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"Don Enrique", el bar del pueblo

Comenzó como pizzería en la vieja terminal de ómnibus. Antes de afincarse en avenida España y Chile, tuvo tres domicilios diferentes. Enrique Coria murió en 2017, y con él su local.

Por Johnny Díaz
| 12 de diciembre de 2021
Fotos: Juan Talia.

 

 

Don Enrique" fue uno de los últimos y tradicionales bares que tuvo la ciudad de San Luis. En el final estaba ubicado en avenida España y Chile, pero antes tuvo otros destinos que fueron cambiando con el tiempo y los avances de la ciudad.

 

“Don Enrique” fue siempre propiedad de Enrique Coria, un sanjuanino afincado en San Luis desde muy joven. Estaba casado con María Livia Di Gennaro con quien tuvo cuatro hijas: Livia Mabel Claudia Alejandra, María Elena y María Soledad.

 

El tradicional bar, que cerró sus puertas en 2017, supo albergar en sus mesas a políticos, deportistas, gente que a diario quería comer una milanesa picada. Muchos llegaban del interior atraídos por la personalidad de don Enrique. “Era una especie de tradición”, dice ahora Aníbal Lucero.

 

Livia Di Gennaro recuerda: “La historia del bar comenzó muchos años atrás. Mi marido tenía una carnicería en Mitre y Pringles, pero cuando inauguraron la terminal de ómnibus 'Juan Martín de Pueyrredón', en avenida España, dejó esa actividad para dedicarse a la gastronomía". Así inauguró "Pizzería don Enrique”.

 

Pero no tuvo el éxito esperado y de a poco fue perdiendo su capital. Decidió trasladarse a calle Colón, entre Pedernera y Lavalle, y cambió su nombre a "Bar Don Enrique".

 

Estuvo un par de años en ese lugar y después se trasladó a Maipú y avenida España. Finalmente, en 1975, abrió sus puertas en avenida España y Chile hasta el día del cierre definitivo. En total, 37 años.

 

“Tenía dos empleados: Julio César 'El Lobito' Pérez y doña Guillerma. También trabajó don Cabrera, el esposo de Guillerma, que hacía unas empanadas muy ricas”, recuerda su esposa.

 

Y continúa: “Mi marido le alquiló esa propiedad al doctor Hanna Abdalah, todo era de palabra, nunca se firmó un papel, eso hablaba de la honestidad de las personas y, según dijo mi marido, don Hanna le había dicho, ‘le alquilo a usted hasta el día que cierre definitivamente su negocio’. Y así fue, nunca hubo problemas con esa familia".

 

La mujer, acompañada de dos de sus hijas, Claudia y Livia, agrega que don Enrique abría muy temprano las puertas del reconocido bar. “Después de hacer las compras, preparaba las tradicionales  milanesas y el picadillo para las empanadas. Después llegaban ‘El Lobito’ y Guillerma. Había días que volvía tarde porque siempre alguien se quedaba hasta más tarde tomándose un vasito de vino”, cuenta.

 

“Mi padre se había ganado el respeto de todos los que concurrían al ‘boliche’, como le decimos habitualmente. Era muy común ver a gente del interior que llegaba, dejaba sus pertenencias, hacía trámites y volvía a la hora del almuerzo para después emprender el regreso a su lugar de residencia”, dice Livia Mabel.

 

“Otros, en cambio, aprovechaban para ir al médico o al dentista, ellos confiaban mucho dejando sus bultos y regresando después de largas horas, sabían que mi padre los esperaría con un plato caliente de comida”, suma Claudia.

 

Cuentan que mucha era la gente del interior que conocía a Enrique Coria, sabían de su honestidad y de su hombría de bien. Sus amplios conocimientos de la zona norte de la provincia habían servido para granjear algún tipo de amistad con esos comprovincianos que llegaban a San Luis buscando cubrir necesidades básicas de sus hogares.

