14°SAN LUIS - Lunes 29 de Abril de 2024

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Mi amigo, Alejandro, de La Toma

No sé qué nostalgias, recuerdos o lágrimas me trajeron a la memoria a Alejandro, de La Toma. Alguna vez, esbocé en inexpertos poemas el memorial de su pasión, pero el tiempo —que siempre da tregua— figuró retazos vivos de los que nacen nuevas huellas, y por ende, líneas vírgenes de un mismo sentir.

 

Para quienes no lo conocieron, Alejandro, o el “Chispazo”, como le decían algunos por su pasado como hábil conocedor de la corriente eléctrica, es (o era) un personaje de mi pueblo. Y, por alguna razón, la intuición me guía a recordarlo, a evitar que su paso quede en el olvido.

 

La infinita blancura de su barba se entremezclaba con el perfume de los pinos que rodeaban las inmediaciones de la terminal de ómnibus, en la plaza San Martín. Me parece verlo, sentado en los bancos que le daban un aspecto traslúcido, al menos para mi histriónica percepción de lo tangible. Era lo que para muchos es un “ciruja”, pero no me caben dudas de que fue más que eso.

 

En invierno o en verano, lo acompañaban las mismas prendas de vestir, en un notable despojo. Solo cuando el frío no daba tregua, se ponía una boina blanca y roja. Muchas veces, en la confianza que me dio la vida, bromeaba y lo caratulaba de “radical”. Siempre me esperaba una risa que abrazaba mis adolescentes inicios peronistas.

 

Lo veía prácticamente a diario. A la salida del colegio, por lo general. En innumerables horas me senté a escucharlo contar historias de su vida, incomprobables, pero verdaderamente alucinantes. Al fin y al cabo, ¿qué es la verdad o la mentira? Lo cierto es que sus relatos para mí fueron una música sideral. De ahí el cariño mutuo que nos bregó el existir. A veces, una oreja atenta puede salvar el corazón.

 

Alejandro solía ser mal recibido en algunos sitios. Molestaba, esa es la dura realidad. En ocasiones, por sus ganas interminables de ser oído, a veces (creo que la mayoría) por su condición. Pasa en todos lados, tristemente. La pobreza, lejos de ablandarnos y humanizarnos, suele endurecernos indiferentemente.

 

Yo sentía que dándole mi tiempo le daba tiempo a Dios. En él no veía a Alejandro, veía a Dios. Escucharlo no era más que escuchar a Dios. No porque figurara en sí mismo una deidad, sino que para mí comprendió mis aprendizajes de que Dios está en todas partes y fundamentalmente en aquellos que nos necesitan.

 

No faltaron tardes en las que se lo presenté orgulloso a mis amigos. Y entre algunas burlas ignorantes de aquellos que quizá no estaban listos para conocerlo, las diáfanas arrugas de la cara de Alejandro —machacadas por el dolor— me daban la señal de que partiera tranquilo y sin remordimiento. Lo hecho hecho estaba.

 

A lo largo de mi vida, me he cruzado con mucha gente culta, pero ninguna como Alejandro. Conocedor de las ciencias exactas y sabio por la misma existencia. Aprendí grandes conceptos con solo observarlo. Cuando le preguntaba por diferentes ideas, parecía buscar en el éter aquello que debía pronunciar.

 

Al día de hoy, para mí es una incógnita el motivo que lo llevó a una vida en soledad; nunca supe si tenía familia. Vivía como una sombra, que siempre está, pero a la que pocas veces se le da atención. No quiero imaginar las noches y los domingos que habrá sobrevivido en medio del dolor.

 

Nunca me pidió dinero. Se las rebuscaba para ganarse unos mangos, de vez en cuando, al menos. Por lo general, hacía trámites en organismos públicos, en el banco, a cambio de unas cuantas monedas.

 

Hoy, unos 15 años más tarde de los últimos recuerdos que tengo, desconozco su destino. Temo que se habrá dormido, en ese sueño estoico que algún día nos tocará. No puedo confirmarlo fehacientemente. Lo que más lamento es que trato de acordarme de la última vez que lo vi y se me esfuman las anécdotas. Me hiere hondo no tener vestigios de su voz, esa voz que alguna vez fue alivio para mí.

 

Lo que me deja en paz es que seguramente, cuando el ocaso final llegue a mi vida, entre todas las personas que aguardarán mi llegada del otro lado seguramente estará Alejandro. Porque los buenos y verdaderos amigos son para la eternidad.

 

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