23°SAN LUIS - Domingo 28 de Abril de 2024

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Recuerdos del padre Ernesto Moyano

Cada tanto, cuando la vida golpea, voy a las memorias que me devuelven la inocencia. Y entre ese cúmulo de experiencias es inevitable recorrer distintas vivencias con el padre Ernesto Moyano. Quizá muchos no lo entiendan, pero para los que somos del interior la presencia de los curas párrocos es un nexo de esperanza, una mirada integral anclada en la verdad de la fe.

 

Los primeros recuerdos que tengo son de mi bautismo. No experimenté el rito recién nacido, como es usual; eso me permitió ser más consciente de mis primeros pasos en la religión. En esos tramos iniciales ya lo tenía presente a Moyano. Más adelante, en el trayecto del catecismo, su figura se hizo más puntual.

 

Participaba en distintas actividades que organizaba la parroquia Santo Domingo de Guzmán, en La Toma. Jugaba a la pelota, al vóley, iba a campamentos, aprendía la importancia —inconscientemente— de la vida religiosa en comunidad. De a poco me adentraba en los misterios de la fe, del modo más puro y sencillo. Todo en conjunto con las oraciones y valores que me enseñaba mi mamá en casa.

 

Con el tiempo, el padre me dio el regalo de ser monaguillo. No había un solo domingo que faltara a misa. A veces, la ceremonia era doble porque asistíamos a comunidades de parajes como La Esquina, donde el padre oficiaba ceremonias.

 

En esos momentos pude ver lo inexplicable de lo divino. Él se tomaba el tiempo para contarme el porqué de las formas en las misas, las reverencias y el respeto a Dios. Me encantaba observar el momento de la consagración, el padre tenía en su mirada los ojos de la devoción.

 

Me inculcó —como a tantos otros— conceptos que no se encuentran en las cartillas de catequesis. A la manera de un niño, me enseñó el abandono en la Divina Providencia, el respeto y el amor por el otro; me educó para alimentarme únicamente de la palabra viva de Dios.

 

Una anécdota profunda, que en su momento mi mirada de niño no captó, fue en un campamento. Jugábamos distintos desafíos en medio de la inmensidad de la noche. Nunca vi cielos tan nítidos como en el campo adentro, sin ninguna luz que ensucie el horizonte. Aun así, más allá de la magnificencia de Dios que se manifestaba en lo alto, mi temor era inexorable. Le dije que me daba miedo el hecho de saber que podía haber víboras o animales salvajes cerca nuestro.

 

“¿A qué le tenés miedo? Dios está con nosotros”, me dijo con una ternura eterna. Esas palabras no calmaron la ansiedad de mi mundanidad, pero hoy son el aliento en las penumbras más difíciles. En algo simple me indicó el concepto más esperanzador de la creencia.

 

Nunca olvidaré sus homilías. Claras, sencillas, muchas veces duras como es la verdad en sí misma, pero sobre todo llenas de amor. El amor que busca que el rebaño vuelva al padre. No con la visión de un templo de santos, sino una iglesia de pecadores en busca de la fe. Sabía decir que de nada le servía al hombre ser reconocido por el mundo, sino que debía ir en busca de Dios. Trataba de enseñar que el ser humano no se puede redimir a sí mismo.

 

Los momentos más bellos y edificadores (al menos para mí) estaban en las confesiones. Nunca me hizo sentir una mala persona. Me hacía ver que este sacramento era como la parábola del hijo pródigo, en el que el padre espera a su hijo, que ha pecado contra él, pero que antes de que mencione una palabra, en el abrazo paternal ya está sellado el perdón.

 

Es difícil explicarlo, pero sentía que en las confesiones no me hablaba él, sino Dios mismo a través de sus palabras. Verdaderamente había paz después de ese proceso de abandonarse a los pies de Cristo.

 

Con el tiempo, el camino me fue tornando más tosco. Como muchos, lamentablemente, dejé de ir seguido a misa. Y hasta descarrilé mi espiritualidad por varios años. Pero Dios nunca abandona a sus hijos y en esa esperanza se templó el legado del padre Ernesto. En el fondo siempre le hice caso, aunque no lo escuché —y esto lo escribo entre risas y cariño— cuando me aconsejó ser sacerdote. Hoy soy esposo, sacerdote del hogar.

 

Lo que yo puedo decir probablemente sea ínfimo frente a lo que otros tomenses o gente que lo ha conocido pueda manifestar. Pero son mis más sinceras manifestaciones. El padre Ernesto fue un gran cura. Sirvió la mayor parte de su sacerdocio en La Toma, por alrededor de 26 años. La misión que le tocó seguramente no fue fácil, pero sigue dando frutos.

 

En un sueño muy nítido que tuve en medio de momentos de oscuridad me dijo: “Lo que buscás está en tu corazón”. Desperté aliviado. Dicen que los sueños son solo eso, sueños. Para mí, esas palabras fueron claves y vinieron desde lo alto.

 

Espero que estas líneas sumen un granito de arena a la memoria del padre y que despierte en otros anécdotas y sonrisas como las que surgen en mí cuando lo recuerdo. Ojalá pueda, si Dios lo permite, algún día volver a encontrarme con él en la luz eterna.

 

 

 

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