La gestión cultural
Como Antonio Dumas, Oscar Martínez conforma un personaje con todas las ambivalencias posibles en el mundo del arte.
Las series que centran su tensión argumental en la personalidad de su protagonista central corren el riesgo de que el carácter, el temperamento o el genio dispuesto en el rol no coincidan con el paladar del público. Esa relación no siempre (o casi nunca) está conectada a pensamientos religiosos, posiciones políticas o ambigüedades morales. Lo central en ese punto es la confección de un personaje que atraiga y genere conexiones con el espectador, de cualquier tipo.
“Dr. House”, “El oso”, “El patrón del mal”, “Merlí”, “Jessica Jones” son algunos ejemplos de producciones que dejan a la gracia de Dios -que es el protagonista- buena parte de su puesta y de su apuesta. Para que salga bien, una de las posibilidades es dotar a ese personaje de una combinación de cinismo y ternura, bondad y maldad, comprensión y egoísmo. Es difícil de conseguir para los guionistas, pero cuando llegan a idea, las posibilidades de éxitos son enormes.
“Bellas artes”, la serie que acaba de estrenar su segunda temporada en Disney, bien podría llamarse “El director” o “El director del museo” para simplificar una lectura rápida y esclarecedora. Los 14 capítulos que se conocen hasta ahora, ocho de la primera entrega y seis del complemento, juegan a la aventura de dejar en las manos y en la mente de Antonio Dumas, el polémico director del Museo Iberoamericano de Arte Moderno de Madrid, todo el peso de la serie.
Dumas es interpretado por Oscar Martínez, quien empieza a irritar al público argentino con un acento español que no tiene pese a sus largos años de radicación madrileña. Pero a medida que se supera ese primer encontronazo idiomático conforma un exquisito antihéroe, un dandy al que no se sabe si amar u odiar, si abrazar sus ideas o rechazarlas de plano. En definitiva, un personaje como deben ser los personajes de las series que descansan en su protagonista.
La dupla de Mariano Cohn y Gastón Duprat encontraron en el mundo del arte un escenario ideal para centrar sus ficciones, dirigidas a un público con cierta formación artística, algún grado de conocimiento sobre el mundillo en que se desarrolla y, fundamentalmente, ganas de conocer una buena historia.
Para la segunda temporada de “Bellas artes” -que en la presentación tacha la primera palabra para sobreescribir “Malas”- la dupla volvió a dotar a su personaje de altos niveles de perversión ocultos tras una mirada intelectual y de una argucia basada en la inteligencia para salvar los numerosos problemas que se suceden en el día a día en la administración de un museo.
A partir de allí la serie arma una crítica feroz al snobismo de los artistas, a sus egos, a sus personalidades que de tan excéntricas se vuelven básicas y retoma a la vieja y nunca respondida pregunta de si un grupo de babosas expuestas en una caja de cristal para que dejen surcos contra el vidrio es o no una obra de arte. El absurdo en que se mueve la serie llega a esos extremos.
Otro de los temas centrales que trata “Bellas artes” es la administración cultural por parte de los estados, una falencia que parece abarcar a todo el mundo. La tirante relación entre Dumas y la ministra de cultura de España (el museo que dirige el personaje es de subvención estatal) es constante desde la primera temporada y remite necesariamente a un hecho que ocupó muchas horas de atención esta semana en la provincia cuando el por entonces director de Eventos, Fiestas provinciales y sitios culturales, Gonzalo Mastronardi, realizó polémicas declaraciones en una conferencia de prensa que le valieron, horas después, su despido del gabinete.
La serie y la realidad invitan a reflexionar sobre las cualidades que deben tener los responsables de las políticas culturales de un pueblo, de una nación o de una provincia para ocupar cargos públicos de semejante importancia y muestra que las oficinas estatales donde debe gestarse la vida artística se llena de burócratas, abogados, contadores, al tiempo que se vacía de artistas.
El director
Antonio Dumas es un hombre que ronda los 70 años, dueño de una carrera artística de la que sabemos poco pero suponemos exitosa o al menos calificada para las élites del arte contemporáneo. Vive solo en un oscuro departamento madrileño con su gato Borges y tiene un hijo por el que siente menos cariño que por su nieto.
Esa distancia afectiva que evidencia el gestor cultural se podría deber a su dedicación al arte como modo exclusivo de vida. Se le notan muy pocos amigos, una ex esposa que lo detesta como podría detestarlo un empleado del museo y exhibe una necesidad de vincularse afectivamente con el sexo opuesto de la que siempre sale en perdedor, en todos los sentidos posibles.
Con quien Dumas no desea tener vínculo alguno es con el mundo exterior. Viaja en monopatín acaso para no usar el transporte público, elude cualquier contacto con personas extrañas a su mundo laboral y si puede evitar una reunión con desconocidos (así sean del mundo artístico) lo hace con placer.
Aunque también su relación con quienes vendrían a ser sus colegas, en caso de que el propio Dumas se extraiga de la soberbia de considerar de ese modo a un pintor de menor estatura artística, es conflictiva. El director no tiene la cintura para lidiar con los caprichos y las exigencias de quienes quieren exponer en el museo y entra en permanente confrontación con esos aspirantes, sea con un artista conceptual al que le pagaron cuantiosos honorarios o su vecino, dibujante amateur, que cree que merece una oportunidad de exposición.
En el primer capítulo de la primera temporada, los directores de la serie trazan un perfil inicial pero muy certero de lo que sería su personaje. Para obtener el cargo de jefe del museo debe competir con dos artistas mucho más jóvenes que él, mujeres, de ideas firmes y modernismo acelerado.
Dumas las destrata sin objeciones y las considera, como a buena parte de la humanidad, inferiores a él. El feminismo, la política de la cancelación, los ataques a obras de arte como protestas ambientales, la ley de cupo y las redes sociales no son elementos a los que el personaje de Martínez quisiera tener cerca y a los que desdeña con argumentos que en algunos casos son sólidos y que invitan al espectador a preguntarse si quien queda en ridículo (en caso de que alguno lo haga) es el pensamiento del director o los movimientos a los que cuestiona.
En medio de ese estofado al que Marta Minujín le pondría colores y más colores y condimentaría con las salsas de tomates Campbell, el personaje es un defensor del arte que le hace bien y un detractor de aquel que no le gusta. ¿Quién no es así?
La experiencia que Mariano Cohn y Gastón Duprat acumularon en la conformación de personajes vinculados al mundo del arte es la plataforma sobre la que construyeron a Dumas. El director del museo tiene algo de “El ciudadano ilustre” y de “Competencia oficial”, las excelentes películas en las que la dupla trabajó con Martínez, como un escritor exitoso que vuelve a su pueblo en la primera y como un actor malhumorado que debe soportar los antojos de sus colegas, en la segunda.
También se posa en las desventuras descritas en “El hombre de al lado” y “El artista” -los dos primeros largometrajes de Cohn y Duprat-, donde los hombres dedicados al arte son víctimas individuales y colectivas; o en la hosquedad de Renzo Nervi y Manuel Tamayo Prats, uno pintor, el otro crítico gastronómico -ambos en decadencia- que Luis Brandoni interpretó en “Mi gran obra maestra” y en “Nada”.
Fue, posiblemente, la gimnasia del rodaje lo que llevó a la dupla de cineastas a armar con precisión un personaje que, aún fastidioso, aún intolerante, aún soberbio, aún mentiroso, aún intransigente, consigue que miles de espectadores no puedan despegar sus ojos de la pantalla cuando aparece. Y terminen por coincidir en unas cuantas (sino en todas) de sus premisas.


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