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De la guerrilla ¿a la presidencia?

Sin candidato presidencial pero con una importante representación en el Congreso, la antigua guerrilla de las FARC prometió abandonar sus armas para comenzar un camino hacia la participación política. Del cumplimiento de ese compromiso y de las elecciones dependerá en gran medida la continuidad de una paz a la que aún le queda mucho camino para consolidarse en Colombia.

Por redacción
| 29 de mayo de 2018

No es la primera vez que una guerrilla se convierte en partido político, tampoco que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (ahora Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común) intentan abandonar las armas para convertirse en una fuerza política con proyecciones presidenciales.

 

Algunos ejemplos alrededor del mundo tal vez sirvan a la ex guerrilla para determinar lo que puede surgir de aquí a algunos años: en Uruguay, el movimiento conocido como los Tupamaros, surgido en la década de 1960 y que decide entregar las armas en 1985, logró llegar a la Presidencia de la mano de José Mujica en 2010. En El Salvador, el Frente Farabundo Martí, que abandonó la lucha armada en 1992, también llegó a la jefatura de Estado con Mauricio Funes en 2009 y luego con Salvador Sánchez Cerén en 2014.

 

Pero para vaticinar el posible futuro de la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, primero hay que entender el origen de la violencia en Colombia.

 

Más que un período de violencia

 

Muchos sitúan como antecedente de las FARC y de los conflictos que aún acechan a la población colombiana a un período conocido como “La Violencia” cuyo nombre definía explícitamente un momento de la historia de Colombia en el que liberales y conservadores se enfrentaron en una sangrienta lucha por el poder. El período, que abarcó mediados de la década de 1940 y parte de la de 1950, tuvo su punto de mayor tensión con el asesinato del dirigente liberal Jorge Eliécer Gaitán en 1948. Durante los enfrentamientos murieron cerca de 200.000 personas, una cifra similar a la de las víctimas durante los años de mayor actividad de las FARC.

 

La semilla de la violencia y de la lucha armada por el poder quedó sembrada en la fértil tierra de la selva colombiana, y daría sus frutos.

 

Los sectores en conflicto

 

Lo que comenzó como un movimiento de autodefensa y de éxodo de los campesinos de sus tierras por el período de “La Violencia” (que era ejercida también por el Estado) terminó por conformar la guerrilla que en 1966 tomaría el nombre de Fuerzas Armadas revolucionarias de Colombia (FARC).

 

Este grupo armado de inspiración marxista-leninis ta y enmarcado en el contexto mundial de la Guerra Fría comenzó a ocupar diferentes regiones del país y a fundar una especie de estado paralelo al que no le cabían ni las instituciones ni las reglas tradicionales.

 

Por esos años surgieron otros grupos como el Ejército de Liberación Nacional (ELN) el Ejército Popular de Liberación, el M-19 y otras guerrillas, algunas de las cuales se fueron desmovilizando con el correr de los años.

 

En la década de 1980 y ya con pretensiones de adquirir recursos para tomar el poder estatal, las FARC comenzaron a financiarse de actividades ilí- citas como los secuestros y el narcotráfico. En esa misma década y tras iniciadas las negociaciones para llegar a un acuerdo de paz con el gobierno de Belisario Betancur, formaron un partido político llamado “Unión Patriótica” pero su intento de participación fue frustrado sobre todo por la aparición de otro grupo en conflicto: los paramilitares.

 

Esos grupos armados, que recibían apoyo de sectores de las fuerzas armadas, terratenientes, empresarios y algunos políticos, fueron más que una reacción de defensa contra las FARC. Ante la inminencia de un acuerdo de paz que podría culminar en una participación política del campesinado y por ende, en la redistribución de la riqueza, los grupos paramilitares salieron en defensa de los intereses de sus sectores de apoyo. Es por eso que el intento de la Unión Patriótica fue desbaratado a través del asesinato de sus principales exponentes, y derivó en una intensificación de la lucha armada, cuya víctima principal fue la sociedad civil.

 

Ambos sectores se fueron sirviendo de los recursos del narcotráfico, por lo que los delitos vinculados a esta actividad también se incrementaron.

 

La lucha del gobierno colombiano centrado en las guerrillas y en esta actividad ilícita, recibió la ayuda del gobierno de los Estados Unidos a través del Plan Colombia. Sin embargo la estrategia, que comenzó en el año 2000 y que en 15 años significó una inyección en recursos militares de 10.000 millones de dólares para el gobierno colombiano, fracasó en gran medida por su visión simplista de atacar únicamente la producción de drogas, sin pensar en sus causas y consecuencias. Así, los cultivos se fueron trasladando a otras zonas y el campesinado que contaba con esta actividad como única alter nativa de vida se vio desprovisto de toda opción de subsistencia. Las guerrillas y los grupos armados comenzaron a controlar la actividad, que al estar prohibida se convertía en cada vez más lucrativa.

