado es desde el humor. Pero es lo que no soporta el político, porque ellos se ven a sí mismos como próceres. Es fantástico poder transitar la política desde la sátira. Los intelectuales pecan de ser demasiado solemnes, demasiado engreídos y me parece que la sátira también obliga al escritor a bajar al llano, a ponerse en el mismo código que maneja la gente que tiene un sentido del humor fantástico. Me parece que el humor y la sátira es casi la vía regia para entender la política.

 

—Sos muy activo en Twitter. ¿Cómo te llevás en general con las redes sociales?

 

—Cada red social es como una mascarada distinta que uno puede adoptar. Twitter tiene una cosa, al menos para mí, mucho más inmediata, llega mucho más rápido a la gente, por la brevedad y la concisión que exige. Quizá también está más cerca de la sátira porque podés hacer titulares muy cortos y muy impactantes, esto tiene una gran llegada. En Facebook uno tiene más espacio para desarrollar una idea, para mostrar algo que requiere un poco más de tiempo, para que la gente pueda leer un artículo, una nota, pueda compartir cosas que no tienen esa inmediatez que tiene Twitter.

 

 —¿En qué momentos escribís?

 

—Yo puedo escribir en cualquier parte, me tocó viajar muchísimo afortunadamente, escribí sentado a un lado del Kremlin, también cruzando el Bósforo en un ferry atestado de gente... lo que a mí me desespera es no tener tiempo para escribir, entonces aprovecho cualquier lugar o circunstancia, por ejemplo los aeropuertos, los bares. Lo que me tiene que acompañar siempre es una herramienta, así como los hombres primitivos. Una lapicera y un papel, un teléfono – aunque no lo recomiendo- o una notebook.

 

—Sos un buscador de historias…

 

—Soy un buscador de historias. Me parece que Borges nos enseñó mucho a los escritores, él buscaba historias en la literatura, en la historia, vivía en su biblioteca, en su mundo. Así como los científicos tienen el mundo en su laboratorio, Borges tenía el universo en su biblioteca. Me parece que de alguna forma uno intenta siempre reproducir eso. Yo no salgo a buscar historias para las novelas, aunque sí como motociclista que soy también me gusta salir a conocer personajes.

 

—¿Eso hacías en “Vas a viajar en mi sidecar”?

 

—Sí, y ya empecé a trabajar para la próxima temporada. Salgo con la moto, una vieja Harley Davidson del año 1948 a buscar personajes. Y la verdad es que siempre encuentro protagonistas fantásticos, esa gente que te cambia el punto de vista, la óptica. En la primera temporada me encontré con mi propia historia, la de mi abuelo paterno que había escondido judíos en Budapest en su casa, durante la Segunda Guerra Mundial. Con mi moto recorrí distintos lugares del país, pude dar con gente que lo conoció. A mí me gusta buscar las historias en la historia, en la biblioteca, en la literatura, y los personajes en la realidad. Creo que los personajes en la realidad son fantásticos.

 

—¿Coleccionás motos?

 

—Sí, tengo varias desde hace muchos años. Comencé con las motos por una pasión anterior por las antigüedades. Esto se parece mucho al trabajo del escritor. Cuando encontraba alguna antigüedad, o alguna moto, por ejemplo, que estaba arrumbada en un gallinero y que todo el mundo la daba por muerta, yo iba, la compraba y era una apuesta que yo pudiera resucitarla. Era exhumarla, imaginar una biografía, averiguar de dónde venía esa moto, quién fue su dueño, el trabajo bibliográfico, conocer las características técnicas, saber cómo restaurarlas, y después de un enorme trabajo de investigación, poner manos a la obra. Cuando la ponés en marcha y escuchás el motor, decís “volvió a la vida". Y con los personajes pasa lo mismo, con Mateo Colón, el protagonista de El Anatomista fue exactamente eso, descubrir que este personaje existió, que fue un médico, y una vez que terminé la novela, que se publicó, vos notás que ese hombre volvió a la vida. Eso es maravilloso, porque hay algo de mágico en poder volver a la vida a estos personajes que todo el mundo daba por muerto.

 

—¿Cómo ves a los escritores actuales?

 

 —San Luis es una gran cartera de escritores. He viajado algunas veces a la Feria del Libro en Villa Mercedes y la verdad es que me he encontrado con gente joven con muchísimas ganas de escribir y de leer. Yo creo que se está abriendo una nueva puerta en este país, en todo sentido. Eso siempre es bueno para que esas compuertas den lugar a talentos, escritores o directores de cine, me parece que es un país que tiene que salir de ciertas ataduras y lanzarse. Somos una generación de escritores que estamos tan consustanciados, tan atravesados por la imagen, por la televisión, por el cine que todo está muy anclado a la imagen también.

 

—¿Qué libros no pueden faltar en una casa?

 

—Eso es muy subjetivo y también varía de lugar en lugar, aunque uno vuelve una y otra vez a los clásicos. El Quijote de la Mancha, el Martín Fierro, que es fantástico, yo lo tomo una y otra vez para las sátiras. Yo inventé al personaje gauchesco Crispín Fierro, que es como la reescritura del Martín Fierro en boca de otra gaucha. Por mi origen me gusta mucho la literatura húngara. Hay un autor que recomiendo toda su bibliografía, que es Sandor Márai, pero particularmente “El último encuentro”, es un gran libro. Kafka, indudablemente, “El proceso”, “Metamorfosis”, sin dudas. Borges, Roberto Arlt, Jack London, “El otoño del patriarca”, de García Márquez, en fin... Podría hacer una lista bastante extensa. Hay que leer mucho tango, las letras del folclore, a Discépolo, a Homero Manzi, a Celedonio Flores, a Atahualpa, de verdad creo que por ahí está el secreto

 

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