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Alejandra y los caballos, un amor a primera vista

Tiene 11 años y vive en el límite entre Córdoba y San Luis. Realiza todo tipo de destrezas a lomo pelado, desafía a los más experimentados en las pruebas de rienda y hasta tiene una tropilla. Un talento grande en envase chico.

Por redacción
| 02 de julio de 2017
De pie. La niña se para, sin problemas, sobre el lomo del animal mientras éste camina.

Alejandra González trepa al lomo de los caballos con la misma naturalidad que otros niños montan sus bicicletas y se echan a andar por los patios. Para ella, que carga con sus jóvenes once años con una madurez sorprendente, no hay nada más común que estar en el establo rodeada de esos animales que considera verdaderos amigos. La muchachita, nacida en Huinca Renancó, es la hija de un matrimonio que se dedica a la cría, recría, compra y venta de yeguarizos y que, como colorario, tiene una tropilla en la que se lucen sus mejores exponentes en jineteadas y desfiles gauchos.

 

A pesar de su corta edad, Alejandra ya ha probado suerte en las tradicionales pruebas de riendas que suelen formar parte del menú de shows de las distintas fiestas camperas. Se ha medido con montadores que ostentan muchos más años y mayor experiencia y, aun así, ha estado muy cerca de arrebatarles el triunfo. Fue así que despertó la atención de la revista El Campo, que quiso conocerla y llevarles una muestra de ese gran talento en envase chico a los fieles lectores que recorren sábado a sábado estas páginas.

 

Cordobesa de nacimiento, la niña tiene fronteras muy estrechas con San Luis. Su padre, Miguel Ángel González, trabaja como encargado de una estancia ganadera que se especializa en la producción de novillos de exportación, que está radicada en el límite al sur de ambas provincias. Las coordenadas marcan que el campo está a unos 40 kilómetros de distancia de Villa Valeria y a otros 60 de Buena Esperanza, y si bien el mapa acusa que es suelo cordobés, algunos potreros traspasan las líneas hacia la jurisdicción puntana.

 

La pequeña vive en Villa Valeria, junto a su madre Angélica Danielle, pero todos los fines de semana recorren las rutas para internarse en la vivienda rural. Allí no tienen Wifi ni internet por cable, la señal de los celulares es muy débil y sólo encienden las lámparas cuando cae la tarde para no desperdiciar el combustible del grupo electrógeno. Pero es ahí, alejada de toda esa tecnología que atrapa como moscas a muchos chicos de la ciudad, donde Alejandra es realmente feliz.

 

“Para mí son muy especiales los caballos. Me siento como conectada con ellos. Porque cada vez que un compañero me pelea, vengo al campo y me descargo. Me subo al caballo y soy feliz. En cambio cuando estoy en el pueblo, no es lo mismo, pero no queda otra que seguir adelante con la vida”, expresó con una soltura de palabras que la hace parecer de mayor edad, aunque su aspecto físico sugiera que es mucho menor de lo que realmente es. Bajita y delgada, tiene ojos redondos y una sonrisa compradora con la que convence a sus padres para que la dejen ir a montar.

 

Viajar por las largas rutas o los complicados caminos de tierra para acompañar a su mamá con los trámites de las tropillas, para ella es una rutina habitual. Por eso, como buena copiloto, se encarga de cebar unos sabrosos mates para amenizar el trayecto.

 

Es que el campo forma parte de su ADN. Tanto Miguel como Angélica han dedicado prácticamente toda su vida a trabajar como empleados en estancias rurales y desde hace unos once años decidieron emprender, de manera paralela, un proyecto propio.

 

“Teníamos un dinero que queríamos invertir y como Miguel conoce mucho de caballos, le gusta y además era lo único que los patrones le permitían tener en el campo, decidimos hacer nuestra caballada. Empezamos a comprar y si nos iba bien, seguíamos. De lo contrario, veríamos qué hacer. Pero él lo supo llevar adelante”, contó Angélica, a la orilla de la estufa a leña que calienta el hogar.

 

La niña creció casi al mismo tiempo que las tropas. Por lo que, mientras emprendían sus primeros pasos en el mundo de la cría, la pareja también aprendió el oficio de la paternidad. No es extraño entonces que desde bebé Alejandra se relacionara con caballos, y que a su primer añito, su papá la tomara en brazos y la llevara a dar un paseo sobre el lomo de un manso. Apenas con tres años, la pequeña ya sabía montar sola.

 

"No me da miedo. Me he caído muchas veces, pero nunca me lastimé, sólo una vez me hice moretones. Pero igual no me asusta, yo sigo montando", afirmó con seguridad.

 

Como a toda madre, a quien sí la asalta el temor de que su nena se haga daño es a Angélica, pero reconoce que "si no la dejamos y no la acompañamos, lo va a hacer cuando no la veamos y eso es más peligroso aún".