 

La violencia inicial por la que se levantó el campesinado fue en aumento. Y a falta de garantías para la participación política, la lucha armada siguió siendo la alternativa para los sectores disidentes.

 

El difícil camino hacia la paz

 

Las negociaciones para la paz entre el gobierno y las FARC dieron sus frutos recién en agosto de 2016, después de cuatro años de avances y retrocesos. Durante el gobierno de Juan Manuel Santos y bajo los auspicios de Cuba, Noruega y Naciones Unidas, el gobierno y la guerrilla lograron dar el primer e histórico paso para la paz en el país.

 

El documento, que fue ratificado por ambas partes unos meses después, incluía los siguientes puntos: el fin de las actividades bélicas, el desarme total de las FARC en un plazo de 180 días, el compromiso por parte del Estado de garantizar la participación política de la ex guerrilla (lo que se materializó en la promesa de contar con 10 representantes en el Congreso), la voluntad de ambas partes de luchar contra el narcotráfico, el inicio por parte del gobierno de una reforma agraria -que incluye desde la redistribución de las tierras hasta subsidios para la producción rural- y la conformación de un tribunal especial que juzgaría a los miembros de la guerrilla.

 

Fue a ese último punto al que se opusieron fundamentalmente los detractores de este acuerdo, que lo ven como un armisticio para los guerrilleros. En la primera fila de los críticos se encuentra el ex presidente Álvaro Uribe, lo que resulta extraño en particular, ya que durante su presidencia se promulgó la ley de Justicia y Paz, que entre otras cosas significó nada más y nada menos que una especie de amnistía para los paramilitares, de cuyas filas 30.000 entregaron las armas. Algo muy parecido al punto que él más critica del acuerdo de paz con las fuerzas revolucionarias.

 

Gracias a su mano dura para enfrentar a las FARC, el gobierno de Uribe, según sus defensores, logró crear el contexto para que unos años después los acuerdos de paz sean posibles. Sin embargo, varios son los indicios y las denuncias que lo señalan como aliado de los grupos paramilitares que financiaron su campaña presidencial, por lo que un proceso de paz con la guerrilla no estaba dentro de sus opciones.

 

El peligro que subyace a estas elecciones es que se conviertan en un retroceso para el proceso de paz, ya que tras los comicios legislativos de marzo, el sector encabezado por el ex presidente colombiano salió victorioso. Su candidato, Iván Duque, podría propiciar una revisión del proceso de paz.

 

Sin embargo, el único problema para seguir llevando adelante el acuerdo de paz no es el próximo gobierno de Colombia, y tal vez tampoco sea el más importante.

 

Si bien el desarme de las FARC es un hecho y no hay vuelta atrás, la proliferación de grupos disidentes en regiones abandonadas por las fuerzas revolucionarias (como el Frente Oliver Sinisterra, que asesinó en abril a tres periodistas ecuatorianos), las negociaciones con el Ejército de Liberación Nacional, la lucha contra el narcotráfico y la consolidación de las promesas del acuerdo quedan pendientes para el próximo mandatario.

 

Con proyecciones presidenciales

 

La Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC) sigue manteniendo su sigla de la época de la guerrilla. Pero para la opinión pública las coincidencias no existen, y siendo un partido con pretensiones presidenciales, la FARC tal vez debería alejarse lo más posible de todo lo que remonte hacia su pasado y demostrar que su nombre no tiene nada que ver con una reivindicación de los crímenes cometidos. En su primer intento electoral para ocupar los altos mandos del país, la ex guerrilla se apresuró a presentar un candidato a la presidencia: Rodrigo Londoño Echeverri, cuya campaña duró pocos meses, y de la que se retiró aduciendo problemas de salud.

 

Pero la retirada no puede esconder una realidad que se observa a lo lejos: el acuerdo de paz le garantizó a la ex guerrilla las condiciones para participar en política, pero no el voto popular. La falta de experiencia en ese ámbito -si bien la guerrilla influía de facto en algunos procesos electorales locales- y el recuerdo aún muy reciente de las víctimas del grupo guerrillero, redundó en unos pobres resultados en los comicios legislativos (la fuerza obtuvo el 0,34% de los votos). El posible triunfo futuro en unas elecciones presidenciales de la fuerza política FARC dependerá en gran medida en cuan profundo cale en la sociedad la memoria de la violencia en las épocas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Medio siglo de secuestros, muerte y terror no se olvida fácilmente, aunque no necesariamente requiera de tanto tiempo para quedar de una vez por todas enterrado en el pasado.

 

Por: Agustina Bordigoni

 

 

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