 

María Livia cuenta cómo su esposo, cuando era joven, se hizo conocido porque manejaba un camión que transportaba carbón a San Luis. “Mi suegro, Félix Fernando Coria, tenía un explote de carbón cerca de Los Espinillos, más allá de Villa General Roca, hoy Los Manantiales, y traían carbón a la báscula de San Luis. Además proveía de mercadería a los distintos almacenes de esos lugares, recogía los pedidos y al volver les entregaba la mercadería. Enrique manejaba uno de esos camiones, así se hizo conocido en el norte puntano y cuando inauguró el bar, supo llegar a esa gente para que fueran sus clientes”.

 

La mujer era docente de la escuela para adultos "Paula Albarracín de Sarmiento", que funcionaba en la exescuela "Lafinur", hasta que se jubiló en 1986. Don Enrique la pasaba a buscar todas las noches. “Era una persona muy recta y sociable, además, todos hablaban maravillas de su persona”.

 

El bar "Don Enrique" fue uno de los últimos bastiones de aquellas personas que preferían una milanesa picada, un par de empanadas y un vasito de vino antes de sentarse en un restaurante o confitería del centro. Para muchos era una tradición pasar por "Don Enrique", la amabilidad de su dueño, su educación, sus largas charlas sobre peronismo, hacían más agradable la estadía de sus clientes.

 

Una de sus hijas recuerda que una vez un taxista le contó que don Enrique lo había contratado para un viaje al campo a llevar a una persona que estaba totalmente borracha. "Llévelo hasta su campo, lo deja, después pase por acá para cobrar el viaje", le había dicho. "A la vuelta, don Enrique me dijo que ese hombre siempre le dejaba dinero por ‘esas casualidades'”, recuerda.

 

“A veces alguien le traía un chivito, lo asaba a las brasas mientras hacía la chanfaina y empanadas. Invitaba a un par de amigos y se sentaban a hablar de política o de fútbol —era fanático de Boca Juniors— hasta altas horas de la tarde”, agrega la hija. “Mi madre se enojaba mucho cuando papá ‘nos sacaba a dar una vuelta’, en su Ford de color negro al que llamaba ‘El Águila Negra’. Salíamos de casa rumbo al bar de doña Hortensia en avenida Lafinur y Julio A. Roca. Después íbamos a El Molinito en avenida Justo Daract y Esteban Adaro. Cuando volvíamos, venía la reprimenda, así era él”.

 

“Mis padres tenían sus caracteres, pero en casa siempre primó el respeto. No demostraba ser cariñoso, pero siempre estaba al lado nuestro, generoso, respetado por clientes y amigos, así vivimos nuestras vidas y nos criamos en ese ambiente. Nos dejó un legado muy importante, rico en valores, honestidad y respeto”, reconoce Claudia.

 

"Mi padre —dice Livia— era de carácter fuerte, recto, pero de muy noble corazón. Siempre nos ayudó cuando fuimos formando nuestros hogares, para cada hija siempre había una ayuda por partes iguales. Nunca olvidaremos esos gestos que tenía para con nosotras”.

 

Se suman las anécdotas de Enrique Coria, que son muchas. Una vez llegó al boliche una persona de Buenos Aires que no tenía dinero para pagarse su comida, le pidió al dueño y él, por días, lo atendió. Al tiempo, el hombre volvió con su familia y le agradeció el gesto. Nadie podía creer lo que escuchaba.

 

Los empleados de una fábrica de pasta dental, ubicada en las cercanías de Justo Daract y avenida España, pedían siempre comida y a veces pagaban a fin de mes. “A veces, entre las bolsas con la comida, les daba un vasito de vino”.

 

"También para los desfiles y los corsos de carnaval se trabajaba muy bien. Guillerma, 'Lobito' y mi papá preparaban sánguches de milanesa o choripanes que se vendían como agua", dice la hija.

 

Juanón Lucero, Mario Borelli, con su bandoneón, y Los Cantores del Manantial fueron algunos de los muchos músicos que visitaron el negocio para “darle una serenata”.

 

Coria se enfermó de Alzheimer. Su dolencia fue minando sus fuerzas y murió el 13 de julio de 2017. Fueron 37 años de vida gastronómica.

 

Hasta ese día funcionó "Don Enrique", el bar del pueblo, como le decían todos.

 

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