 

Por eso, respira hondo, se traga todos sus miedos y se convierte en fotógrafa y fiel admiradora de todas las destrezas que su hija realiza cada vez que se interna en el campo y empieza a hechizar a los equinos.

 

Armada solamente con sus botas de cuero, la niña se mete sin tapujos entre las patas de los caballos, se sube de un solo salto y, sin necesidad de ningún apero ni lazo, cabalga acariciando el pelaje del animal. Pero no sólo realiza un recorrido perfecto esquivando, a toda velocidad y en forma de zigzag, los palenques del establo, sino que también se acuesta a lo largo del animal, se da vuelta y se sienta de espaldas, se arrodilla y hasta se pone de pie sobre el lomo mientras el potro camina con su amiga equilibrista a cuestas.

 

Y aunque heredó el talento para cabalgar de Miguel, esas artimañas las aprendió por iniciativa propia. "Me salió del alma. Una vez vi en la tele a personas que se paraban y yo también quería hacerlo, porque me parecía lindo. Empecé con las carreras de tachos. La primera vez que fui a Buena Esperanza competí con todos hombres grandes y yo era la única nena", recordó.

 

Además de los lotes para la venta, los González son dueños de la tropilla 'El Relincho', con la que participan de jineteadas y desfiles de agrupaciones tradicionalistas. Cuando van a alguno de esos encuentros y hay prueba de riendas, esa carrera que consiste en esquivar tachos sin voltearlos y superar al adversario, la niña se inscribe. "Ella tiene sus propios caballos, los elige, los prueba y se entrena en casa", reconoció el papá con orgullo.

 

'La Vaquera', una tobiana colorada, 'La Polerita' y 'El Zapatito', son claramente sus preferidos. "Yo le digo a mi papá que venda todos los caballos que quiera, pero que nunca se le ocurra vender a 'El Zapatito' porque no se lo perdono", dijo, en parte en broma y en parte de verdad. Pero además, tiene su propia tropa de petisos para jineteada, aunque ella no los monta por el riesgo que suponen los chúcaros.

 

Y si bien la monta y las destrezas son un pasatiempo para la niña, tiene muy claro que su futuro estará ligado a los animales. Por eso, cuando termine su sexto grado, quiere estudiar en una escuela agrotécnica y, más adelante, cursar la carrera de veterinaria.

 

"A veces hay caballos que son ariscos y ella se les acerca y se tranquilizan. No sé, es una conexión extraña que tiene con ellos. Es como que se entienden", opinó Angélica, aún con asombro.

 

Alejandra lo definió en dos segundos. "Los caballos son todo para mí, son mi vida, mi alma. Siento que el caballo me siente y es parte de mí", expresó.

 

 

Una tropilla a mano

 

La todavía corta historia de Alejandra está atravesada por la lucha de sus padres, ambos jóvenes y de estirpe trabajadora, que arrancaron desde abajo para desarrollar un plantel de animales que tiene más ribetes de pasión que de negocio.

 

“Lo primero que compramos fueron algunos potrillos y empezamos a domarlos, a cambiarlos por potros, para completar toda la cadena. Y después de algunos años, empezamos a hacer las tropillas con los papeles en regla", agregó el hombre de la casa.

 

Hoy cuentan con un centenar de caballos entre yeguas madres, padrillos, potros y potrillos, que tienen repartidos entre la estancia y otro campo que alquilan, a falta de un terreno de su propiedad.

 

El plantel incluye overos negros, los favoritos de los dueños, criollos y mestizos. "Tenemos las yeguas y el padrillo, y criamos. Hay potrillos que se venden al destete y hay otros que a la edad de la doma los compran como caballos mansos. La hembra casi siempre la dejamos para madre", detalló Miguel, quien se echa el proceso al hombro.

 

La mujer, quien se encarga de ofrecer y negociar los yeguarizos, agregó que hacen una selección para lograr animales cada vez más puros, funcionales y estéticamente atractivos. "Tratamos de dejar lo mejor. El que tiene la cabeza fea, o que no nos gusta el cogote, el anca o el lomo, tratamos de sacarlo. Y siempre buscamos sacar algo de pelaje, que es lo que más atrae", explicó.

 

Los ejemplares son vendidos con distintos fines. Hay algunos destinados a trabajar en los campos, otros muy buenos para deportes ecuestres como el polo y muchos son adquiridos para paseos de fines de semana o los tradicionales desfiles de agrupaciones gauchas. Así, sus animales han sido adquiridos por personas de distintas provincias. En San Luis tienen clientes habituales en Buena Esperanza y Villa Mercedes.

 

Saben que su principal atributo para sumar clientes es la confianza. Con el boca a boca como única publicidad, alimentan a sus animales con pastos naturales, los amansan sin golpes y tienen una medida que no falla: hacer caballos que puedan ser montados por su hija. De esa forma se aseguran que los equinos, aunque sea por un tiempo, serán felices.

 

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